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CAPÍTULO QUINTO
ОглавлениеDetúvose en el umbral el padre Cristóbal; y apenas hubo echado una mirada á las mujeres, conoció que no eran falsos sus presentimientos. Después, con aquel tono de interrogación que va en encuentro de una triste respuesta, levantando la capucha con un ligero movimiento de cabeza hacia atrás, dijo: “¿Y bien?”, Lucía contestó con un copioso llanto. La madre empezaba á excusarse de haberse atrevido... pero el fraile se adelantó; y habiéndose ido á sentar en un banquillo, cortó los cumplimientos, diciendo á Lucía: “Calmaos, pobre niña. Y vos, dijo en seguida á Inés, contadme lo que hay”. Mientras la pobre mujer hacía lo mejor que podía su dolorosa relación, el fraile se ponía de mil colores; y ora alzaba los ojos al cielo, ora golpeaba el suelo con los pies. Terminada la historia, se cubrió el rostro con las manos, y exclamó: “¡Oh, bendito Dios! ¿hasta cuándo?”... Mas sin concluir la frase, volviéndose á las dos mujeres: “¡Infelices, dijo, Dios os ha visitado! ¡Pobre Lucía!”.
—¡Padre, ¿no nos abandonaréis? dijo ésta sollozando.
—¡Abandonaros! replicó. ¿Y con qué cara podría yo pedir á Dios alguna cosa para mí, después de haberos abandonado? ¡Vosotras en semejante estado! ¡vosotras, que él me confía! No os desaniméis; él os asistirá, él lo ve todo, él puede servirse todavía de un hombre inútil como yo, para confundir un... Veamos, pensemos en lo que se puede hacer.
Esto diciendo, apoyó el codo izquierdo sobre la rodilla, inclinó la frente sobre la palma de la mano, y con la derecha se apretó la barba, como para tener firmes y unidas todas las potencias del ánimo. Pero la más atenta consideración no servía más que para hacerle conocer distintamente cuán urgente y embarazoso era el caso, y cuán escasos, inciertos y peligrosos los medios. ¿Avergonzar un poco á D. Abundio y hacerle comprender de qué modo falta á su deber? Vergüenza y deber eran palabras nulas para él, cuando tenía miedo. Y el hacerle miedo: ¿qué medio tengo yo para infundírselo, y que sea superior al que él tiene de un tiro? ¿Informar de todo al cardenal arzobispo é invocan su autoridad? Esto requiere tiempo. ¿Y entretanto? ¿y después? Aun cuando esta pobre inocente estuviese casada, ¿sería por ventura un freno para aquel hombre? ¡Quién sabe hasta dónde puede llegar!... ¿Y el resistirle? ¿Cómo? ¡Ah, si yo pudiese, pensaba el pobre fraile, si pudiese traer á mi partido á mis hermanos de aquí y á los de Milán! Mas éste no es un asunto que interese á la comunidad, y por consecuencia me vería abandonado. ¡Ese hombre se hace el amigo del convento, se vende por partidario de los capuchinos! ¿Y sus bravos no han venido alguna vez á ampararse de nosotros? Yo sólo me hallaría metido en danza, y aun quizá se me trataría de revoltoso, intrigante y pendenciero; y lo que es más, podría acaso, con una tentativa fuera de tiempo, empeorar la situación de ésta desgraciada. Habiendo puesto en contrapeso el pro y el contra, de uno y otro partido, le pareció lo mejor avistarse con el mismo D. Rodrigo, procurar separarle de su infame propósito por medio de súplicas, con los temores de la otra vida, y aún los de esta misma si fuese posible. Poniéndose en lo peor, podría á lo menos conocerse por este medio más distintamente si D. Rodrigo estaba muy obstinado en su brutal empeño, descubrir además sus intenciones, y arreglarse por ellas.
En el ínterin que el fraile estaba así meditabundo, Renzo, que por razones que todos pueden adivinar, no podía permanecer lejos de la casa de su novia, se había, presentado á la puerta; mas viendo al padre abismado en sus pensamientos y á las mujeres que le hacían seña de que no lo distrajera, se detuvo en el umbral, guardando el mayor silencio. Levantando el fraile la cabeza, para comunicar á las mujeres sus proyectos, lo divisó, le saludó de una manera que expresaba una afección antigua, y que la compasión hacía más expansiva.
—¿Os han dicho... padre mío? le preguntó Renzo con voz conmovida.
—Demasiado, por desgracia, y por eso estoy aquí.
—¿Qué decís de ese malvado?
—¿Qué queréis que diga? Él no esta aquí para oirme; ¿de qué servirían mis palabras? Dígote, mi querido Renzo, que confíes en Dios, y él no te abandonará.
—¡Benditas sean vuestras palabras! exclamó el joven. Vos no sois de aquéllos que siempre hacen injusticias á los pobres. Mas el señor cura y ese señor doctor...
—No recordar lo que no puede servir de otra cosa, más que de atormentarse inútilmente. Yo soy un pobre fraile; pero te repito lo que he dicho ya á estas señoras: aunque puedo poco, no os abandonaré.
—¡Oh, vos no sois como los amigos del mundo! ¡Charlatanes! ¡Quién hubiese creído en las protestas que me hacían en otro tiempo mejor! ¡Ya, ya! Estaban prontos á dar su sangre por mí; me habrían sostenido contra el mismo diablo. Si yo hubiese tenido un enemigo... bastaba que me dejase entender, y habría concluido pronto de comer pan. Y ahora, si vieseis cómo se retiran... Al llegar aquí, levantando los ojos hacia el semblante del padre, vió que se había oscurecido del todo, y se arrepintió de haber dicho lo que convenía callar. Mas queriendo componerlo, se iba confundiendo y embrollando más. “Quería decir... yo no entiendo una palabra... esto es, yo quería decir”...
—¿Qué querías decir? ¿Y qué? ¿Has empezado, pues, á destruir mis obras antes que fuesen emprendidas? Es un bien para ti el que te hayas desengañado á tiempo. ¡Qué, tú andabas en busca de amigos... amigos... que aun queriendo no hubieran podido socorrerte! ¡Y tratabas de perder al único que lo puede y lo quiere! ¿No sabes que Dios es el amigo de los afligidos que confían en él? ¿No sabes tú que el débil nada gana enseñando las uñas? Y cuando sin embargo... (Aquí apretó fuertemente el brazo de Renzo; su aspecto, sin perder en autoridad, se revistió de una compunción solemne, sus ojos se inclinaron, y la voz vino á ser lenta y como subterránea) ¡Cuando sin embargo... es una terrible ganancia! Renzo, ¿quieres confiar en mí? ¡qué digo en mí, pobre fraile! ¿quieres confiar en Dios?
—¡Oh, sí! repuso Renzo, éste es el verdadero Señor.
—Y bien: ¿prometes que no injuriarás á nadie, ni tampoco provocarás, y que te dejarás guiar por mí?
—Lo prometo.
Lucía dió un gran suspiro, como si se hubiese aliviado de un gran peso, é Inés dijo: “Bien, hijo mío”.
—Escuchad, repuso Fr. Cristóbal; yo iré hoy á hablar á ese hombre. Si Dios le toca el corazón y da fuerza á mis palabras, bien: si no, él nos hará encontrar algún otro medio. Vosotros, en tanto, permaneced tranquilos, retirados; evitad las habladurías, y no os dejéis ver. Esta tarde ó mañana por la mañana, á más tardar, me volveréis á ver. Dicho esto, partió. Se dirigió al convento, llegando á tiempo de ir á coro á cantar sexta, comió, y se puso al instante en camino hacia la cueva de la bestia feroz que quería tratar de amansar.
El gran palacio de D. Rodrigo se elevaba aislado, á semejanza de un castillejo, sobre la cima de uno de los picos de los cuales está por todas partes erizada aquella cordillera. Á esta indicación, el anónimo añade que el sitio (hubiera sido mejor escribir buenamente su nombre), estaba más allá del pueblo de los novios, distante de él cerca de tres millas, y cuatro del convento. Al pie del pico, á la parte que mira al Mediodía, hacia el lago, había un pequeño montón de cabañas habitadas por los vasallos de D. Rodrigo; y era como la pequeña capital de su reducido reino. Bastaba pasar por allí para imponerse de la condición y costumbres del país. Dando una ojeada á los pisos bajos, entre los cuales había algunos cuyas puertas estaban abiertas, se veían suspendidos de la pared en completa confusión, arcabuces, cuernos de caza, azadones, rastrillos, sombreros de paja, redecillas y frascos de pólvora. La gente que se encontraba, eran hombres robustos y fornidos, cuya frente cubría un ciuffo, encerrado en una redecilla; ancianos que habiendo perdido los dientes, parecían siempre prontos á morder con las encías á los que les provocasen, aunque fuese ligeramente; mujeres con ciertos rasgos varoniles y con nervudos brazos, á propósito para prestar auxilio con la lengua cuando otra cosa no bastase; aun en los semblantes y movimientos de los muchachos mismos que jugaban en la calle, se veía un no sé qué de petulante y provocativo.
Fr. Cristóbal atravesó la aldea, trepó por un pequeño y tortuoso sendero y llegó á una reducida explanada delante del palacio. La puerta estaba cerrada, porque el dueño estaba comiendo y no quería ser molestado. Las extrañas y pequeñas ventanas que daban al camino, cerradas por maderas mal unidas y consumidas por los años, estaban, sin embargo, defendidas por gruesos barrotes de hierro, y las del piso bajo eran tan altas, que apenas hubiera podido alcanzar á ellas un hombre subido en las espaldas de otro. Reinaba allí un gran silencio; y el viajero habría podido creer que fuese una casa abandonada, si cuatro criaturas, dos vivas y dos muertas, colocadas con simetría por la parte exterior, no hubiesen dado un indicio de que existían habitantes. Dos grandes buitres con las alas extendidas y con las cabezas colgando, el uno medio desplumado y consumido por el tiempo, el otro aún intacto y con plumas, estaban clavados sobre cada una de las dos hojas de la puerta principal; y dos bravos tendidos á la larga en los bancos colocados á derecha é izquierda hacían centinela, esperando el ser llamados á gozar las sobras de la mesa del amo. El padre se puso en pie de repente, en ademán del que se dispone á aguardar; mas uno de los bravos se levantó y le dijo: “Padre, padre, adelante; aquí no se hace esperar á los capuchinos; nosotros somos amigos del convento. Yo me he encontrado en ciertos momentos en que el aire de la calle no era muy bueno para mí, y si vosotros me hubieseis cerrado la puerta lo habría pasado mal”. Esto diciendo, dió dos golpes con la aldaba. Á dicho ruido contestaron súbitamente desde el interior los aullidos y ladridos de los alanos y dogos; y pocos momentos después, llegó refunfuñando un viejo criado; mas en seguida que vió al padre, le hizo una gran reverencia, apaciguó á los animales é introdujo al huésped á un angosto patio, y cerró la puerta. Habiéndole luego conducido á una pequeña sala, y mirádole con cierto aire respetuoso y de sorpresa, dijo: “¿No sois... el padre Cristóbal de Pescarenico?”.
—Justamente.
—¿Vos aquí?
—Como lo veis, buen hombre.
—¿Será para hacer algún bien? El bien, continuó murmurando entre dientes y disponiéndose á marchar, se puede hacer en todas partes. Después de haber atravesado dos ó tres salas estrechas y oscuras, llegaron á la puerta de la sala del convite. Reinaba allí un gran ruido confuso de tenedores, cuchillos, vasos, platos y sobre todo, de voces discordes, que trataban á porfía de sobrepujarse las unas á las otras. El fraile quería retirarse y estaba departiendo detrás de la puerta con el criado para lograr el que se le dejase en cualquier rincón de la casa hasta que se hubiese concluido la comida, cuando he aquí que la citada puerta se abrió. Cierto conde, llamado Attilio, que estaba sentado enfrente (primo del amo de la casa, y del cual hemos ya hecho mención sin nombrarlo), habiendo visto un cerquillo y una capilla, y conociendo la modesta intención del buen fraile: “¡Eh, eh! gritó, no os escapéis, reverendo padre: adelante, adelante”. D. Rodrigo, sin adivinar precisamente el objeto de aquella visita, pero por cierto confuso presentimiento, de buena gana se hubiera pasado sin ella; mas ya que el atolondrado Attilio lo había llamado en alta voz, no era conveniente el retroceder, y dijo: “Venid, padre, venid”. El padre se adelantó, saludó al dueño y contestó á las reverencias de los convidados.
En general agrada (no digo á todos), el ver al hombre honrado cara á cara del malvado, y figurárselo con la frente elevada, la mirada segura, corazón valeroso y lenguaje desembarazado. Sin embargo, en el hecho, para hacerle tomar semejante actitud, se requieren muchas circunstancias, las cuales muy raras veces se encuentran juntas. Por esta razón no os debéis admirar si Fr. Cristóbal, con el buen testimonio de su conciencia, con el muy firme convencimiento de la justicia de la causa que iba á sostener, con un sentimiento mezclado de horror y de compasión por D. Rodrigo, permaneció con cierto aire de timidez y de respeto en presencia de aquel mismo D. Rodrigo, que estaba allí, en la cabecera de la mesa, en su casa, en su reino, rodeado de amigos y homenajes, con tantas señales de su poderío, con un semblante á propósito para hacer expirar una petición en los labios del que la hiciese, aunque ésta no fuese ni consejo, ni amonestación, ni reprensión. Á su derecha estaba sentado el consabido conde Attilio, su primo, y se hace preciso decirlo, su compañero de maldades y libertinaje, el cual había venido de Milán para pasar algunos días en el campo con él. Á la izquierda y al otro lado de la mesa estaba con gran respeto, templado sin embargo de cierta firmeza y de cierta presunción, el señor podestá, el mismo á quien en teoría habría tocado el hacer justicia á Renzo Tramaglino, y aplicársela á D. Rodrigo, según hemos visto antes. Enfrente del podestá, y en ademán del más puro y profundo respeto, se hallaba sentado nuestro doctor Azzecca-Garbugli, con la capa negra y con la nariz más rubicunda que de ordinario. Enfrente de los primos, dos oscuros convidados, de los cuales nuestra historia dice únicamente que no hacían otra cosa más que comer, inclinar la cabeza, sonreir y aprobar todo lo que decía un convidado, siempre que no hubiese otro que lo contradijese.
—Un asiento al padre, dijo D. Rodrigo, Un criado presentó un sitial, en el cual se sentó el padre Cristóbal, pidiendo mil perdones al señor por haber venido á hora tan inoportuna. Desearía hablaros á solas y cómodamente para un asunto de importancia, añadió después con voz muy sumisa al oído de D. Rodrigo.
—Bien, bien, hablaremos, respondió éste; mas entretanto traed de beber al padre.
El padre quería eximirse, pero D. Rodrigo, alzando la voz en medio del tumulto que había empezado otra vez, gritaba: “No, ¡par diez! no me haréis este desaire; no se dirá jamás que un capuchino salga de esta casa sin haber probado mi vino, ni un acreedor insolente sin haber experimentado la madera de mis bosques”. Estas palabras excitaron una risa universal é interrumpieron un momento el debate que se agitaba acaloradamente entre los convidados. Un criado trajo una botella de vino colocada en una salvilla y un largo vaso á manera de cáliz, que presentó al padre; el cual, no queriendo resistir á una invitación tan apremiante del hombre que le convenía tener propicio, no vaciló en echar vino en el vaso, después de lo cual se puso á beber lentamente.
—La autoridad de Tasso no sirve á vuestra opinión, señor podestá respetable; ella misma está en contra vuestra, replicó voceando el conde Attilio; porque aquel hombre erudito, aquel grande hombre que tenía en la punta de los dedos todas las reglas de la caballería, hizo que el mensajero de Argante, antes de manifestar el desafío á los caballeros cristianos, pidiese permiso al piadoso Godofredo de Bouillon...
—Pero esto, replicaba el podestá, no gritando menos, esto está de más, puramente de más, un adorno poético; pues que el mensajero es por su naturaleza inviolable por el derecho de gentes, jure gentium; y sin ir á buscar más lejos, el proverbio también lo dice: embajador no trae pena; y los proverbios, señor conde, son la sabiduría del género humano. Y no habiendo el mensajero dicho nada en su nombre, sino tan sólo presentado el cartel de desafío por escrito...
—¿Pero cuándo queréis comprender que aquel mensajero era un asno temerario, que no conocía las primeras...?
—Con permiso de sus señorías, interrumpió D. Rodrigo, el cual no hubiera querido que la disputa fuese demasiado lejos; remitámonos al padre Cristóbal, y conformémonos con su parecer.
—Bien, muy bien, dijo el conde Attilio, á quien parecía una cosa muy graciosa el hacer decidir por un capuchino una cuestión de caballería, mientras que el podestá, más y más enfervorizado en el combate, se callaba en el instante mismo con cierto aire de desdén que parecía querer decir: puerilidades.
—Mas, según me parece haber comprendido, dijo el padre, éstas no son cosas que yo deba entender.
—Ordinarias excusas de la modestia de los padres, dijo D. Rodrigo; mas no os evadiréis. ¡Ea! vamos: bien sabemos que no habéis venido al mundo con la capilla en la cabeza, y que el mundo os ha conocido. Vamos, vamos, he aquí la cuestión.
—El hecho es éste, empezó á gritar el conde Attilio.
—Dejadme decir á mí, que soy neutral, primo, replicó D. Rodrigo. He aquí la historia: Un caballero español mandó un cartel de desafío á un caballero milanés; el portador, no encontrando al provocado en casa, entregó el cartel á un hermano del caballero, cuyo hermano leyó el cartel, y en respuesta dió algunos palos al portador. Se trata...
—Bien dados, bien aplicados, gritó el conde Attilio. Fué una verdadera inspiración.
—¡Del demonio! añadió el podestá. ¡Pegar á un embajador, una persona sagrada! Vos también, padre, podréis decir, si ésta es una acción propia de un caballero.
—Sí, señor, de caballero, gritó el conde, y dejad que os lo diga yo, que debo saber todo lo que concierne á un caballero. ¡Oh! si hubiese sido con los puños, sería otra cosa; pero el bastón no mancha las manos de nadie. Lo que yo no puedo comprender es, por qué os interesáis tanto por las espaldas de un bribón.
—¿Quién os ha hablado de espaldas, señor conde? Vos me hacéis decir cosas que jamás me han pasado por la imaginación. He hablado del carácter, y no de las espaldas. Yo hablo, sobre todo, del derecho de gentes. Hacedme el obsequio de decirme si los heraldos que los antiguos romanos mandaban llevar los carteles de desafío á los demás pueblos, pedían permiso para exponer su mensaje, y buscadme un escritor que haga mención de que un heraldo haya sido nunca apaleado.
—¿Qué tienen que ver con nosotros los capitanes de los antiguos romanos, gente que iba á la buena de Dios, y que en estas cosas estaban atrasadísimos? Mas según las leyes de la caballería moderna, que es la verdadera, digo y sostengo, que un mensajero que se atreve á poner en manos de un caballero un cartel de desafío, sin haberle pedido permiso, es un insolente, violable, muy violable, digno de ser apaleado y muy bien apaleado...
—Contestad á este silogismo.
—Nada, nada.
—Pero escuchad, escuchad. Pegar á uno que está desarmado, es una traición; at qui el mensajero de quo estaba sin armas, ergo...
—Poco á poco, señor podestá.
—¡Cómo poco á poco!
—Poco á poco, os repito: ¿qué es lo que estáis diciendo? Se llama una traición el herir á uno por detrás con la espada, ó descerrajarle un tiro en la espalda; y aun con respecto á esto, se pueden dar ciertos casos... mas no salgamos de la cuestión. Concedo que esto generalmente pueda llamarse una traición; ¡pero sacudir cuatro palos á un bribón! estaría bueno tener que decirle: ¡mira que te voy á apalear! Lo mismo que si se dijese á un hombre honrado: ¡en guardia!... Y vos, respetable señor doctor, en vez de hacerme señas para darme á entender que sois de mi parecer, ¿por qué no sostenéis mis razones con vuestra buena charla, para ayudarme á persuadir á este caballero?
—Yo... repuso el doctor un poco confuso; yo gozo con estas doctas cuestiones, y doy gracias al feliz accidente que ha dado ocasión á una lucha de ingenio tan divertida. Y luego, no es de mi incumbencia el dar el fallo; su señoría ilustrísima ha delegado ya un juez... aquí está el padre....
—Es verdad, dijo D. Rodrigo; pero ¿cómo queréis que el juez hable, cuando los litigantes no quieren guardar silencio?
—Enmudezco, dijo el conde Attilio. El podestá apretó los labios y alzó la mano como en ademán de resignación.
—¡Ah, gracias sean dadas al cielo! Á vos, padre, dijo D. Rodrigo con cierta gravedad irónica...
—Me he excusado ya, diciendo que no entiendo de estas cosas, respondió el padre Cristóbal volviendo el vaso á un criado.
—¡Débiles escusas! exclamaron los dos primos. Nosotros queremos el fallo.
—Pues que así lo queréis, replicó el fraile, mi humilde parecer sería que no hubiese carteles, ni portadores, ni apaleamientos.
Los convidados se miraron atónitos los unos á los otros.
—¡Oh, esto sí que es una gran necedad! dijo el conde Attilio. Perdonad, padre mío; mas habéis dicho una tontería. Bien se ve que no conocéis el mundo.
—¿Eh? dijo D. Rodrigo, me queréis hacer reir: primo mío, lo conoce tanto como vos. ¿No es verdad, padre? ¿Decid, decid si no habéis corrido también vuestra caravana?
En vez de responder á esta atenta pregunta, el padre se dijo interiormente: esto te toca á ti; pero recuerda, hermano, que no has venido á este sitio por ti, y que todo lo que á ti sólo concierne no entra en la cuenta.
—Podrá ser, dijo el primo; pero el padre... ¿cómo se llama el padre?
—Cristóbal, respondieron varios de los convidados.
—Pero padre Cristóbal, mi reverendo señor: con vuestras máximas revolveríais el mundo por entero. Sin desafíos, sin apaleamientos; adiós pundonor, impunidad para todos los bribones. Felizmente que el supuesto es imposible.
—Ánimo, doctor, se apresuró á decir D. Rodrigo, el cual quería mejor divertirse con la disputa de los dos primeros contendientes; ánimo, que para dar la razón á todo el mundo sois un hombre sin igual. Veamos cómo os componéis para dar la razón en esto al padre Cristóbal.
—En verdad, respondió el doctor, blandiendo en el aire su vaso y volviéndose al padre; en verdad, yo no puedo comprender cómo el padre Cristóbal, el cual es á la vez un perfecto religioso y un hombre de mundo, no haya pensado que su fallo, bueno, excelente y de gran peso en el púlpito, no vale nada, sea dicho con el debido respeto, en una discusión caballeresca. Mas el padre sabe, mejor que yo, que cada cosa es buena en su lugar correspondiente, y creo que esta vez haya querido librarse por medio de una broma del embarazo de proferir un fallo. ¿Qué se podía responder á unas razones deducidas de una sabiduría tan antigua y siempre nueva? Nada, y esto es lo que hizo nuestro fraile.
Mas D. Rodrigo, por querer cortar aquella cuestión, vino á suscitar otra.—Á propósito, dijo, he oído que en Milán corrían voces de acomodamiento.
El lector sabe que en aquel año se combatía por la sucesión del ducado de Mantua, del cual, á la muerte de Vicente Gonzaga, que no había dejado herederos legítimos, había entrado en posesión el duque de Nevers, su más próximo pariente. Luis XIII, ó sea el cardenal de Richelieu, sostenía á aquel príncipe, su muy amado y naturalizado francés. Felipe IV, ó sea el conde de Olivares, comúnmente llamado el conde-duque, no lo quería por las mismas razones, y le había suscitado una guerra. Así, pues, aquel ducado era feudatario del imperio, y ambas partes se servían de toda clase de manejos, de instancias y de amenazas cerca del emperador Fernando II: la primera para que él diese la investidura al nuevo duque; la segunda para que se le negase, y al mismo tiempo que ayudase á echarlo del citado estado.
—No estoy lejos de creer, dijo el conde Attilio, que las cosas puedan arreglarse. Tengo ciertos indicios.
—No creáis nada, señor conde, no creáis nada, interrumpió el podestá. Sobre ese punto yo puedo saber las cosas, porque el señor castellano español, que tiene la bondad de apreciarme un poco, y el cual es hijo de un familiar del conde-duque, está informado de todo...
—Os digo que me acontece todos los días en Milán hablar con personajes mucho más elevados, y sé de buena tinta que el papa, interesadísimo como está por la paz, ha hecho proposiciones.
—Así debe ser; es una cosa regular. Su santidad hace su deber; un papa debe procurar siempre poner bien entre sí á los príncipes cristianos; pero el conde-duque tiene su política, y...
—Y, ¿sabéis, señor mío, cómo piensa el emperador en este momento? ¿Creéis que no hay otra cosa más que Mantua en el mundo? Las cosas en las cuales se debe pensar son muchas, señor mío. ¿Sabéis, por ejemplo, hasta qué punto el emperador pueda ahora fiarse de su príncipe de Valdistano ó de Vallistai, ó como le llaman, y?...
—EL verdadero nombre en lengua alemana, interrumpió todavía el podestá, es Valliensteino, según lo he oído pronunciar varias veces á nuestro señor castellano, que es español.
—¿Queréis enseñarme?... replicó el conde; pero D. Rodrigo, guiñándole el ojo, le dió á entender, que por favor dejase de contradecir. El conde calló, y el podestá como un buque desembarazado de un banco de arena continuó á velas desplegadas el curso de su elocuencia. Valliensteino, me da poco cuidado, porque el conde-duque está en todo; y si dicho Valliensteino quiere hacer alguna extravagancia, aquél lo sabrá hacer andar. Diga que su vista llega á todas partes, y sus brazos son muy largos; y es tan gran político que si se le pone en la cabeza, como se le ha puesto, y justamente, de que el señor duque de Nevers no meta los pies en Mantua, el señor duque de Nevers no los meterá, y el señor cardenal de Richelieu habrá hecho un hoyo en el agua. Me dan ganas de reir, al ver á ese querido señor cardenal que quiere luchar con un conde-duque, con todo un Olivares. Digo formalmente que quisiera resucitar dentro de doscientos años para ver lo que dirá la posteridad de esta bella pretensión. Se requiere otra cosa más que la envidia: se necesita tener cabeza; y cabeza como la del conde-duque, no hay más que una en el mundo. El conde-duque, señores míos, proseguía el podestá, siempre con viento en popa, y un poco sorprendido de no encontrar jamás un escollo; el conde-duque es un zorro viejo, hablando con el respeto que se le debe, que hará perder la pista á quien quiera que sea; y cuando él se inclina á la derecha, se puede estar seguro que caerá sobre la izquierda, por lo cual nadie puede jactarse nunca de conocer sus designios; y los mismos que deben ejecutarlos, los mismos que escriben los despachos, no comprenden nada. Yo puedo hablar con algún conocimiento de causa; porque el bueno del señor castellano, se digna conversar conmigo con alguna confianza. El conde-duque, vice versa, sabe exactamente lo que hierve en la olla de las demás cortes; y cuando todos esos politicones (entre los cuales, no puede negarse, que los hay más hábiles) han imaginado apenas un proyecto, he aquí que el conde-duque lo ha adivinado ya, con aquella excelente cabeza, con sus encubiertos lazos, y con sus redes que tiende por todas partes. Mientras que el pobre cardenal de Richelieu, tienta por aquí, olfatea por allá, suda, se ingenia; ¿y después? Cuando ha conseguido excavar una mina, encuentra ya la contramina perfectamente bien hecha por el conde-duque...
Sabe el cielo cuándo el podestá habría tomado tierra; mas D. Rodrigo, estimulado además por los visajes que le hacía su primo, se volvió de improviso á un criado, como si le hubiese venido alguna inspiración, y le hizo señas de que trajese cierto frasco. “Señor podestá, y vosotros señores míos, dijo en seguida: un brindis al conde-duque, y me sabréis decir después si el vino es digno del personaje”. El podestá contestó con una inclinación, en la cual se traslucía un sentimiento de estar particularmente reconocido, porque tomaba como si fuese dirigido á él todo lo que se hacía ó se decía en honor del conde-duque.
—¡Viva mil años D. Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, duque de S. Lúcar, gran privado del rey D. Felipe el Grande, nuestro señor! exclamó alzando la copa.
Privado, era el término de uso en aquella época para significar el favorito de un príncipe.
—¡Que viva mil años! respondieron todos.
—Servid al padre, dijo D. Rodrigo.
—Perdonadme, respondió el padre; he cometido una falta, y no podría...
—¡Cómo! repuso D. Rodrigo: se trata de un brindis al conde-duque. ¿Queréis, pues, hacer creer que estáis por los navarros?
Así llamaban entonces por befa á los franceses, á causa de los príncipes de Navarra, que habían empezado con Enrique IV á reinar sobre ellos.
Á tal exorcismo era conveniente beber. Todos los convidados prorrumpieron en exclamaciones y en elogios del vino, á excepción del doctor, que con la cabeza levantada, los ojos fijos y los labios apretados, expresaba mucho más que lo hubiera podido hacer con las palabras.
—¡Hola, doctor! ¿qué decís? preguntó D. Rodrigo.
Retirando la nariz de la copa, que el vino acababa de poner más colorada y reluciente, el doctor respondió, apoyándose con énfasis en cada sílaba: “Digo, manifiesto y sentencio, que este vino es el Olivares de los vinos. Censui, et in eam ivi sententiam, que un licor semejante no se encuentra en los veintidós reinos del rey nuestro señor, que Dios guarde. Declaro y fallo que las comidas del Illmo. Sr. D. Rodrigo ganan á las cenas de Eliogábalo; y que la economía está desterrada para siempre de este palacio, donde se asienta y reina la esplendidez”.
—¡Bien dicho, bien definido! gritaron á una voz los convidados. Mas la palabra economía, que el doctor había lanzado por casualidad, atrajo en el mismo instante todas las imaginaciones hacia aquel triste objeto, y todos hablaron de la carestía. Acerca de dicho asunto todos estaban acordes, á lo menos en lo principal; pero el ruido quizá era mayor que si hubiesen sido de distintos pareceres. Todos hablaban á la par.
—No hay carestía, decía uno; son los monopolistas...
—Y los panaderos, decía otro, que esconden el grano; es preciso ahorcarlos.
—Justamente; ahorcarlos sin misericordia.
—¡Qué magníficos procesos! gritaba el podestá.
—¡Qué procesos! gritaba aún con más fuerza el conde Attilio: justicia seca. Pillar tres ó cuatro, ó cinco ó seis, de los que la voz pública señala como más ricos y más perros, y ahorcarlos.
—¡Ejemplos, ejemplos! Sin ejemplos nada se hace.
—¡Ahorcarlos, ahorcarlos! y el grano lloverá por todas partes.
El que pasando por una feria, se ha encontrado gozando con la armonía que mueve una compañía de titiriteros, cuando entre una y otra tocata cada uno afina su instrumento, haciéndolo sonar cuanto puede, á fin de oirlo distintamente, en medio del ruido de los demás, podrá tener una idea de la melodía de aquellos discursos, si puede dárseles este nombre. Entretanto se seguía paladeando aquel excelente vino, y sus alabanzas iban, como era justo, mezcladas con las sentencias de jurisprudencia económica, así como las palabras que se oían más sonoras y frecuentes, eran: ambrosía y ahorcarlos.
En el ínterin D. Rodrigo lanzaba de vez en cuando algunas ojeadas al único que guardaba silencio, y lo veía siempre impasible, sin dar ninguna señal de impaciencia, sin hacer ademán que tendiese á recordar que estaba esperando, y sí sólo demostrando el no querer irse antes de haber sido escuchado. D. Rodrigo lo hubiera mandado á pasear de buena gana, ahorrándose aquella conversación; pero despedir á un capuchino sin haberle dado audiencia, no estaba conforme con las reglas de su política. Ya que no podía excusarse de aquella molestia, resolvió arrostrarla, y librarse de ella lo más pronto posible. Se levantó, pues, de la mesa, y con él toda la alegre tropa sin interrumpir la algazara. Luego de haber pedido permiso á sus huéspedes, se acercó con grave ademán al fraile, que se había levantado de súbito, al propio tiempo que los demás, y le dijo: “Estoy á vuestras órdenes;” y lo condujo á otra estancia.