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CAPÍTULO CUARTO
ОглавлениеEl sol no había aparecido aún enteramente sobre el horizonte, cuando el padre Cristóbal salió de su convento de Pescarenico para ir á la casita donde era esperado. Es Pescarenico un lugarcillo asentado en la orilla izquierda del Adda, ó por mejor decir, del lago, un poco más abajo del puente; componen dicho lugarcillo un pequeño grupo de cabañas, habitadas la mayor parte por pescadores, y adornadas acá y allá de tresmallos y redes tendidas con el objeto de secarse. El convento estaba situado (y el edificio subsiste todavía) en las afueras del lugar, y la fachada caía en medio del camino que de Lecco conduce á Bérgamo. El cielo se veía completamente despejado. Á medida que el sol se elevaba detrás de las montañas, se veía su luz descender rápidamente desde las cimas de los opuestos montes y esparcirse por las pendientes y por los valles: un vientecillo de otoño, desprendiendo de las ramas del moral las hojas secas, las hacía caer á algunos pasos distantes del árbol; á derecha é izquierda en las viñas, sus rayos, aún oblicuos, brillaban en los pámpanos enrojecidos con variadas tintas, y la tierra recién labrada se destacaba oscura y se percibía distintamente entre los campos cubiertos de rastrojo, blanquecino y brillante, á causa del rocío. La escena era risueña; mas toda figura de hombre que en ella aparecía, entristecía la vista y el pensamiento. Á cada instante se encontraban andrajosos y macilentos mendigos envejecidos en el oficio ó lanzados en aquel entonces por necesidad á tender la mano. Pasaban silenciosos por el lado del padre Cristóbal, lo miraban con semblante propio para excitar compasión, y bien que no tuviesen nada que esperar de él, ya que un capuchino no tocaba jamás moneda, le hacían un saludo de agradecimiento por la limosna que habían recibido ó que iban á buscar al convento. El espectáculo de los labradores esparcidos por los campos, tenía cierta cosa de más doloroso aún. Los unos iban echando la simiente en pequeña cantidad, con economía, y como de mala gana, como el que arriesga una cosa de la cual tiene mucha necesidad; los otros manejaban el azadón con dificultad, y revolvían con disgusto los terrones. La pequeña niña, pálida y descarnada, arrastrando al pasto por medio de una pequeña cuerda á la escuálida vaca, cuyas ubres se veían secas del todo, miraba atentamente y se bajaba á toda prisa, á fin de recoger para que sirviese de alimento á su familia algunas yerbas, con las cuales el hambre le había enseñado que los hombres podían aún mantenerse. Tales objetos aumentaban á cada paso la melancolía del padre, el cual caminaba ya con el triste pensamiento de que iba á oir alguna desgracia.
Mas, ¿por qué se inquietaba tanto en favor de Lucía, y por qué al primer aviso había andado con tanta solicitud como á una llamada del padre provincial? ¿Quién era, pues, ese padre Cristóbal? Es necesario satisfacer á todas estas preguntas. El padre Cristóbal de *** era un hombre más próximo á los sesenta que á los cincuenta años. Su cabeza afeitada, á excepción del cerquillo que la rodeaba, según el rito de los capuchinos, se elevaba de tiempo en tiempo, con un movimiento que dejaba traslucir un cierto no sé qué de altivo é inquieto, y de súbito se bajaba por reflexión de humildad. La larga y blanca barba que cubría sus mejillas y demás partes de la cara, hacía resaltar más todavía las formas relevantes de la parte superior del rostro, á las cuales una abstinencia ya de mucho tiempo habitual, había añadido más gravedad á su expresión que había quitado. Sus ojos hundidos estaban casi siempre inclinados al suelo; pero algunas veces despedían fulgores con repentina vivacidad, á la manera que dos fogosos caballos conducidos por la experta mano de un cochero, á la cual saben por experiencia que no pueden vencer, y que sin embargo, dan de vez en cuando algunos botes, que reprimen al momento con una buena sacudida del freno.
El padre Cristóbal no había sido siempre así, ni siempre se había llamado Cristóbal: su nombre de pila era Ludovico. Era hijo de un mercader de *** (estos asteriscos3 provienen todos de la circunspección de nuestro anónimo), que en sus últimos años, hallándose bastante rico y con un solo hijo, había renunciado al tráfico, y se había entregado á vivir como un noble.
En su nueva ociosidad empezó á sentir interiormente una gran vergüenza por todo el tiempo que había gastado en hacer algo en este mundo. Dominado por semejante capricho, estudiaba todas las maneras de hacer olvidar á los demás que había sido mercader, y aun él mismo habría querido olvidarlo. Mas la tienda, los fardos, los libros de cuentas y la vara, se le presentaban siempre á la imaginación, como la sombra de Banquo á Macbeth, aun en medio del fausto de los espléndidos banquetes y de las sonrisas de los parásitos. Es difícil expresar el cuidado que pondrían estos infelices para esquivar toda palabra que pudiese parecer alusiva á la antigua condición del que los convidaba. Un día, para citar no más que un ejemplo, un día, pues, ya al fin de la comida, en los momentos de la más viva y cordial alegría, en los cuales no se habría podido decir quiénes eran los que más gozaban, si la compañía desocupando platos ó el amo de la casa haciéndolos servir; éste daba una broma con un tono de superioridad amistosa á uno de sus comensales, el más honrado comedor del mundo, el cual para corresponder á la chanza sin la más mínima sombra de malicia y con el candor propio de un tierno niño, repuso: “¡Bah!, yo hago oídos de mercader”. En el instante de notar este mismo que semejante palabra había salido de su boca, miró con semblante incierto al rostro del dueño, el cual también se había oscurecido: el uno y el otro hubieran querido volver á recobrar su primitivo reposo; mas no era posible. Los demás convidados pensaban, cada uno de por sí, el modo de calmar aquel escándalo é inventar alguna diversión; mas pensando callaban, y el silencio ponía el escándalo más de manifiesto. Cada uno evitaba el encontrar sus ojos con los de los otros; todos ellos sabían que cada uno estaba preocupado con la idea que querían disimular. Lo que es la alegría, por aquel día desapareció, y el imprudente, ó para hablar con más justicia el desgraciado, no recibió ninguna otra invitación. Así, el padre de Ludovico pasó los últimos años de su vida en continuas angustias, temiendo siempre el ser escarnecido, y no reflexionando jamás que el vender no es una cosa más ridícula que el comprar, y que aquella profesión de la cual entonces se avergonzaba, habíala sin embargo ejercido por espacio de tantos años públicamente y sin remordimientos. Hizo educar el hijo noblemente, según las costumbres de la época y tanto como se lo permitían las leyes y usos; dióle maestros de bellas letras y de equitación, y murió dejándole rico y joven.
Ludovico había contraído todos los hábitos de caballero; y sus aduladores, entre los cuales se había nutrido, le habían acostumbrado á ser tratado con mucho respeto. Mas cuando quiso mezclarse con los principales de su pueblo, encontró un orden de cosas bien diferente de aquel á que estaba acostumbrado. Vió que para vivir en su compañía, como hubiera deseado, le era indispensable hacer un nuevo estudio de paciencia y sumisión, permanecer siempre humillado, y estar á cada momento sufriendo con resignación. Semejante género de vida no estaba acorde, ni con la educación, ni con el natural de Ludovico. Se alejó de ellos despechado, aunque al mismo tiempo con pesar, porque le parecía que verdaderamente habrían debido ser sus compañeros, sólo que los hubiera querido más tratables. Con esta mezcla de rencor é inclinación, no pudiendo acompañarlos familiarmente y queriendo, sin embargo, parecerse en cierto modo, se había dado á competir con ellos en lujo y magnificencia, captándose de este modo las enemistades, las envidias y el ridículo. Su índole pacífica, á la par que violenta, le había empeñado más de una vez en debates muy serios. Sentía un horror espontáneo y sincero por los agravios é injurias, horror vuelto más vivo en él por la cualidad de las personas que con más frecuencia los cometían, que eran justamente aquellas con quienes más aborrecimiento tenía. Para aquietar ó para concentrar todas estas pasiones en una sola, tomaba voluntariamente el partido del débil oprimido, se empeñaba en ser desfacedor de entuertos, se entrometía en una querella, y se atraía encima otra nueva, de tal modo, que poco á poco vino á constituirse el protector de los oprimidos y el vengador de los agraviados. La empresa era grave, y no hay que preguntar si el pobre Ludovico tendría enemigos, cuidados é inquietudes. Además de esta guerra exterior, se veía después continuamente agitado por combates interiores, porque para salir bien de una intriga (sin hablar de aquellas en que quedaba debajo), debía emplear astucias y violencias que su conciencia de ningún modo podía aprobar. Era preciso que tuviese á su rededor un buen número de matones; y tanto por seguridad propia, cuanto por tener un auxilio más vigoroso, debía escoger á los más temerarios, esto es, á los más malvados, y vivir con los bribones por causa de la justicia; tanto que, más de una vez, desanimado por el mal éxito de una empresa, inquieto por un peligro inminente, fastidiado de tener que estar continuamente en guardia, disgustado con la gente que le acompañaba por necesidad, pensando en el porvenir, y que su fortuna iba disminuyendo de día en día con las buenas obras y entre la bravería, más de una vez le había venido á la imaginación el hacerse fraile, porque en aquella época era el medio más común para salir de apuros. Pero esto, que hubiera sido acaso no más que un pensamiento toda su vida, se cambió en una firme resolución á causa de un accidente, el más serio que hasta entonces le hubiese podido sobrevenir.
Iba cierto día por una calle de su pueblo natal seguido de dos bravos y acompañado de un tal Cristóbal, en otro tiempo mancebo de la tienda, y cerrada ésta transformado en mayordomo de la casa. Era éste un hombre de cerca de cincuenta años, adicto desde su juventud á Ludovico, al cual había visto nacer, y que entre el salario y los regalos le daba no sólo para vivir, sino también para mantener y sustentar una numerosa familia. Ludovico vió aparecer á lo lejos un señor como él, arrogante y protector de profesión, á quien jamás en su vida había hablado, pero que sin embargo cordialmente detestaba, y el cual le pagaba generosamente en la misma moneda; porque es una de las ventajas que ofrece este mundo, la de poder odiar y ser odiado sin conocerse. Dicho señor, seguido de cuatro bravos, avanzaba en línea recta con paso orgulloso, levantada la cabeza y marcando en sus labios la mayor insolencia y el más profundo desprecio. Ambos caminaban rozándose con la pared; mas Ludovico (nótese bien esto), la tocaba con el lado derecho, y esto, según una costumbre, le daba el derecho de no separarse de dicha pared para dar paso á cualquiera que fuese, cosa de la cual se hacía entonces mucho caso. El otro pretendía por el contrario, que el derecho le competía á él como noble, y que á Ludovico le tocaba ir por el medio, y todo esto en virtud de otra costumbre. Aunque en esto como en muchas otras cosas estaban en vigor dos costumbres contrarias, sin que se hubiese decidido cuál de las dos fuese la buena, lo cual daba ocasión de que se armara una riña cada vez que un cabeza dura tropezase con otra del mismo temple. Nuestros dos hombres marchaban á encontrarse arrimados á la pared, como dos figuras movibles de bajorrelieve. Cuando estuvieron ya cara á cara, el tal señor, midiendo á Ludovico con altanería desde la cabeza á los pies con mirada torva é imperiosa, le dijo en un tono de voz correspondiente: “Paso”.
—Paso, repuso Ludovico, llevo la derecha.
—Con gentes como vos é iguales vuestros, siempre la llevo yo.
—Si la arrogancia de los vuestros fuese una ley para los míos...
Los bravos del uno y del otro bando, permanecían como clavados, cada uno detrás de su amo, mirándose de reojo, con las manos puestas en las dagas y preparados al combate. La gente que llegaba ya por un lado, ya por otro, se mantenía á cierta distancia para observar el suceso, y la presencia de estos espectadores animaba siempre más el amor propio de los contendientes.
—Al arroyo, artesano vil, ó yo te enseñaré del modo que se trata á los nobles.
—Vos mentís llamándome vil.
—Tú eres el que mientes, diciendo que yo he mentido. (Esta respuesta era de pragmática.) Y si tú fueses caballero como yo, añadió el señor, te haría ver con la espada que tú has sido el que has mentido.
—He aquí un buen pretexto para dispensarse de sostener con hechos la insolencia de vuestras palabras.
—Arrojad al fango á ese bribón, dijo el noble volviéndose á los suyos.
—¡Veámoslo! dijo Ludovico, dando de pronto un paso atrás y echando mano á la espada.
—¡Temerario! gritó el otro desenvainando la suya; la haré mil pedazos cuando esté manchada con tu vil sangre.
En esto se lanzaron uno hacia otro; los servidores de ambas partes se arrojaron á la defensa de sus respectivos dueños. El combate era desigual, ya por el número, ya porque Ludovico trataba más bien de parar los golpes y desarmar al enemigo que de matarlo; pero éste quería su muerte á toda costa. Ludovico había ya recibido en el brazo izquierdo una puñalada dada por un bravo, y un ligero rasguño en una mejilla; su principal adversario se lanzaba con furia sobre él con el objeto de concluir de una vez, cuando Cristóbal, viendo á su señor en tan extremado peligro, fué con el puñal á coger al noble por detrás. Éste volvió toda su ira contra aquél, y le pasó de parte á parte con su espada. Al ver Ludovico aquello, se puso fuera de sí, y hundió la suya en el vientre del provocador, el cual cayó moribundo casi al mismo tiempo que el pobre Cristóbal. Los bravos del noble, viendo que todo estaba concluido, emprendieron la fuga en muy mal estado; los de Ludovico, afrentados y acuchillados también, no teniendo ya con quién habérselas, y no queriendo hallarse envueltos por los espectadores que acudían al campo de batalla, se deslizaron por otro lado, y Ludovico se encontró solo, con aquellos dos funestos compañeros á sus pies, en medio de una muchedumbre inmensa.
—¿Cómo ha sido esto?—Es uno.—Son dos.—Le ha hecho un ojal en el vientre.—¿Quién ha sido muerto?—El prepotente.—¡Oh, Santa María, qué fracaso!—Quien busca halla.—Una las paga todas.—También él ha tenido su fin.—¡Qué golpe!—¡Esto es un negocio muy serio!—¿Y aquel otro desgraciado?—¡Misericordia, qué espectáculo!—¡Salvadlo, salvadlo!—¡También está bien aviado!—¡Miradlo qué maltrado; arroja sangre por todas partes!—Escapaos, escapaos; no os dejéis prender.
Estas palabras, que dominaban todas las demás y se oían á través del confuso ruido de la muchedumbre, expresaban el voto general, y con el consejo vino en seguida el auxilio. El suceso había tenido lugar muy cerca de una iglesia de capuchinos, asilo, como todos saben, impenetrable en aquella época para los esbirros y á toda aquella reunión de cosas y personas que se llamaba justicia. El asesino fué llevado al convento casi sin sentido por la multitud, y los frailes lo recibieron de las manos del pueblo, que se lo recomendaban diciendo: “Éste es un hombre de bien que ha dado cuenta de un hombre orgulloso y bribón; lo ha hecho en defensa propia y obligado á ello”.
Ludovico hasta entonces no había jamás derramado sangre; y aunque el homicidio fuese en aquellos tiempos una cosa tan común, que los oídos de todos estaban acostumbrados á oirlos referir y los ojos á presenciarlo; sin embargo, la impresión que recibió al ver el hombre muerto por su mano, y el otro muerto también por culpa suya, fué nueva é indecible, fué una revelación de sentimientos aún desconocidos. La caída de su enemigo, la alteración de aquel rostro que pasaba en un momento de la amenaza y del furor al abatimiento y á la solemne calma de la muerte, fué una vista que cambió rápidamente el ánimo del homicida. Arrastrado al convento, no sabía casi en dónde estaba ni lo que se hacía, y cuando volvió en sí se encontró en una cama de la enfermería, en manos del hermano cirujano (los capuchinos tienen ordinariamente uno en cada convento) que ponía hilas y vendaba las dos heridas que había recibido en aquel encuentro.
Un sacerdote, cuyo destino especial era asistir á los moribundos, y el cual había con frecuencia prestado semejantes servicios en las calles, fué llamado con precipitación al lugar del combate. Vuelto pocos minutos después entró en la enfermería, y acercándose al lecho en donde yacía Ludovico, “consolaos, le dijo: á lo menos ha muerto bien, y me ha encargado que le perdonéis, así como también traigo el perdón de su parte para vos”. Estas palabras hicieron volver en sí del todo al pobre Ludovico, y los sentimientos que hasta entonces permanecían confusos y como en tropel en su mente, se le representaron distintamente y con la mayor vivacidad; en efecto, el dolor causado por la pérdida de un amigo, el asombro y el remordimiento del golpe que su mano había descargado, y al mismo tiempo una angustiosa compasión hacia el hombre que había muerto, se revelaron en él enteramente. “¿Y el otro?”, preguntó con ansia al fraile.
—El otro había expirado cuando yo llegué.
Entretanto las avenidas y alrededores del convento hormigueaban de una curiosa muchedumbre; mas habiendo llegado la tropa, hizo dispersar á la multitud y se situó á cierta distancia de la puerta, de tal modo, que nadie pudiese salir del edificio sin ser observado. Un hermano del muerto, dos de sus primos y un anciano tío, fueron armados de pies á cabeza, acompañados de un gran número de bravos, y se pusieron á rondar alrededor del convento, mirando con aire y ademanes de amenazadora cólera á los curiosos que no se atrevían á decirles: “le está muy bien merecido”.
Apenas Ludovico pudo reunir sus ideas, llamó á un confesor y le suplicó que fuese á casa de la viuda de Cristóbal, con el objeto de impetrar en su nombre el perdón de haber sido la causa, aunque ciertamente involuntaria, de aquella desgracia, y que la asegurase al mismo tiempo que tomaba á su cargo toda la familia. Reflexionando luego en su posición, sintió renacer el deseo de hacerse fraile, pensamiento que otras veces había pasado por su imaginación: le pareció que Dios mismo le había colocado en el camino y le había dado una señal de su voluntad haciéndole llegar en aquella coyuntura á un convento, y el partido fué adoptado. Hizo llamar al guardián, y le manifestó su deseo. Éste le respondió que era preciso que se guardase de tomar una resolución precipitada; pero que si persistía, no sería desechada. Entonces mandó á buscar un notario, hizo donación de todo lo que le quedaba (que era todavía un buen patrimonio), á la familia de Cristóbal; dió una suma considerable á la viuda, como para constituirla una segunda dote, y el resto á ocho hijos que Cristóbal había dejado.
La resolución de Ludovico venía muy á propósito para sus huéspedes, los cuales por su causa estaban metidos en una gran intriga. Echarlo del convento y exponerlo de ese modo á las persecuciones de la justicia, ó lo que es igual, á la venganza de sus enemigos, no era partido que mereciese siquiera consultarse; esto hubiera sido lo mismo que renunciar á sus propios privilegios, desacreditar al convento para con el pueblo, atraerse la animadversión de todos los capuchinos del universo por haber dejado violar tan sagrados derechos, y ponerse en pugna abierta con todas las autoridades eclesiásticas, las cuales se consideraban como tutoras del derecho de asilo. Por otra parte, la familia del muerto, bastante poderosa por sí misma y por sus secuaces, trataba de vengarse á toda costa, y declaraba por enemigo á cualquiera que se atreviese á poner algún obstáculo. La historia no dice que aquélla se doliese mucho del difunto, ni menos que hubiese derramado por él una sola lágrima toda la parentela; únicamente dice, que estaban furiosos de no tener entre sus uñas al matador, ya fuese vivo ó muerto. Pero éste, vistiendo el hábito de capuchino, lo componía todo. Hacía en cierto modo una pública retractación, se imponía una penitencia, se confesaba implícitamente culpable, se retiraba de toda contienda; era, en suma, un enemigo que deponía las armas. Los parientes del muerto podían también, si querían, creer ó vanagloriarse de que se había hecho fraile por desesperación ó por miedo de su cólera. De todos modos, reducir á un hombre á despojarse de sus bienes, á afeitarse la cabeza, á caminar con los pies desnudos, á dormir sobre un duro y miserable jergón de paja, á vivir de limosna, podía parecer un castigo suficiente aun al ofendido más orgulloso.
El padre guardián se presentó con una expresiva humildad al hermano del muerto; y después de mil protestas de respeto por su ilustre casa, y del deseo de complacer á ésta en todo lo que fuese posible, habló del arrepentimiento de Ludovico y de su resolución, haciéndole ver con finura que la casa podía estar muy satisfecha, é insinuando luego suavemente y de la manera más diestra, que gustase ó no, las cosas debían ser así. El hermano se deshizo en injurias, y el capuchino dejó pasar la tormenta, diciendo de cuando en cuando: “Es un dolor muy justo”. Manifestó al capuchino que su familia había sabido siempre tomar satisfacción de una ofensa; y éste, aunque pensase de distinto modo, no dijo que no. Finalmente, aquél exigió como una condición que el asesino de su hermano había de salir prontamente de la ciudad. El guardián, que ya había deliberado obrar así, dijo que se haría, dejando que el otro creyera, si esto le complacía, que era un acto de sumisión, quedando todo arreglado de esta manera: contenta la familia de salir de semejante negocio con honor, contentos los frailes que salvaban un hombre y sus privilegios sin acarrearse ningún enemigo, contentos los amantes de las leyes de la caballería de ver terminarse un asunto honrosamente, contento el pueblo que veía fuera de peligro á un hombre que quería y que al mismo tiempo admiraba una conversión; contento finalmente, y más que todos, en medio de su dolor nuestro Ludovico, el cual empezaba una vida de expiación y de servidumbre, que podía, si no reparar, á lo menos redimir la mala acción, y embotar el punzante aguijón de los remordimientos. La idea que su resolución pudiese ser atribuida al miedo, le afligió un momento; pero se consoló bien pronto, pensando que aquella injusta opinión sería un castigo para él, y un medio de expiación. Así, á los treinta años se vistió el hábito de capuchino; y debiendo, según el uso, dejar su nombre para tomar otro, escogió uno que le recordase á todas horas la falta que tenía de expiar, y se puso por nombre Cristóbal.
Apenas la ceremonia de la toma de hábito se hubo concluido, cuando el guardián le intimó la orden de ir á hacer su noviciado á *** distante sesenta millas, y que partiese al otro día por la mañana. El novicio se inclinó profundamente y pidió gracia. “Permitidme, padre, dijo, que antes de partir de esta población, en donde he derramado la sangre de un hombre, donde dejo una familia cruelmente ofendida, que repare al menos su afrenta, que muestre mi pesar de no poder resarcir el daño, pidiendo perdón al hermano del muerto, y acallarle, si Dios bendice mi intención, el rencor de su alma”. Al guardián le pareció que semejante paso, además de ser bueno en sí, serviría siempre para reconciliar más á la familia con el convento, y en su consecuencia se dirigió ansioso á la casa del señor hermano para exponerle la súplica de Fr. Cristóbal. Á una proposición tan inesperada, aquél sintió, á la par que admiración, un arrebato de cólera, pero no sin alguna complacencia. Después de haber reflexionado un instante, “que venga mañana”, dijo, y señaló la hora. El guardián volvió á llevar al novicio tan deseado consentimiento.
El noble pensó de pronto que cuanto más solemne y ruidosa fuese aquella satisfacción, tanto más se aumentaría su crédito para con su familia y para con el público, y sería una bella página en la historia de la misma. Hizo saber apresuradamente á todos los parientes, que al día siguiente, á la hora de medio día, se sirviesen ir á su casa á recibir una satisfacción común. Á la citada hora, el palacio bullía en señores de todas edades y sexos; aquello era un torbellino: la mezcla de grandes capas, de altas plumas, de pendientes durlindanas, el ondulante movimiento de las almidonadas y rizadas gorgueras, y el confuso roce de las adamascadas togas. Las antecámaras, el patio y la calle hormigueaban de criados, pajes, bravos y curiosos. Al ver Fr. Cristóbal aquel aparato, adivinó el motivo y experimentó una ligera turbación; mas después de breves instantes, se dijo: “Está bien hecho, yo lo he matado en público á presencia de un gran número de sus enemigos; aquél fué el escándalo, ésta es la reparación”. Así, con los ojos bajos, con el padre compañero al lado, pasó la puerta de la casa, atravesó el patio entre una multitud que le miraba con una curiosidad poco respetuosa, subió la escalera, y en medio de otra muchedumbre de señores que se formaban en ala á su paso, seguido de cien miradas, llegó á presencia del amo de la casa, el cual, rodeado de los parientes más próximos, permanecía de pie en medio de la estancia, con la mirada fija en el pavimento y la barba levantada, empuñando con la mano izquierda el pomo de la espada, y apretando con la derecha la valona de la capa sobre el pecho.
Hay á veces en el rostro y el continente de un hombre, una expresión tan significativa, que aunque se encuentre en medio de una numerosa multitud de espectadores, todos ellos formarán el mismo juicio sobre los sentimientos que le animan. El semblante y el ademán de Fr. Cristóbal decían claramente á los asistentes, que no se había hecho fraile ni iba á sufrir aquella humillación por humano temor; y esto empezó á reconciliarlo con todos los ánimos. Cuando vió al ofendido aceleró el paso, se hincó de rodillas á sus pies, cruzó las manos sobre el pecho, é inclinando su rapada cabeza, le dijo: “Yo soy el matador de vuestro hermano. ¡Bien sabe Dios que quisiera restituíroslo á costa de mi sangre! mas no pudiendo hacer otra cosa que dar ineficaces y tardías excusas, os suplico que por amor de Dios las aceptéis”. Todos los ojos estaban fijos sobre el novicio y sobre el personaje á quien hablaba; todos los oídos estaban atentos. Cuando Fr. Cristóbal calló, se alzó en el salón un murmullo de piedad y de respeto. El gentilhombre, que permanecía en una actitud de complacencia forzada y de cólera comprimida, se turbó con aquellas palabras; y volviéndose al suplicante: “Alzad, dijo con voz alterada; la ofensa... el hecho, verdaderamente... mas el hábito que lleváis... no sólo esto, sino aun por vos... Alzaos, padre... Mi hermano... no lo puedo negar... era un caballero... era un hombre... un poco impetuoso... un poco vivo. Pero todo sucede por disposición de Dios. No se hable más de ello... Mas, padre mío, no debéis permanecer en esta postura”. Y cogiéndolo por el brazo lo levantó. Fr. Cristóbal, en pie, con la cabeza inclinada, repuso: “¿Puedo yo esperar aún que me concedáis vuestro perdón? Y si lo obtengo de vos, ¿de quién no debo esperarlo? ¡Oh, si yo pudiese oir de vuestra boca la palabra perdón!”. “¿Perdón?, dijo el gentilhombre. Vos no tenéis necesidad de él; mas sin embargo, ya que lo deseáis, ciertamente, sí, yo os perdono de corazón, y todos...”.
—¡Todos, todos! gritaron á una voz los asistentes. El rostro del fraile se iluminó con una alegría de agradecimiento, bajo la cual, sin embargo, se traslucía aún una humilde y profunda compunción del mal que la remisión de los hombres no podía reparar. El gentilhombre, vencido por aquel aspecto, y trasportado por la conmoción general, le echó los brazos al cuello, y le dió y recibió el beso de paz.
Un ¡bravo! ¡bien! resonó por todos los ángulos del salón; todos abandonaron sus puestos, y se apresuraron á rodear al fraile. En el ínterin se presentaron los criados con gran profusión de refrescos. El gentilhombre se acercó á nuestro Cristóbal, el cual demostraba quererse retirar y le dijo: “Padre, aceptad algún refrigerio, dadme esta prueba de amistad”. Y se puso á servirle antes que á todos los demás; mas Cristóbal retirándose con cierta cordial resistencia, dijo: “Estas cosas no están hechas para mí; pero no seré yo quien rechace jamás vuestros dones. Voy á ponerme en camino; dignaos hacerme traer un pan, para que pueda decir que he disfrutado de vuestra caridad, que he comido de vuestro pan, y he obtenido una señal de vuestro perdón”. El noble, conmovido, ordenó que así se hiciera; y vino en seguida un mayordomo, vestido de gran gala, trayendo un pan sobre una fuente de plata; y se lo presentó al padre, el cual habiéndolo tomado, y dado las gracias, lo metió en las alforjas. Después de pedir permiso, y de haber abrazado de nuevo al señor de la casa, y á todos aquellos que hallándose cerca de él pudieron aprovechar un momento, se libró de semejante peso; tuvo que luchar en las antecámaras para deshacerse de los criados, y aun de los bravos mismos, que le besaban el extremo del hábito, el cordón y la capucha; y se encontró en la calle, llevado como en triunfo, y acompañado de una multitud de pueblo, hasta una de las puertas de la ciudad, por donde salió, empezando su pedestre viaje hacia el lugar de su noviciado.
El hermano del muerto y la parentela que se habían aprestado á saborear en aquel día el triste gozo del orgullo, se hallaron al contrario, llenos de la dulce alegría del perdón y de la benevolencia. La reunión se entretuvo aún algún tiempo, con una bondad y cordialidad insólitas, en razonamientos, acerca de los cuales ninguno de ellos se había preparado al ir allí. En lugar de las satisfacciones tomadas, de las injurias vengadas, y de los empeños llevados á cabo, las alabanzas del novicio, la reconciliación, la mansedumbre, fueron los temas de la conversación. Alguno que por la quincuagésima vez habría contado cómo el conde Muzio, su padre, había sabido en cierta famosa ocasión hacer entrar en razón al marqués Estanislao, que era un fanfarrón como todos saben, habló al contrario de la paciencia admirable de un tal Fr. Simón, muerto hacía ya muchos años. Habiéndose retirado la reunión, el señor, todo conmovido aún, reflexionaba en su interior, con la mayor maravilla, todo lo que había oído, todo lo que él había dicho, y murmuraba entre dientes: “¡Diablo de fraile, diablo de fraile!, ¡si hubiese permanecido más de rodillas á mis pies, casi, casi le hubiera pedido perdón de haber asesinado á mi hermano!”. Nuestra historia hace notar expresamente, que desde aquel día, este señor fué menos arrebatado y un poco más tratable.
El padre Cristóbal caminaba con un consuelo que no había experimentado nunca, después de aquel terrible día, á cuya expiación debía consagrar toda su vida. El silencio impuesto á los novicios, lo observaba sin apercibirse de ello, absorto como estaba con la idea de las fatigas y humillaciones que había sufrido para rescatar su falta. Habiendo entrado á la hora de comer en la casa de un bienhechor, comió con una especie de satisfacción del pan del perdón; mas guardó un pedazo, y lo volvió á poner en la alforja para que le sirviese como de perpetuo recuerdo.
No es nuestro designio el referir la historia de su vida claustral; solamente diremos, que llenando siempre con gran voluntad y cuidado los deberes que ordinariamente le estaban señalados de predicar y asistir á los moribundos, no dejaba jamás escapar la ocasión de ejercitar otros dos que se había impuesto á sí mismo, los cuales eran el de conciliar todas las diferencias y proteger á los oprimidos. En estas ideas entraban en cierto modo sus antiguos hábitos, y un resto de aquel espíritu guerrero que las humillaciones y maceraciones no habían podido del todo borrar. Su lenguaje era comúnmente humilde y reposado; pero cuando se trataba de justicia ó de verdad combatida, se animaba de súbito con su antigua impetuosidad, que secundada y modificada por un énfasis solemne, originado por el uso de predicar, daba á dicho lenguaje un carácter singular. Tanto su continente, como su aspecto, anunciaban una larga guerra entre una índole fogosa, resentida, y una voluntad opuesta, habitualmente victoriosa, siempre alerta y dirigida por motivos é inspiraciones superiores. Un compañero y amigo suyo, que lo conocía perfectamente, lo había comparado una vez á aquellas palabras demasiado expresivas en su forma natural, que algunas personas, aun bien educadas, pronuncian entrecortadas cuando la pasión las precipita, cambiando algunas letras; palabras que bajo aquella metamorfosis hacen sin embargo recordar su energía primitiva.
Si una pobre desconocida, en el triste caso de Lucía, hubiese pedido la ayuda del padre Cristóbal, éste habría acudido inmediatamente; pero tratándose de Lucía, acudió con tanta más solicitud, en cuanto conocía y admiraba su inocencia. Había ya pensado en los peligros que corría, y experimentaba una santa indignación por la torpe persecución de que había llegado á ser objeto. Además de esto, habiéndola aconsejado para menos mal, que no declarase nada y que estuviese tranquila, temía ahora que dicho consejo pudiese haber producido algún triste resultado, y á la solicitud caritativa, que era en él como innata, añadíase la escrupulosa aflicción que con frecuencia atormenta á los buenos.
Mas entretanto que nosotros hemos referido la historia del padre Cristóbal, éste llegó, y se detuvo en el umbral de la puerta. Las mujeres, dejando las devanaderas que hacían rechinar dando vueltas, se levantaron diciendo á la vez: “¡Hola, padre Cristóbal, bendito seáis!”.