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CAPÍTULO SEXTO
Оглавление—¿En qué puedo complaceros? dijo D. Rodrigo, quedándose de pie en medio de la estancia. Tales fueron sus palabras; pero el modo con que habían sido proferidas, querían decir claramente: “Ten cuidado delante de quién estás; pesa las palabras, y sé breve”. No había medio más seguro y más expedito para dar valor á nuestro Fr. Cristóbal, que hablarle con arrogancia. Él, que estaba suspenso, buscando las palabras, y haciendo recorrer entre los dedos las avemarías del rosario que pendía de su cintura, como si en algunas de ellas esperase encontrar su exordio; á la vista de aquel ademán de D. Rodrigo, sintió venir á sus labios más palabras que lo que era necesario. Mas pensando cuán importante era no echar á perder sus negocios, ó lo que era aún más, los de otros, corrigió y templó las frases que se le habían presentado á la imaginación, y dijo con circunspecta humildad: “Vengo á proponeros un acto de caridad. Ciertos hombres de mala conducta, han puesto por delante el nombre de vuestra señoría ilustrísima, para asustar á un pobre cura é impedirle el cumplir con su deber, y para atormentar á dos inocentes. Vuestra señoría puede con una palabra confundirlos, restituir al derecho su fuerza y aliviar á aquellos á quienes se ha hecho una tan cruel violencia. Lo puede; y pudiendo... la conciencia, el honor...”.
—Ya me hablaréis de conciencia cuando vaya á confesarme con vos. En cuanto á mi honor, habéis de saber que yo soy el guardián de él, y de él solo; y que cualquiera que se atreva á querer participar de ese cuidado, lo miro como un temerario que lo ofende.
Advertido Fr. Cristóbal por las antecedentes palabras que aquel señor trataba de hacerle olvidar de sí mismo, con el objeto de cambiar la conversación, y de no darle lugar para llegar al fin que se proponía, se armó de toda su paciencia, resuelto á no poner cuidado por todo lo que al otro le agradase decir, y respondió de pronto con humilde tono: “Si he dicho algo que os haya disgustado, ha sido seguramente contra mi intención. Sin embargo, si no sé hablar como conviene, reprendedme, corregidme; pero dignaos escucharme. Por el amor del cielo, por el amor de ese Dios, á cuya presencia todos debemos comparecer”. Y así diciendo, había colocado entre los dedos y ponía delante de los ojos de su airado oyente la cruz de madera que pendía de su rosario. No os obstinéis en negar una justicia tan fácil, y que se debe de derecho á unos infelices. Pensad que Dios tiene siempre su mirada fija sobre ellos, y que sus llantos y súplicas son arriba atendidas. La inocencia es poderosa á su...
—¡Eh, padre! interrumpió bruscamente D. Rodrigo; el respeto que yo tengo á vuestro hábito es grande, pero si alguna cosa podía hacérmelo olvidar, sería el verle colocado en uno que tiene la audacia de venir á mi casa á hacer el oficio de espía.
Esta palabra hizo aparecer una súbita llama sobre las mejillas del padre; el cual sin embargo, con el semblante de aquel que traga una medicina muy amarga, replicó: “No creo que semejante título me corresponda. Vos mismo sentís interiormente que el paso que en este momento doy, ni es vil, ni despreciable. Mas atendedme, Sr. D. Rodrigo, ¡y quiera el cielo que no venga un día en el cual os arrepintáis de no haberme escuchado! No queráis cifrar vuestra gloria... ¡qué gloria, Sr. D. Rodrigo! ¡qué gloria para ante Dios y para ante los hombres! Vos podéis mucho aquí abajo; mas...”.
—¿Sabéis, dijo D. Rodrigo, interrumpiéndole con mal humor, pero no sin algún estremecimiento de terror; sabéis que cuando tengo deseos de oir un sermón sé ir guapamente á la iglesia, como hacen los demás? Mas, ¡en mi casa! ¡Oh! continuó, con forzada é irónica sonrisa: vos me tendréis más consideración de la que me merezco. ¡Un predicador en mi casa! No lo tienen más que los príncipes.
—Y ese Dios que pide cuenta á los príncipes de la palabra que les hace oir en sus propios palacios; ese Dios que os da ahora una señal de misericordia, enviándoos uno de sus ministros, indigno y miserable sin duda, pero ministro suyo, para suplicaros en favor de una inocente...
—En suma, padre, dijo D. Rodrigo, haciendo ademán de irse, yo no sé lo que queréis decir; no comprendo más, sino que esto debe reducirse á una joven por quien os tomáis mucho interés. Andad á hacer vuestras confidencias al que le plazca, y no os toméis la libertad de venir á molestar á un hombre honrado.
Al movimiento de D. Rodrigo, nuestro fraile, con el mayor respeto, se le puso delante, y alzando las manos como para suplicarle y continuar la conversación, repuso todavía: “Ella me interesa, es cierto, pero vos no me interesáis menos. Son dos almas que una y otra me importan más que mi vida. ¡D. Rodrigo, yo no puedo hacer otra cosa por vos que rogar á Dios; pero lo haré con todo el fervor de mi corazón! No me digáis que no; no queráis tener sumida en la angustia y en el terror á una pobre inocente. Una palabra vuestra puede hacerlo todo”.
—Y bien, dijo D. Rodrigo, ya que vos creéis que yo puedo hacer mucho por esa persona; ya que os interesa tanto...
—¿Y bien? replicó con ansiedad el padre Cristóbal, al cual el tono y continente de D. Rodrigo no le permitían el que se abandonara á la esperanza que parecían anunciar aquellas palabras.
—Y bien, aconsejadla que venga á ponerse bajo mi protección. No le faltará nada, y nadie osará molestarla, ó yo no seré digno de llamarme caballero.
Á semejante propuesta, la indignación del fraile retenida con dificultad hasta entonces, estalló. Todos aquellos buenos propósitos de prudencia y resignación se desvanecieron como el humo: el hombre antiguo se halló de acuerdo con el nuevo; y en tales casos, Fr. Cristóbal valía seguramente por dos.—¡Vuestra protección! exclamó, dando dos pasos atrás, descansando firmemente sobre el pie derecho, poniendo la mano derecha sobre la cadera, levantando la izquierda con el índice tendido hacia D. Rodrigo, y clavando en los de éste sus centelleantes ojos; ¡vuestra protección! Es mejor que hayáis hablado así, que me hayáis hecho una tal proposición. Habéis colmado la medida, y no os temo ya.
—¿Cómo hablas, fraile?
—Hablo, como se habla al que está abandonado de Dios ó no puede causar miedo. ¡Vuestra protección! Bien sabía yo que aquella inocente estaba bajo el amparo de Dios; mas vos, vos me lo habéis hecho conocer ahora con tanta certeza, que no tengo necesidad de guardar ninguna consideración para hablaros. Lucía digo: ved cómo pronuncio este nombre con la frente erguida y ojos inmóviles.
—¿Cómo? ¡en mi misma casa!
—Tengo lástima de esta casa; ¡la maldición está suspendida sobre ella! ¿Imagináis que la justicia divina tendrá consideración á cuatro piedras, y la sujetarán cuatro bribones? ¡Vos habéis creído que Dios haya hecho una criatura á semejanza suya, para daros el placer de atormentarla! ¡Habéis pensado que Dios no sabría defenderla! ¡Habéis despreciado sus avisos! ¡Vos seréis juzgado! El corazón del Faraón estaba tan endurecido como el vuestro, y Dios supo ablandarlo. Lucía está al abrigo de vuestro poder: soy yo el que os lo digo, yo, pobre fraile; y en cuanto á vos, escuchad bien lo que os pronostico, vendrá un día...
D. Rodrigo hasta entonces había permanecido estupefacto, entre la rabia y la admiración, no encontrando palabras; mas cuando sintió entonar una predicción, se unió á la citada rabia un lejano y misterioso espanto. Agarró rápidamente en el aire aquella mano amenazadora, y levantando la voz para cortar la del infausto profeta, gritó: “¡Quitaos de mi presencia, villano insolente, fraile poltrón!”.
Estas palabras tan precisas apaciguaron en un momento al padre Cristóbal. Á la idea del desprecio y de la injuria, estaba en su mente tan bien y de tanto tiempo asociada la del sufrimiento y del silencio, que á aquel cumplimiento su cólera y entusiasmo murieron, y no le quedó otra resolución que la de escuchar tranquilamente lo que á D. Rodrigo le gustase añadir. Luego, retirando apaciblemente la mano de entre las garras del gentil hombre, bajó la cabeza y se quedó inmóvil, como al caer del viento en lo más fuerte de una tempestad un árbol agitado baja naturalmente sus ramas y recibe el granizo según le envía el cielo.
—¡Villano impolítico! prosiguió D. Rodrigo, tú te expresas como tus iguales; mas da gracias al hábito que cubre tus espaldas de bribón y que te salva de las caricias que se hacen á los que se te parecen, para enseñarles á hablar. Por esta vez sal con tus piernas, y en lo sucesivo veremos.
Dicho esto, abrió con ademán imperioso y de menosprecio, una puerta que había enfrente de aquélla por donde habían entrado. El padre Cristóbal inclinó la cabeza y salió, dejando á D. Rodrigo medir con pasos apresurados el campo de batalla.
Cuando el fraile hubo cerrado la puerta tras de sí, vió en la otra pieza donde entraba, un hombre retirarse poco á poco, arrimado á la pared, como para no ser visto desde la estancia en que había tenido lugar el anterior coloquio, y reconoció al viejo criado que había salido á recibirle á la puerta del palacio. Servía éste en la casa cerca de cuarenta años, es decir, desde antes que naciese D. Rodrigo; él había entrado al servicio del padre, que era otra persona muy distinta. Muerto éste, el nuevo amo había despedido á toda la servidumbre y formado otra nueva; sin embargo, había retenido aquel servidor, que aunque viejo ya y de genio y costumbres totalmente diversas de las suyas, compensaba, no obstante este defecto, con dos cualidades, á saber: una alta opinión de la dignidad de la casa, y una gran práctica del ceremonial, acerca del cual conocía mejor que otro alguno las más antiguas tradiciones y las más minuciosas particularidades. En presencia del señor, el pobre anciano no se habría arriesgado á manifestar ni expresar su desaprobación acerca de lo que veía todos los días: apenas dejaba escapar alguna exclamación, algún reproche entre dientes delante de sus compañeros de servicio, los cuales se reían y tenían el gusto algunas veces de tocarle el citado punto, para hacerle decir lo que no hubiera querido, y para hacerle cantar las alabanzas de la antigua manera de vivir en aquella casa. Sus censuras no llegaban jamás á oídos del amo, sino acompañadas con la relación de las risas que habían causado; de modo, que aquéllas eran para éste un objeto de diversión, sin resentimiento. En los días, pues, de convite y de recepción, el viejo se convertía en un personaje serio y de importancia.
El padre Cristóbal al pasar lo miró, lo saludó y continuó su camino; pero el anciano se le acercó misteriosamente, puso el índice sobre sus labios, y después con el mismo dedo le hizo una seña como para invitarle á entrar con él en un oscuro corredor. Cuando estuvieron en dicho sitio, le dijo en voz baja: “Padre mío, lo he oído todo y tengo precisión de hablaros”.
—Decidlo pronto, buen hombre.
—Aquí, no; ¡infeliz de mí si el amo percibiese!... Mas yo sé muchas cosas, y veré de ir mañana al convento.
—¿Hay acaso formado algún proyecto?
—Algo hay en campaña y de seguro. Yo lo he observado ya. Mas ahora estaré sobre aviso, y espero descubrirlo todo. Dejadme hacer: me toca ver y oir cosas... cosas infernales. Estoy en una casa... Pero yo querría salvar mi alma.
—¡El Señor os bendiga! Y pronunciando estas palabras en voz baja, el fraile puso la mano sobre la cabeza del servidor, que aunque de más edad que aquél, permanecía tan encorvado en su presencia como un niño. El Señor os recompensará, prosiguió el fraile; no dejéis de ir mañana.
—No faltaré, respondió el servidor; mas salid pronto, y... en nombre del cielo, no me nombréis... Así diciendo, y mirando á su alrededor, salió por otra puerta que había en el pasadizo á un pequeño salón que daba al patio; y habiendo visto el campo libre, llamó al buen fraile para que saliese. El semblante de éste respondió á las últimas palabras del anciano con más claridad que lo hubieran podido hacer las mejores protestas. El servidor le abrió la puerta, y el fraile sin decir otra cosa, partió.
Aquel hombre había estado escuchando á la puerta de su amo: ¿había obrado bien? ¿Y Fr. Cristóbal hacía bien en alabarle tal acción? Según las reglas más comunes y más generalmente admitidas, era una acción muy fea; mas en semejante caso, ¿no podía considerarse como una excepción? ¿Por ventura las reglas más absolutas carecen de excepciones? Cuestión es importante; pero que si el lector gusta, resolverá por sí mismo. Nosotros no pretendemos dar nuestro parecer; bastante quehacer tenemos con referir los hechos.
Habiendo salido ya, y después de haber vuelto la espalda á aquella infame guarida, Fr. Cristóbal respiró con más libertad, y se encaminó apresuradamente hacia la bajada, con el rostro inflamado, todo conmovido y agitado, como cualquiera puede imaginarse, por lo que había oído, y por lo que había dicho. Mas aquella tan inesperada oferta del anciano había sido un gran consuelo para él; le parecía que el cielo le había dado una señal visible de protección. He aquí un hilo, pensaba; un hilo que la Providencia pone en mis manos; ¡y en esa misma casa! ¡y sin que yo soñase siquiera en buscarlo! Así pensando, alzó la vista hacia el Occidente; y viendo el sol poniente que tocaba ya en la cima de la montaña, calculó que faltaba muy poco para concluirse el día. Entonces, aunque se sentía con los miembros quebrantados y desfallecidos por los varios accidentes de aquel día, apretó sin embargo el paso para poder llevar alguna noticia, cualquiera que ella fuese, á sus protegidos, y llegar después al convento antes de la noche; porque esto era una de las leyes más precisas y más severamente mantenidas del código de los capuchinos.
Entretanto, en la casita de Lucía se habían puesto en planta y ventilado proyectos, de los cuales conviene informar al lector. Desde la partida del fraile, las tres personas que habían quedado guardaron por espacio de algún tiempo el silencio más profundo. Lucía preparaba tristemente la comida. Renzo, á punto de irse á cada momento, para quitarse de delante el espectáculo de la aflicción de ésta, y con todo, no pudiendo separarse; Inés enteramente ocupada en la apariencia con las devanaderas que hacía dar vueltas, mas en realidad estaba madurando un proyecto; y cuando le pareció que estaba ya, rompió el silencio en estos términos:
—¡Escuchad, hijos míos! Si queréis tener corazón y la destreza que es necesaria; si queréis fiaros de vuestra madre (esta palabra vuestra hizo estremecer á Lucía), yo me empeño en sacaros de este apuro, quizás mejor y más pronto que el padre Cristóbal, á pesar de ser el hombre que es...
Lucía se puso en pie, y la miró con un aire que expresaba más bien admiración que confianza á la vista de una tan magnífica promesa; y Renzo dijo súbitamente: “¿Corazón, destreza? Decid, decid sin embozo lo que puede hacerse”.
—¿No es verdad, prosiguió Inés, que si estuvieseis casados habría mucho adelantado, y que á todo lo demás se encontraría más fácilmente remedio?
—¿Quién lo duda? dijo Renzo: una vez casados... todo el mundo es patria; y á dos pasos de aquí, pasado Bérgamo, el que trabaja la seda es recibido con los brazos abiertos. Vos sabéis cuántas veces mi primo Bartolo ha solicitado que me vaya con él, que haría fortuna como él la había hecho; y si yo me he resistido siempre, ha sido... ¿qué sirve el decirlo? porque mi corazón estaba aquí. Ya casados, nos vamos todos juntos, se establece allí la casa, se vive en santa paz, fuera de las garras de ese bribón, y lejos de la tentación de hacer algún despropósito. ¿No es cierto, Lucía?
—Sí, dijo ésta; mas, ¿cómo?
—Según yo he dicho, respondió la madre: corazón y destreza, y la cosa es fácil.
—¡Fácil! dijeron á la vez los novios, para quienes el negocio había llegado á ser tan extraño y dolorosamente difícil.
—Fácil, sabiéndolo hacer, replicó Inés. Escuchadme bien; yo veré el modo de hacéroslo comprender. Yo he oído decir á gente que sabe, y aun he visto un caso, que para celebrar un matrimonio, si bien se requiere un cura, no es necesario que consienta; es suficiente con que esté delante.
—¿Y cómo se hace esto? preguntó Renzo.
—Escuchad, y comprenderéis. Es preciso tener dos testigos bien listos, y que estén de acuerdo. Luego se va á encontrar al cura: lo esencial es cogerlo de improviso; que no tenga tiempo de escaparse. El hombre dice: Señor cura, yo tomo á ésta por mujer; la mujer dice: Señor cura, yo tomo á éste por marido... Es necesario que el cura lo oiga y también los testigos; y el matrimonio es bueno, perfecto y sagrado como si lo hubiese hecho el papa. Después de pronunciadas las citadas palabras, el cura puede gritar, mover estrépito, darse al diablo, es inútil, ya sois marido y mujer.
—¿Es posible? exclamó Lucía.
—¡Cómo! dijo Inés, ¡sería cosa digna de verse, que en el espacio de treinta años que he pasado en este mundo, antes que vosotros nacieseis, no hubiese aprendido algo! La cosa es tal, cual os la digo; por señas, que cierta amiga mía que quería casarse contra la voluntad de sus padres, haciéndolo de dicha manera, obtuvo su intento. El cura, que lo había sospechado, estaba alerta, mas los diablos de los testigos y los novios, supieron hacerlo tan bien, y lo atraparon tan á propósito, que no tuvieron más que pronunciar las palabras, y quedaron marido y mujer, á pesar de que la pobrecilla se arrepintió á los tres días.
Inés decía la verdad, mirando á la posibilidad, y atendiendo al peligro de no poderlo conseguir de otro modo; pues así como no recurrían á semejante expediente sino las personas que habían encontrado algún obstáculo, ó sido rechazadas en las vías regulares, así también los párrocos ponían gran cuidado en evitar aquella forzada cooperación; y sin embargo, cuando alguno de ellos llegaba á ser sorprendido por una de aquellas parejas acompañada de testigos, hacía todo lo posible para escaparse, como Proteo de las manos de los que querían hacerle vaticinar á la fuerza.
—¡Si fuese cierto, Lucía! dijo Renzo mirándola con aire de atención suplicante.
—¡Cómo, si fuese cierto! replicó Inés. ¿Conque vosotros creéis que yo digo mentiras? Yo me afano por vosotros, y no soy creída: bien, bien; salid del apuro como podáis; yo me lavo las manos.
—¡Oh, no; no nos abandonéis! dijo Renzo; hablo así porque la cosa me parece demasiado buena. Me entrego á vos enteramente, y os considero como si fueseis mi propia madre.
Estas palabras desvanecieron el pequeño enfado de Inés, é hicieron olvidar una resolución, que á la verdad, no había sido formal.
—Mas, ¿por qué pues, mamá, repuso Lucía, con su modesto continente: por qué este medio no se le ha ocurrido al padre Cristóbal?
—¿Por qué no se le habrá ocurrido? respondió Inés: ¿piensas acaso que no le habrá venido á la imaginación? Mas no habrá querido hablarnos de él.
—¿Por qué? preguntaron á un mismo tiempo ambos jóvenes.
—Porque... porque, ya que lo queréis saber, los religiosos dicen que verdaderamente es una cosa que no está bien.
—¿Cómo puede ser que no esté bien, y que sea bien hecho, después de verificado? dijo Renzo.
—¡Qué queréis que os diga! respondió Inés. Las leyes las han hecho ellos á su gusto, y nosotros, infelices, no podemos comprenderlo todo. Y después, cuántas cosas... Ved aquí un ejemplo: ¿cómo se puede evitar el que uno vaya á dar una puñada á un cristiano? Ello es una cosa que no está bien; mas después de haberla dado, ni el mismo papa puede quitársela.
—Si es una cosa que no está bien, dijo Lucía, no es preciso hacerla.
—¡Qué! repuso Inés: ¿te querría yo dar acaso un consejo contra el temor de Dios? Si fuese contra la voluntad de tus padres para casarte con un mal hombre... pero yo estoy contenta con tener este nuevo hijo. El que hace nacer todas las dificultades es un malvado; y el señor cura...
—Esto es tan claro, que cualquiera lo comprendería, dijo Renzo.
—Es preciso no hablar de ello al padre Cristóbal antes de verificarlo, prosiguió Inés; pero cuando esté hecho y haya salido bien, ¿qué piensas que te dirá el padre? “¡Ah, hija mía! ¡es una grave falta! pero ya está hecho”... Los religiosos deben hablar así; pero sin embargo, creedme, en su interior estará satisfecho.
Lucía, sin hallar qué contestar á este razonamiento, no parecía, á pesar de todo, convencida; mas Renzo, muy contento, dijo: “Siendo así, es cosa hecha”.
—Despacio, dijo Inés: ¿y los testigos? Es preciso encontrar dos que quieran, y que en el ínterin sepan guardar silencio. ¿Y poder coger al señor cura, que de dos días á esta parte se está encerrado en su casa? ¿Y cómo hacerle permanecer allí? Pues aunque sea pesado por naturaleza, os puedo asegurar que al veros comparecer en dicha conformidad, se volverá listo como un gato, y escapará como el diablo del agua bendita.
—He hallado el medio, lo he hallado, dijo Renzo dando una puñada sobre la mesa y haciendo bailar los platos preparados para la comida. En seguida expuso su idea, que Inés aprobó en todo y por todo.
—Esto son sutilezas, dijo Lucía; no son cosas claras. Hasta ahora hemos obrado sinceramente; marchemos adelante con buena fe, y Dios nos ayudará; el padre Cristóbal lo ha dicho; oigamos su parecer.
—Déjate guiar por quien sabe más que tú, dijo Inés con grave ademán. ¿Qué necesidad hay de pedir parecer? Dios dice: ayúdate, que yo te ayudaré. Nosotros se lo contaremos todo al padre, después de hecho.
—Lucía, dijo Renzo, ¿queréis vos faltarme ahora? ¿no hemos hecho todos los preparativos como buenos cristianos? ¿No deberíamos ser ya marido y mujer? ¿No había fijado el cura el día y la hora? ¿Y de quién es la culpa, si debemos ahora ayudarnos con un poco de ingenio? No, no os opondréis. Voy y vuelvo con la respuesta. Y saludando á Lucía con ademán de súplica, y á Inés con aire de inteligencia, partió apresuradamente.
Las tribulaciones aguzan el entendimiento; y Renzo, que en el sendero recto de la vida que había recorrido hasta entonces no se había encontrado en ocasión de aguzar mucho el suyo, había en el presente caso imaginado un medio, que hubiera honrado á un jurisconsulto. Se fué en derechura, según había proyectado, á la cabaña de un tal Tonio, que distaba poco de allí: lo encontró en la cocina, con una rodilla puesta sobre el poyo del hogar, sosteniendo con una mano el asa de un calderillo colocado sobre las calientes cenizas, y meneando con una corva cuchara una pequeña polenta4 gris. La madre, el hermano, la mujer de Tonio, estaban sentados alrededor de la mesa, y tres ó cuatro chiquillos en pie cerca del padre estaban esperando con los ojos clavados en el citado calderillo que llegase el momento de desocuparlo. Mas allí no había aquella alegría que la vista de la comida suele, sin embargo, dar al que se la ha ganado con su trabajo; la cantidad de polenta era en razón del tiempo, y no del número y deseos de los convidados. Cada uno de éstos miraba con avaricia la pitanza común, y parecía pensar en el grande apetito que aún le quedaría. Mientras Renzo cambiaba los saludos con la familia, Tonio volcó la polenta en una escudilla de haya que estaba preparada para recibirla, é hizo el efecto de una pequeña luna en medio de un gran círculo de vapores. No obstante, las mujeres dijeron cortésmente á Renzo: “¿Queréis que se os sirva?”, cumplimiento que el aldeano de Lombardía, y quién sabe de cuántos otros países, no dejan de hacer jamás al que los encuentra comiendo, aunque el invitado fuese un rico glotón que se acabara de levantar de la mesa, y el aldeano no tuviese ya más que el último bocado.
—Os lo agradezco, contestó Renzo; venía únicamente para decir una palabra á Tonio; y si quieres, Tonio, para no molestar á tus señoras, podemos ir á comer á la hostería y allí hablaremos. La proposición fué para Tonio tanto más grata cuanto menos esperada; y las mujeres y los chiquillos mismos (que sobre semejante punto empiezan pronto á raciocinar) no vieron de mala gana que se sustrajese á la polenta el concurrente más formidable. El invitado no se detuvo en pedir su parte, y partió con Rezo.
Llegados á la hostería del pueblo, sentados con toda libertad, en una soledad perfecta, pues la miseria había dispersado á todos los que frecuentaban aquel lugar de delicias; habiendo mandado traer lo poco que allí se encontraba y una botella de vino, Renzo con aire de misterio dijo á Tonio: “Si tú quieres hacerme un pequeño favor, yo te haré uno grande”.
—Habla, habla; pide, respondió Tonio, echándose de beber; hoy me arrojaría al fuego por ti.
—¿No debes veinticinco libras al señor cura por el arriendo de un campo que labraste el año pasado?
—¡Ah, Renzo, Renzo! tú echas á perder el bien que me haces. ¡Á qué recordarme esto! ¡Me has quitado ya el buen humor!
—Si te hablo de la deuda, dijo Renzo, es porque si tú quieres, yo deseo proporcionarte el medio de pagarla.
—¿Lo dices de veras?
—De veras. ¡Eh! ¿estarás contento?
—¿Contento? ¡Por Diana, si yo estaré contento! Aun cuando no fuese más que por no ver los gestos y señas de cabeza que me hace el señor cura cada vez que me encuentra. Y luego siempre: “Tonio, acordaos; Tonio, ¿cuándo nos veremos para aquel negocio?”. Á tal punto, que cuando al predicar fija la vista sobre mí, estoy casi temiendo que me diga allí públicamente: “¡Eh! ¿y las veinticinco libras?”. ¡Malditas sean! Y después tendrá que restituirme la gargantilla de oro de mi mujer, que la cambiaré en mucha más polenta...
—Más, más, si tú quieres hacerme un pequeño servicio, las veinticinco libras están preparadas.
—Dí pronto.
—Pero... dijo Renzo, poniendo el índice sobre sus labios.
—¿Es preciso que me encargues esto? Creo que me conoces bastante.
—El señor cura va sacando ciertas razones sin jugo para dar largas á mi casamiento; y yo, por el contrario, quisiera despacharme. Me han dicho con seguridad que presentándose á él los dos novios con dos testigos, y diciéndole yo: Ésta es mi mujer; y Lucía: Éste es mi marido... el matrimonio es válido. ¿Me has comprendido?
—¿Tú quieres que vaya á servirte de testigo?
—Justamente.
—¿Y pagarás por mí las veinticinco libras?
—Así lo entiendo.
—Sea un bribón el que falte.
—Mas es preciso buscar otro testigo.
—Lo he encontrado. El simplecillo de mi hermano Gervasio hará aquello que yo le diga. ¿Le pagarás tú de beber?
—Y de comer, respondió Renzo. Le conduciremos aquí para que se divierta en nuestra compañía. ¿Mas, sabrá él hacer?...
—Yo le enseñaré. Tú sabes bien que yo he tenido también su parte de juicio.
—Mañana...
—Bien.
—Entre dos luces.
—Muy bien.
—Pero... dijo Renzo, volviendo á poner de nuevo el índice sobre la boca.
—¡Bah!... repuso Tonio, inclinando la cabeza sobre el hombro derecho y levantando la mano izquierda con cierto ademán que quería decir: me haces una injuria.
—Mas si tu mujer te pregunta, como sin duda te preguntará...
—Con respecto á mentiras estoy en débito con mi mujer; y de tal modo, que no sé si llegaré jamás á saldar la cuenta. Ya encontraré alguna tontería para que su corazón esté tranquilo.
—Mañana por la mañana, dijo Renzo, discurriremos con más comodidad para entendernos bien sobre todo.
En esto salieron de la hostería. Tonio se encaminó á su casa, estudiando el embrollo que contaría á las mujeres, y Renzo á rendir cuenta de las medidas tomadas.
Durante todo este tiempo, Inés se había cansado en vano de persuadir á su hija. Ésta iba oponiéndose á cada frase, ora á la una, ora á la otra parte de su dilema: ó es una mala acción, y entonces no debe ponerse en ejecución, ó no lo es; y entonces, ¿por qué no comunicársela al padre Cristóbal?
Renzo llegó con ademán triunfante, hizo su relación y terminó con un ahn, interjección del país que significa: ¿soy ó no soy un hombre yo?
Lucía meneaba lentamente la cabeza; mas los dos enfervorizados no le hacían caso, como suele hacerse con un niño al cual no se espera poder persuadir, y que se le reduce luego por medio de ruegos ó con autoridad á lo que se quiera de él.
—Va bien, dijo Inés, va bien; mas no habéis pensado en todo.
—¿Qué falta? respondió Renzo.
—¿Y Perpetua? ¿No habéis pensado en Perpetua? Á Tonio y á su hermano los dejará entrar; pero, ¿juzgáis que os lo permitirá á vosotros dos? Tendrá orden de teneros tan lejos del cura, como un niño de un peral que tiene el fruto maduro.
—¿Cómo lo haremos? dijo Renzo un poco confuso.
—He aquí; ya lo he pensado. Yo iré con vosotros; tengo un secreto para atraerla y para encantarla de tal modo, que no se acordará de vosotros, y podréis entrar. La llamaré y tocaré una cuerda... Vosotros veréis.
—¡Bendita seáis! exclamó Renzo; yo siempre he dicho que vos seríais nuestra Providencia en todo.
—Mas todo no sirve de nada, dijo Inés, si no se persuade á ésta, que se obstina en decir que eso es un pecado.
Renzo puso también en planta su elocuencia; pero Lucía no se dejaba conmover.
—Yo no sé qué responder á vuestras razones, decía; mas veo que para hacer esa cosa, como vosotros decís, es preciso andar á caza de subterfugios, de engaños y de ficciones. ¡Ah, Renzo! ¡No es así como habíamos empezado! Yo quiero ser vuestra mujer... Y no había medio que pudiese pronunciar esta palabra y explicar esta intención sin que le saliesen los colores al rostro. “Yo quiero ser vuestra mujer, pero por el camino recto, como Dios manda, ante el altar. Dejemos obrar al de arriba. ¿No queréis que él sepa hallar el medio de ayudarnos mejor que nosotros podríamos hacerlo con todas esas trampas? ¿Y por qué hacer un misterio de ello al padre Cristóbal?”.
La disputa duraba todavía y no parecía que estaba próxima á concluirse, cuando un ruido apresurado de sandalias y el rumor de un agitado hábito, semejante al que hacen en una vela extendida los repetidos soplos del viento, anunciaron al padre Cristóbal. Todos quedaron silenciosos, é Inés apenas tuvo tiempo de murmurar al oído de Lucía: “Oye, guárdate bien de decirle nada”.