Читать книгу Los Desposados - Alessandro Manzoni - Страница 11
CAPÍTULO SÉPTIMO
ОглавлениеEl padre Cristóbal llegó en la actitud de un buen capitán, que habiendo perdido, mas no por culpa suya, una batalla importante, afligido, pero no desanimado, pensativo, pero no abatido, en retirada, pero no fugitivo, se traslada adonde la necesidad lo llama para defender los puntos amenazados, reunir las tropas y dar nuevas órdenes.
“La paz sea con vosotros, dijo al entrar. No hay nada que esperar del hombre; tanta más necesidad de confiar en Dios, del cual tengo ya una prueba de protección”. Aunque ninguno de los tres esperase mucho de la tentativa del padre Cristóbal, porque el ver á un poderoso renunciar á una injusticia sin ser obligado, y ceder por mera condescendencia á desarmadas súplicas, era cosa más inaudita que rara; á pesar de todo, la triste certidumbre fué un golpe mortal para todos. Las mujeres bajaron la cabeza; pero en el ánimo de Renzo la cólera prevaleció al abatimiento. Aquella noticia lo encontraba ya sumamente mortificado con tantas sorpresas dolorosas, con tantas tentativas inútiles, con tantas esperanzas frustradas, y por demás exacerbado en aquel instante por la repulsa de Lucía.
—Querría saber, gritó rechinando los dientes y levantando la voz como no había hecho hasta entonces en la presencia del padre Cristóbal; querría saber qué razones ha dado ese perro para sostener... para sostener que mi esposa no debe ser mi esposa.
—¡Pobre Renzo! contestó el fraile con grave y piadoso acento y con una mirada que le recomendaba cariñosamente la calma; si el poderoso que quiere cometer la injusticia, estuviese siempre obligado á decir sus razones, las cosas no andarían como van.
—¿Ha dicho, pues, ese perro que no quiere? ¿por qué no quiere?
—¡Ni esto siquiera ha dicho, mi pobre Renzo! Sería una ventaja, si para cometer una maldad se debiese confesar abiertamente.
—Pero algo ha debido decir: ¿qué os ha dicho ese tizón del infierno?
—He comprendido sus palabras, mas no sabré repetírtelas. Las palabras del inicuo que es fuerte, son á un mismo tiempo penetrantes y fugitivas. Puede irritarse de que tú muestres sospechas de él, y á la vez hacerte conocer que son ciertas tus sospechas; puede insultar y manifestarse ofendido, ultrajar y pedir una satisfacción, aterrorizar y quejarse, ser impudente é irreprensible; en él no puede pedirse otra cosa. Él no ha pronunciado el nombre de esta inocente, ni el tuyo; no ha dado señales ni aun de conoceros; no ha dicho que tenía pretensión alguna; pero... pero sin embargo, demasiado he comprendido que él era inflexible. Á pesar de todo, ¡confianza en Dios! Vos, pobrecita, no desaniméis; y tú, Renzo... ¡Oh! cree, no obstante, que yo sé ponerme en tu lugar, que siento lo que pasa en tu corazón; ¡pero paciencia! Es una palabra débil, una palabra amarga para el que no cree; pero tú, ¿no querrás conceder á Dios un día, dos, el tiempo que querrá tomarse, para hacer triunfar la justicia? El tiempo le pertenece; ¡y él nos ha otorgado ya tanto! Deja obrar á Dios, Renzo, y sabe... sabed todos, que yo tengo ya en la mano un hilo para ayudaros. Por ahora, no puedo decir más. Mañana no vendré; debo permanecer todo el día en el convento por vosotros. Tú, Renzo, procura ir allá; y si por un caso impensado no pudieseis, manda un hombre fiel, un muchacho de juicio, por medio del cual pueda yo haceros saber lo que ocurra. Ya se hace de noche, es preciso que yo corra al convento. Fe, valor, y que Dios nos tenga en su santa guarda.
Dicho esto salió apresuradamente, y se encaminó corriendo y casi al escape por un pedregoso y desigual sendero, para no correr el riesgo de que llegando tarde al convento se atrajese una buena reprimenda, ó lo que podía ser peor aún, una penitencia que le impidiese el día después estar listo y expedito para lo que pudiese exigir el cuidado de sus protegidos.
—¿Habéis oído lo que ha dicho de un no sé qué... de un hilo que tiene para ayudarnos? dijo Lucía; conviene fiarse en él; es un hombre que cuando promete diez...
—Si no hay más que esto... interrumpió Inés, hubiera debido hablarme con claridad ó llamarme aparte y decirme lo que hay...
—No es más que cháchara; yo daré fin á ello, yo, repuso Renzo, esta vez recorriendo la estancia de un extremo á otro, con una voz, con un semblante que no dejaba duda ninguna acerca del sentido de aquellas palabras.
—¡Oh, Renzo! exclamó Lucía.
—¿Qué es lo que queréis decir? exclamó también Inés.
—¿Qué necesidad hay de decirlo? Yo daré fin á ello. Aunque tenga cien mil diablos en el cuerpo, él por último es también de carne y hueso...
—¡No, no, por Dios!... empezó á decir Lucía; mas el llanto le cortó la voz.
—No debéis hablar de ese modo, ni aun por broma, dijo Inés.
—¿Por broma? replicó Renzo, quedándose plantado delante de Inés, que estaba sentada, y clavando en ella sus ojos extraviados. ¡Por broma! ¡Veréis si será broma!
—¡Oh, Renzo! dijo Lucía instantáneamente, sollozando; jamás os he visto así.
—No digáis estas cosas, por Dios, replicó aún precipitadamente Inés, bajando la voz. ¿No recordáis cuánta gente tiene á su disposición? Y aun cuando... ¡Dios nos libre!... contra los pobres nunca hay justicia.
—La justicia la haré yo. ¡Ya es tiempo! La cosa no es fácil; lo sé. El perro asesino se guarda bien, sabe lo que vale; pero no importa. Resolución y paciencia... y el momento llegará. Sí, la justicia la haré yo; yo libraré de él á todo el país. ¡Cuánta gente me bendecirá! Y después en tres cabriolas...
El horror que sintió Lucía á estas últimas é insinuantes palabras, suspendió su llanto, y le dió fuerza para hablar. Quitándose las manos de su lloroso semblante, con acento conmovido, pero resuelto: “¡No os importa el tenerme por mujer! Yo estaba prometida á un joven que tenía temor de Dios; mas un hombre que hubiese cometido... aunque estuviese bajo el amparo de la justicia y al abrigo de toda venganza, aunque fuese el hijo del rey...”.
—¡Y bien! gritó Renzo con el semblante aún más desencajado: y vos no seréis mía; mas tampoco lo seréis de él. Yo aquí sin vos, y él en la casa del...
—¡Ah, no! ¡por piedad! no digáis eso; no me miréis así; no, no puedo veros de este modo, exclamó Lucía llorando, suplicando y juntando las manos. Mientras tanto Inés llamaba y volvía á llamar al joven por su nombre, y para apaciguarlo le daba golpecitos en las espaldas, cogía sus brazos y sus manos. Por último, se detuvo inmóvil y pensativo algún tiempo para contemplar el rostro suplicante de Lucía; luego, de repente, le dirigió una torva mirada, se hizo un poco atrás, extendió el brazo y el índice hacia ella, y exclamó: “¡Ella lo quiere, sí, ella lo quiere! ¡Él morirá!”.
—¿Y yo, qué mal he hecho para que me hagáis morir? dijo Lucía, arrojándose á sus pies.
—¡Vos! repuso con voz que expresaba una cólera diferente, pero que todavía era cólera; ¡vos! ¿qué bien me habéis hecho, qué pruebas me habéis dado? ¿No os he rogado, rogado y más rogado? Y vos: ¡No, no!
—Sí, sí, respondió precipitadamente Lucía; iré á casa del cura; mañana, ahora si queréis; iré. Volved á vuestro primer proyecto; yo iré.
—¿Me lo prometéis? dijo Renzo con un acento y rostro repentinamente vuelto más humano.
—Os lo prometo.
—Me lo habéis prometido.
—¡Ah, Señor, gracias! exclamó Inés doblemente contenta.
En medio de su gran cólera, ¿había Renzo pensado de qué provecho podía serle el espanto de Lucía? ¿Y no había usado un poco de artificio para hacerlo creer, y conseguir el fruto que deseaba? Nuestro autor protesta que no sabe nada, y yo por mi parte creo que ni aun el mismo Renzo lo sabía bien. El hecho es que estaba realmente enfurecido contra D. Rodrigo, y que deseaba ardientemente el consentimiento de Lucía; y cuando dos pasiones fuertes hablan juntamente al corazón del hombre, nadie, ni aun el mas paciente, puede siempre distinguir una voz de otra, y decir con seguridad cuál es la que predomina.
—Os lo he prometido, respondió Lucía, con un afectuoso y tímido acento de reconvención; mas vos también habéis prometido de no dar el escándalo, de confiárselo al padre...
—¡Oh, vaya! ¿por qué acabo de encolerizarme? ¿Queréis volveros atrás ahora, y hacerme cometer un despropósito?
—No, no, dijo Lucía, volviendo á asustarse de nuevo. Lo he prometido, y no me vuelvo atrás. Pero ved vos mismo cómo me lo habéis hecho prometer. Dios no quiera...
—¿Á qué hacer tristes augurios, Lucía? Dios sabe que no hacemos mal á nadie.
—Prometedme á lo menos que ésta será la última escena.
—Yo os lo prometo, á fe de hombre honrado.
—Mas esta vez cumplid vuestra palabra, dijo Inés.
Aquí el autor confiesa el no saber otra cosa; si Lucía estaba en todo y por todo pesarosa de haberse visto obligada á consentir. Nosotros dejamos, como él, la duda en planta.
Renzo hubiera querido prolongar la conversación, y fijar punto por punto lo que debía hacerse al día siguiente; pero era ya muy entrada la noche, y las mujeres le despidieron, no pareciéndoles conveniente que se quedase por más tiempo á hora tan avanzada.
La noche, sin embargo, fué para los tres tan buena, como puede serlo la que sucede á un día lleno de agitación y azares, y al que precede otro destinado á una empresa importante, y de éxito incierto. Renzo se presentó muy de mañana, y concertó con Inés la grande operación de aquella tarde, proponiendo y resolviendo alternativamente dificultades, previendo contratiempos, y empezando de nuevo, tan pronto el uno como la otra, á describir el suceso, como si contasen una cosa ya hecha. Lucía escuchaba, y sin aprobar con palabras lo que no podía aprobar en su corazón, prometía hacerlo lo mejor que ella supiese.
—¿Iréis allá abajo, al convento, para hablar al padre Cristóbal, según él os previno ayer tarde? preguntó Inés á Renzo.
—¡Quiá! respondió éste; ya sabéis qué diablos de ojos tiene el padre: me leería en la cara, como en un libro, que hay algo de nuevo; y si empezaba á hacerme preguntas, no podría salir bien de ellas. Y luego, yo debo permanecer aquí para atender al negocio. Sería mejor que mandaseis á alguno.
—Mandaré á Menico.
—Sí, muy bien, repuso Renzo; y partió para atender al negocio, como él había dicho.
Inés se dirigió á la casa de al lado á buscar á Menico, el cual era un muchacho muy listo, que apenas tenía doce años, y que venía á ser sobrino suyo lejano. Lo pidió á los parientes, como prestado, por todo el día, “para un cierto servicio”, según ella decía. Teniéndolo ya en su poder, lo condujo á su cocina, le dió de almorzar, y le dijo que fuese á Pescarenico, y se presentase al padre Cristóbal, el cual lo volvería á mandar en seguida con una respuesta, cuando sería tiempo. “El padre Cristóbal, aquel bello anciano, con la barba blanca, á quien llaman el santo”...
—Entiendo, dijo Menico, el que acaricia á todos los muchachos, y nos da de cuando en cuando algunas estampitas.
—Justamente, Menico. Y si te dijese que esperes algún poco cerca del convento, no vayas á alejarte; ten cuidado de no ir con tus compañeros al lago á ver pescar, ni á divertirte con las redes colocadas en la tapia con el objeto de secarse, ni entretenerte con los demás juegos que acostumbráis.
Es preciso saber que Menico era muy excelente para hacer cabriolas; y se sabe que todos, grandes y pequeños, hacemos voluntariamente las cosas para las cuales tenemos habilidad: no digo aquella sólo.
—¡Bah! yo no soy ya un niño.
—Bien, ten juicio; y cuando vuelvas con la respuesta... mira, estas dos bellas parpagliole nuevas son para ti.
—Dádmelas ahora, que es lo mismo.
—No, no, que las jugarías. Anda y pórtate bien, que no te pesará.
En el resto de aquella larga mañana se vieron ciertas novedades que pusieron no poco en sospecha el ánimo ya turbado de las mujeres. Un mendigo que no estaba extenuado, ni andrajoso como los demás, y con un no sé qué de oscuro y de siniestro en el semblante, entró á pedir limosna, lanzando por todas partes ciertas miradas escudriñadoras. Se le dió un pedazo de pan, que recibió y guardó con una indiferencia mal disimulada. Después entabló conversación con cierta desfachatez, y al mismo tiempo con perplejidad, haciendo muchas preguntas, á las cuales Inés se aceleró á responder siempre lo contrario de lo que era en realidad. Echando á andar como para salir, fingió equivocarse de puerta, entró por la que daba á la escalera, y se apresuró á hacerse cargo con la brevedad posible. Se le gritó por detrás: “¡Eh, eh! ¿adónde vais, buen hombre? Por aquí, por aquí”. Volvió atrás, y salió por la puerta que acababa de serle indicada, excusándose con una sumisión, con una humildad afectada, que estaba lejos de armonizar con los feroces y duros rasgos de aquella fisonomía. Después de éste, continuaron en dejarse ver, por intervalos, otras extrañas figuras. No se hubiera podido decir fácilmente qué casta de hombres eran aquéllos; mas no podía creerse tampoco que fuesen honrados viajeros, según querían parecer. Uno entraba con el pretexto de hacerse enseñar el camino; otros pasando por delante de la puerta iban pausadamente, y miraban á hurtadillas á través del patio la sala, como el que quiere ver sin causar sospechas. Finalmente, hacia el medio día, aquella fastidiosa procesión concluyó. Inés se levantaba de cuando en cuando, atravesaba el patio, se plantaba en la puerta de la calle, miraba á derecha é izquierda, y volvía diciendo: “Nadie”; palabra que pronunciaba con placer, y que Lucía oía con el mismo, sin que ni la una ni la otra supiesen descifrar claramente el por qué. Mas les quedó á ambas una indeterminada inquietud, que les quitó una gran parte del valor que habían puesto en reserva para la tarde.
Conviene sin embargo que el lector sepa algo de más preciso con respecto á aquellos misteriosos vagabundos; y para informarlo completamente, es indispensable que volvamos atrás á encontrar á D. Rodrigo, que hemos dejado ayer solo en una estancia de palacio á la salida del padre Cristóbal.
D. Rodrigo, según hemos dicho, medía de arriba á abajo á pasos largos aquella sala, en cuyas paredes estaban suspendidos retratos de familia de diversas generaciones. Cuando se encontraba con la cara casi tocando con la pared, y se volvía, veía al frente un guerrero, antepasado suyo, terror de los enemigos y de sus soldados, de torva mirada, cabellos cortos y erizados, los bigotes retorcidos y terminados en punta, que sobresalían de las mejillas, la barba oblicua; estaba el héroe en pie, con las grebas5, los quijotes, coraza, brazales, manoplas, todo de hierro; con la mano derecha sobre el costado y la izquierda sobre el pomo de la espada. D. Rodrigo lo miraba; y cuando llegaba debajo de él, y daba la vuelta, he aquí que se encontraba enfrente de otro antepasado, magistrado, terror de litigantes y abogados, sentado en un sitial cubierto de rojo terciopelo, envuelto en una ancha y negra toga, todo negro, á excepción de una blanca golilla, dos largas valonas guarnecidas y forradas de piel de marta cibelina (éste era el distintivo de los senadores, y no lo llevaban más que en el invierno, razón por la cual no se hallará jamás un retrato de senador vestido de verano), macilento y con fruncidas cejas; tenía en la mano una súplica, y parecía decir: “Veremos”. Aquí una matrona, terror de sus camareras; allá un abad, terror de sus monjes: toda gente, en suma, que habían causado terror viviendo, y que en el lienzo lo inspiraban todavía.
Á la vista de tales recuerdos, D. Rodrigo se enfurecía más y más, y se avergonzaba, no pudiendo reposar con la idea de que un fraile se hubiese atrevido á presentársele delante con la prosopopeya de Nathan. Formaba un proyecto de venganza, y lo abandonaba; pensaba al mismo tiempo cómo podría satisfacer su pasión, y lo que él llamaba su honor; y tal vez sintiendo retumbar en sus oídos el exordio de la profecía, se le erizaban los cabellos, según comúnmente se dice, y estaba casi dispuesto á renunciar á la idea de sus dos satisfacciones. Finalmente, por hacer algo, llamó á un criado, y le mandó que lo excusase con la reunión, diciéndoles que estaba ocupado en un negocio urgente. Cuando aquél volvió á darle parte de que los señores habían marchado, dejando encargado que le hiciese presente sus respetos,—¿Y el conde Attilio? preguntó D. Rodrigo, siempre paseando.
—Ha salido con los demás caballeros, ilustrísimo señor.
—Está bien: seis personas de séquito para salir á paseo, pronto. La espada, la capa, el sombrero.
El servidor partió, contestando con una inclinación, y poco después volvió trayendo la rica espada, que el señor se ciñó; la capa que se echó sobre los hombros, y el sombrero adornado con grandes plumas, que se encasquetó fieramente, lo cual era señal de borrasca. Se puso en marcha, y en el umbral halló los seis tunantes completamente armados, los cuales formados en ala se inclinaron al pasar, y después echaron á andar tras él. Más feroz, más orgulloso, más altanero que de costumbre, salió y se dirigió paseando hacia Lecco. Los aldeanos, los artesanos, al verlo venir, se retiraban rozando la pared, y le hacían saludos é inclinaciones profundas, á las cuales no contestaba. Como inferiores se inclinaban aun aquéllos que para los otros eran llamados señores; porque en todo aquel país, á mil millas en contorno, no había ninguno que pudiese competir con él en nombre, en riquezas, y en lo que tenía relación con la voluntad de servirse de todo esto, para permanecer siempre sobre los demás; á éstos les correspondía con altanera dignidad. Cuando sucedía que se encontraba con el señor castellano español (este día no aconteció), el saludo era entonces igualmente profundo por ambas partes; en efecto, como entre dos potentados que mutuamente nada se deben, pero que por conveniencia hacen honor al rango el uno del otro.
Para disipar un poco su enojo, y para oponer á la imagen del fraile que asediaba su mente imágenes enteramente diversas, D. Rodrigo entró en una casa, donde iba de ordinario mucha gente, y en la cual fué recibido con aquella cordialidad solícita y respetuosa que está reservada á los hombres que se hacen amar y temer á la vez. Siendo ya muy entrada la noche, se encaminó á su palacio. El conde Attilio había vuelto también en aquel mismo momento, y se sirvió la cena, durante la cual D. Rodrigo estuvo muy pensativo y habló poco.
—Primo, ¿cuándo me pagáis aquella apuesta? dijo con tono malicioso é irónico el conde Attilio, apenas se quitó la mesa y salieron los criados.
—S. Martín no ha pasado aún.
—Tanto valdría que la pagaseis en seguida; porque pasarán todos los santos del calendario antes que...
—Esto es lo que se ha de ver.
—Primo, vos queréis haceros el político; pero yo lo comprendo todo, y estoy tan cierto de haberos ganado la apuesta, que vuelvo á estar dispuesto á hacer otra.
—Veamos, ¿cuál?
—Que el padre... el padre... qué se yo; que el fraile, en fin, os ha convertido.
—He aquí ciertamente una de vuestras ideas.
—Convertido, primo, convertido; yo lo digo. Por mí, me alegro. ¿Sabéis que será un bello espectáculo el veros todo compungido y con los ojos bajos? ¡Qué gloria para ese padre! ¡Qué satisfecho y envanecido habrá vuelto á su convento! No son peces que se pillan todos los días, ni con todas las redes. Estad seguro que os citará como un ejemplo; y cuando vaya á alguna misión un poco lejos, hablará de vuestros hechos. ¡Me parece oirlo! Y aquí, hablando con la nariz, y acompañando la palabra con ademanes burlescos, continuó con el tono de un predicador: “En cierta parte de este mundo, que por dichos respetos no nombro, vivía, carísimos oyentes míos, y vive todavía, un caballero libertino, más amigo de las muchachas que de los hombres de bien; el cual, avezado á hacer un haz de todas yerbas, había puesto los ojos...”.
—Basta, basta, interrumpió D. Rodrigo medio risueño, y medio enojado. Si queréis doblar la apuesta, estoy pronto á ello.
—¡Diablo! ¿habréis vos acaso convertido al padre?
—No me habléis de él; y en cuanto á la apuesta, S. Martín decidirá. La curiosidad del conde estaba excitada; no perdonó ninguna clase de preguntas; pero D. Rodrigo las supo eludir, remitiéndose siempre al día de la decisión, y no queriendo comunicar á la parte contraria designios que no estaban ejecutados, ni aun enteramente resueltos.
Á la mañana siguiente, D. Rodrigo despertó tal cual era. La aprehensión que aquellas palabras vendrá un día le habían infundido, se desvaneció del todo con los sueños de la noche, y sólo le quedaba la rabia, exacerbada por la vergüenza de aquella debilidad pasajera. Las imágenes más recientes del paseo triunfal, de los saludos, de las buenas acogidas, y el sermón de su primo, habían contribuido no poco á hacerle recobrar su antiguo ánimo. Apenas se hubo levantado, hizo llamar al Griso. “Cosas grandes ocurren”, dijo aparte el criado, á quien fué dada la orden; porque el hombre que llevaba aquel apodo no era nada menos que el jefe de los bravos, al cual estaban confiadas las empresas más arriesgadas y más temerarias, de quien el noble confiaba enteramente, como que el hombre era todo suyo por gratitud é interés. Después de haber cometido un asesinato de día y públicamente, se encaminó á implorar la protección de D. Rodrigo; y éste, haciéndole vestir con su librea, lo puso á cubierto de las pesquisas de la justicia. Así, encargándose de perpetrar todos los delitos que le fuesen ordenados, él se había asegurado la impunidad del primero. Para D. Rodrigo, la adquisición no había sido de poca importancia; porque el Griso, además de ser, sin comparación, el más valiente de la cuadrilla, era también una prueba manifiesta de que su amo había podido barrenar felizmente las leyes; de suerte que su poder se engrandeció en el hecho y en la opinión.
—¡Griso! dijo D. Rodrigo, en esta coyuntura se verá lo que tú vales. Antes de mañana la Lucía debe hallarse en este palacio.
—No se dirá jamás que el Griso se haya apartado de las órdenes de su ilustrísimo amo y señor.
—Toma cuantos hombres te sean necesarios, manda y dispón como mejor te parezca, á fin de que la cosa tenga un buen resultado. Mas procura sobre todo que no se la cause ningún daño.
—Señor, un poco de miedo para que ella no haga demasiado ruido... no se podrá menos.
—Miedo... entiendo... esto es inevitable. Pero que no se la toque un solo cabello, y sobre todo que se la respete de todos modos. ¿Has entendido?
—Señor, no se puede separar una flor de la planta y traerla á vuestra señoría sin tocarla. Pero no se hará más que lo puramente necesario...
—Bajo tu propia seguridad. Y... ¿cómo lo harás?
—Eso estaba pensando, señor. Somos dichosos en que la casa esté en un extremo del pueblo. Tenemos precisión de buscar un sitio donde apostarnos, y justamente á poca distancia de allí se encuentra aquel caserón deshabitado y solo en medio de los campos, aquella casa... vuestra señoría no tendrá noticia de estas cosas... una casa que se quemó pocos años hace, no han tenido dinero para repararla y la han abandonado; y ahora se juntan allí las brujas; mas hoy no es sábado, y yo me río de todo. Esos villanos, que son tan supersticiosos, no se atreverían á pasar ninguna noche de la semana por todo el oro del mundo; así que, podemos ir á colocarnos á dicho sitio, con la seguridad de que nadie se acercará á interrumpirnos.
—Está bien; ¿y luego?
Aquí el Griso se puso á proponer y D. Rodrigo á discutir, hasta que de acuerdo hubieron concertado la manera de dar fin á la empresa, sin que quedaran las huellas de los autores; en seguida el modo de dirigir las sospechas hacia otro lado por medio de falsos indicios; imponer silencio á la pobre Inés; infundir á Renzo un miedo tal, que le quitase la pesadumbre, la idea de recurrir á la justicia y también la voluntad de quejarse; y por último, todas las maldades necesarias para la consecución de lo principal. Nosotros dejamos de referir esa multitud de tramas que no son indispensables para la inteligencia de la historia. Bastará decir que mientras el Griso iba á poner los proyectos en ejecución, D. Rodrigo le volvió á llamar y le dijo: “Si por acaso aquel temerario villano esta tarde sacase las uñas contra vosotros, no será malo que le deis anticipadamente una buena paliza por vía de recuerdo. Así, la orden que se le intimará mañana, de que se esté quieto, surtirá un efecto más seguro. Mas no vayáis á buscarlo, para no echar á perder lo que más importa. ¿Me has entendido?”.
—Dejadlo á mi cuidado, contestó el Griso, inclinándose con un aire obsequioso y de jactancia, después de lo cual partió. La mañana se pasó en dar vueltas, con el objeto de reconocer el terreno. Aquel falso pordiosero que se había introducido de tal suerte en la pobre casita, no era otro que el Griso, el cual iba con un golpe de vista á levantar el plano; los mentados viajeros eran sus tunantes, á los cuales para obrar bajo sus órdenes bastaba tener un conocimiento muy superficial del lugar. Una vez hecha la descubierta, no se habían dejado ver más, para no dar que sospechar.
Luego que volvieron todos al palacio, el Griso echó sus cuentas, fijó definitivamente el proyecto de la empresa, asignó la gente y dió las instrucciones. Todo esto no se pudo hacer sin que aquel viejo servidor (que el lector conoce ya) que estaba con los ojos abiertos y el oído alerta, se apercibiese de que se maquinaba algo grande. Á fuerza de estar atento y de preguntar, cogiendo una noticia de aquí, otra media de allá, comentando entre sí una palabra oscura, interpretando una salida misteriosa; tanto hizo, que al fin vino á sacar en claro lo que debía tener lugar aquella noche. Mas cuando lo hubo conseguido, ella estaba ya muy próxima, y ya una pequeña vanguardia de bravos había ido á emboscarse al arruinado caserón. El pobre viejo, aunque conociese bien á qué juego tan peligroso jugaba y tuviese también miedo de llevar el socorro á tiempo, no quiso sin embargo faltar. Salió con el pretexto de tomar aire, y se encaminó con la mayor precipitación al convento, para dar al padre Cristóbal el aviso prometido. Poco después, los demás bravos se pusieron en movimiento y salieron separadamente uno después de otro, para no dar á conocer que iban juntos. El Griso siguió luego, y no quedó dentro más que una litera, la cual debía ser conducida al caserón, entrada ya la noche, como así se verificó. Reunidos que fueron en aquel sitio, el Griso despachó tres de los suyos á la hostería del lugar, ordenando que uno de ellos se pusiese en la puerta para observar lo que ocurriese en la calle, y ver cuándo todos los habitantes se hubiesen retirado; los otros dos que permaneciesen dentro jugando y bebiendo, como aficionados, y estuviesen entretanto espiando, si algo había que fuese digno de espiar. Él, con el resto de la tropa, quedó en acecho esperando la ocasión.
El pobre viejo trotaba aún; los tres exploradores llegaron á su puesto; el sol se iba á poner, cuando Renzo entró en casa de las mujeres y dijo: “Tonio y Gervasio me aguardan fuera; voy con ellos á la hostería á comer un bocado, y al toque del Avemaría vendremos á buscaros. Vamos, ¡valor, Lucía, no depende todo más que de un momento!”. Lucía suspiró y repitió: “¡Oh! ¡sí, sí, valor!” con una voz que desmentía sus palabras.
Cuando Renzo y los dos compañeros llegaron á la hostería, se encontraron el susodicho ya plantado de centinela, que obstruía la mitad de la entrada, con la espalda apoyada sobre el pie derecho de la puerta, los brazos cruzados sobre el pecho, miraba y remiraba á derecha é izquierda, haciendo brillar tan pronto lo blanco como lo negro de sus dos ojos de ave de rapiña. Una gorra plana de terciopelo carmesí, puesta de medio lado, cubría la mitad del ciuffo, el cual dividiéndose sobre una frente morena daba vueltas por una parte y por otra, y terminaba en trenzas sujetas con un peinecillo sobre la nuca. Sostenía en su mano una gruesa estaca; armas verdaderamente no llevaba á la vista; mas cualquiera que le hubiese mirado tan sólo á la cara, aunque fuese un niño, habría juzgado que debía tener tantas escondidas, cuantas podían colocarse debajo de sus vestidos.
Cuando Renzo, que iba delante de sus dos compañeros, fué á entrar, aquél sin incomodarse le miró muy fijamente; pero el joven, procurando esquivar toda disputa, como sucede al que tiene una empresa escabrosa entre manos, no manifestó apercibirlo, ni tampoco dijo: “Haceos á un lado”; y rozando con el otro pie derecho, pasó de lado por la abertura que dejaba aquella cariátide. Los dos compañeros debían hacer la misma evolución si querían entrar. Una vez dentro, vieron á los otros, cuyas voces habían oído ya; esto es, los dos bribones que sentados á la esquina de la mesa, jugaban á la morra gritando los dos á la vez (pues así lo requiere el juego), y echándose ya el uno ya el otro de beber con un gran frasco que tenían en medio. Éstos, sin embargo, miraron fijamente á los recién llegados; y uno de ellos, especialmente, teniendo una mano en el aire, con tres dedos tendidos y separados, y con la boca abierta todavía por un gran “seis” que había pronunciado en aquel momento, miró á Renzo de pies á cabeza; después dió de ojo al compañero, y en seguida al de la puerta, que contestó con un signo de cabeza. Renzo, sospechoso é incierto, miraba á sus dos convidados como si quisiese buscar en su semblante una interpretación de todas aquellas señales; mas sus rostros no indicaban otra cosa que un buen apetito. El dueño de la hostería le miraba también como para esperar órdenes: aquél lo hizo ir consigo á una estancia próxima, y le ordenó que trajera la cena.
—¿Quiénes son aquellos forasteros? le preguntó luego en voz baja, cuando aquél volvió con unos gruesos manteles debajo del brazo y una botella en la mano.
—No los conozco, repuso el huésped, desplegando los citados manteles.
—¡Cómo! ¿ni siquiera á uno?
—Vos sabéis muy bien, respondió aquél, tendiendo los manteles sobre la mesa, que la primera regla de nuestro oficio es el no ocuparnos de los negocios de otros, tanto, que hasta nuestras mujeres no son curiosas. Estaríamos frescos con tanta gente que va y viene; esto es siempre un puerto de mar, cuando el año es bueno, quiero decir; mas estemos alegres, que el buen tiempo volverá. Á nosotros nos basta que los parroquianos sean gente de bien; poco nos importa el que sean esto ó lo otro. Entretanto, voy á traeros un famoso plato de polpette como jamás las habréis comido.
—¿Cómo podéis saber?... replicó Renzo. Mas el huésped en dirección ya de la cocina, siguió su camino. Mientras tomaba la cacerola de polpette que acabamos de decir, se le acercó poquito á poco aquel bravo que había mirado á nuestro joven, y le dijo á media voz: “¿Quién es esa buena gente?”.
—Son hombres honrados, de aquí, del pueblo, repuso el huésped echando las polpette en un plato.
—Está bien; ¿pero cómo se llaman? ¿quiénes son? insistió aquél con la voz un tanto áspera.
—El uno se llama Renzo, respondió el huésped, pero en voz baja: un buen muchacho regularmente establecido; hilador de seda, que sabe bien su oficio. El otro es un aldeano llamado Tonio, buen compañero, alegre convidado; siendo una lástima que tenga poco dinero, porque todo lo gastaría aquí. El tercero es un bendito que come voluntariamente cuanto le dan. Con vuestro permiso...
Y de un salto abandonó la hornilla y al interrogante, y se dirigió á llevar el plato para quien estaba destinado.
—¿Cómo podéis saber, replicó Renzo, cuando lo vió aparecer de nuevo, que sea buena gente, si no los conocéis?
—Por sus acciones, querido amigo; el hombre se conoce por sus acciones. Los que beben el vino sin criticar, que pagan al contado sin regatear, que no arman camorra con los demás parroquianos, y que si tienen que dar alguna cuchillada á alguno lo van á esperar fuera y lejos de la hostería, de modo que el infeliz huésped no se comprometa jamás, éstos son aquellos á quienes yo llamo buena gente. Por lo tanto, podemos conocer la gente honrada, como nos conocemos nosotros cuatro, y mejor. ¿Y qué diablo de capricho tenéis en querer saber tantas cosas, cuando sois novio y debéis tener otras tantas en la cabeza? ¡Y delante estas polpette que harían resucitar á un muerto! Dicho esto, se volvió á la cocina.
Nuestro autor, observando la diversa manera que tenía el dueño de la hostería de satisfacer á las preguntas, dice que era un hombre por ese estilo; que en todos sus discursos hacía profesión de ser muy amigo de los hombres honrados en general; pero en la práctica, usaba de una complacencia mucho mayor con aquéllos que tenían reputación ó apariencia de bribones. ¡Qué carácter tan singular!
La cena no fué muy alegre. Los dos convidados hubieran querido saborear con toda comodidad; pero el que convidaba, preocupado con lo que ya sabe el lector, fastidiado y aun inquieto del extraño continente de aquellos desconocidos, no veía otra cosa más que el momento de poder salir de allí. Se hablaba á media voz á causa de ellos; y aun esto eran palabras truncadas y sin sentido.
—¡Qué bella cosa, se le escapó decir á Gervasio, que Renzo quiera tomar mujer y que tenga necesidad!... Renzo tomó un aspecto severo. “¡Quieres callarte, animal!”, le dijo Tonio, acompañando el epíteto con un codazo. La conversación fué languideciendo hasta el fin. Renzo, habiendo sido muy parco, tanto en el comer como en el beber, tuvo cuidado en dar de beber con discreción á los dos testigos, con el objeto de inspirarles un poco de brío sin hacerles perder la razón. Levantada ya la mesa, pagada la cuenta del gasto que habían hecho, se vieron obligados á pasar de nuevo los tres por delante de aquellas figuras, que se volvieron todos hacia Renzo, como la primera vez. Cuando habiendo dado algunos pasos fuera de la hostería, miró tras de sí y vió que los dos que había dejado sentados en la cocina le seguían, entonces se paró con sus dos compañeros, como si quisiese decir: “Veamos lo que querrán de mí esas gentes”. Mas cuando los dos se apercibieron de que eran observados, se pararon también, hablaron en voz baja, y se volvieron. Si Renzo hubiese estado bastante cerca para oir sus palabras, le hubieran parecido muy extrañas.—Sería, sin embargo, un grande honor, sin contar el provecho, decía uno de los malandrines, si al volver al palacio pudiésemos contar el haberle medido las espaldas por nosotros mismos, sin que el Sr. Griso haya venido á arreglarlo.
—¡Y echar á perder el negocio principal! dijo el otro. He aquí que él ha conocido algo; ved cómo se para á mirarnos. ¡Oh, si fuese más tarde! Volvámonos para no dar sospechas. Mirad que viene gente por todas partes; dejemos ir las gallinas todas al gallinero.
Efectivamente, se percibía aquel bullicio, aquel rumor que se deja oir al anochecer en una población, y que momentos después hace lugar al solemne silencio de la noche. Las mujeres llegaban del campo llevando sobre su cuello á los tiernos niños y conduciendo de la mano á los mayorcitos, á los cuales hacían repetir las oraciones de la tarde; los hombres venían con las palas y los azadones al hombro. Al abrirse las puertas, se veían lucir aquí y allá los fuegos encendidos para preparar las frugales cenas; oíanse en la calle cambiarse los saludos, y de cuando en cuando alguna que otra palabra sobre la escasez de la cosecha y sobre la miseria del año; además de aquellas conversaciones, se oía también el tañido mesurado y sonoro de la campana que anunciaba la conclusión del día. Cuando Renzo vió que los dos indiscretos se habían retirado, continuó su camino en la oscuridad, que á cada paso se iba aumentando, haciendo ya una ya otra advertencia á los dos hermanos. Era ya enteramente de noche cuando llegaron á la morada de Lucía.
Entre la primera idea de una empresa terrible y su ejecución, el intervalo es un sueño lleno de fantasmas y de temores. Lucía yacía después de algunas horas en las angustias de un sueño semejante; é Inés, Inés misma, autora del consejo, estaba muy pensativa, y apenas encontraba palabras para animar á su hija. Pero en el momento de despertarse, esto es, en el momento en que es necesario obrar, el ánimo se encuentra enteramente mudado. Al terror y al valor que se disputaban vuestro corazón, sucede otro temor y otro valor; la empresa se presenta á la mente como una nueva aparición: lo que primeramente asustaba más, parece á veces que viene á ser mas fácil en un momento; otras, el obstáculo que apenas se había percibido toma colosales dimensiones, la imaginación retrocede espantada, los miembros parece que rehúsan obedecer, y el corazón falta á las promesas que había hecho con la mayor seguridad. Al humilde llamar de Renzo, Lucía fué asaltada de un terror tan grande, que resolvió en aquel momento el sufrirlo todo, el estar siempre separada de él más bien que seguir aquella resolución; mas cuando aquél se dejó ver y dijo: “Ya están aquí, partamos”; cuando todos se mostraron prontos á echar á andar sin titubear, como quien va á una cosa establecida ya de antemano é irrevocable, Lucía no tuvo tiempo ni fuerzas para oponer alguna dificultad, y como arrastrada cogió temblando un brazo de su madre y otro de su prometido, y se puso en marcha con la arriesgada compañía.
Poquito á poco y guardando el más profundo silencio, en medio de la oscuridad, con pasos mesurados, salieron de la casita y tomaron el camino que conducía fuera del pueblo. Lo más corto hubiera sido el atravesarlo, pues así hubieran ido directamente á la casa de D. Abundio; mas escogieron dicho camino con el objeto de no ser vistos. Por pequeños senderos, atravesando huertas y campos, llegaron cerca de la expresada casa, y allí se separaron.
Los dos novios permanecieron ocultos detrás del ángulo que formaba aquélla; Inés con ellos, pero un poco más adelante, á fin de correr con tiempo al encuentro de Perpetua y hacerse dueña de ella; Tonio, con el imbécil Gervasio, que nada sabía hacer por sí solo, y sin el cual tampoco nada se podía hacer, se presentaron valerosamente á la puerta y llamaron.
—¿Quién es á estas horas? gritó una voz desde la ventana, que se abrió en aquel momento. Enfermos no hay, á lo menos que yo sepa. ¿Habrá acaso sucedido alguna desgracia?
—Soy yo, respondió Tonio, con mi hermano, que tenemos precisión de hablar al señor cura.
—¿Es ésta una hora regular? dijo bruscamente Perpetua. ¡Qué discreción! Volved mañana.
—Escuchad: volveré ó no volveré; he recogido cierto dinero, y vengo á saldar aquella cuentecilla que sabéis: tenía aquí veinticinco hermosas monedas, todas ellas nuevas; mas si no se puede, paciencia; ya sé cómo gastarlas, y volveré cuando haya juntado otras tantas.
—Aguardad, aguardad; voy y vuelvo. Mas, ¿por qué venís á esta hora?
—Las he recibido poco hace, y he pensado, como os digo, que si ellas han de dormir conmigo, no sé de qué parecer seré mañana. Mas si no os agrada la hora, no sé qué decir: por mí, estoy aquí, y si no queréis, me voy.
—No, no, aguardad un instante; vuelvo con la respuesta.
Dicho esto, cerró la ventana. En seguida Inés se separó de los novios, y dijo en voz baja á Lucía: ¡Ánimo! esto no es más que un momento, como sacarse un diente. En seguida fué á reunirse con los dos hermanos que permanecían delante la puerta, y se puso á conversar con Tonio; de modo que Perpetua, yendo á abrir, pudiese creer que pasaba por casualidad y que Tonio la había entretenido un momento.