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CAPÍTULO OCTAVO
Оглавление—¡Carneade! ¿Quién era este hombre?, murmuraba entre sí D. Abundio, sentado en su sillón, en una estancia del piso superior, con un libro abierto delante, cuando Perpetua entró á ser portadora del mensaje. “¡Carneade! este nombre me parece mucho haberlo leído ú oído: debía ser un sabio, un literato de los antiguos tiempos; éste es un nombre de aquella época; ¿pero qué diablo era ese Carneade?”. ¡Tan lejos estaba el pobre hombre de prever la borrasca que se formaba sobre su cabeza!
Es indispensable saber que D. Abundio se deleitaba en leer un poquito cada día; y un cura vecino suyo, que tenía una pequeña librería, le prestaba un libro después de otro, el primero que le venía á mano. Aquél sobre el cual meditaba al presente D. Abundio, convaleciente de la fiebre del susto, ya más curado (tocante á la fiebre) que no quería dejar creer, era un panegírico en loor de S. Carlos, pronunciado con mucho énfasis y escuchado con grande admiración en la catedral de Milán, dos años antes. El santo era comparado, á causa de su pasión por el estudio, á Arquímedes, y hasta aquí D. Abundio no encontraba ninguna dificultad; porque Arquímedes ha hecho cosas tan curiosas, ha hecho hablar tanto de sí, que para saber algo no es necesario tener una erudición muy vasta. Después de Arquímedes, el orador ponía en parangón también á Carneade, y el lector en este punto había quedado en suspenso. En el mismo momento entró Perpetua anunciando la visita de Tonio.
—¿Á esta hora? dijo también D. Abundio, como era natural.
—¡Qué queréis! son indiscretos; pero si no los pilláis al vuelo...
—Ya: ¡si no lo pillo ahora, quién sabe cuándo lo podré pillar! Hacedlo entrar... ¡Eh, eh! ¿Estáis bien segura que sea él mismo?
—¡Diablo! repuso Perpetua; bajó, abrió la puerta y dijo: “¿En dónde estáis?”. Tonio se dejó ver, y al mismo tiempo apareció también Inés, la cual saludó á Perpetua por su nombre.
—Buenas noches, Inés, dijo Perpetua; ¿de dónde se viene á estas horas?
—Vengo de... y nombró un pueblecillo cercano. Y si supieseis... continuó: He tenido una disputa por causa vuestra.
—¡Oh! ¿por qué? preguntó Perpetua; y volviéndose á los dos hermanos: Entrad, les dijo, que al instante soy con vosotros.
—Porque, repuso Inés, una mujer de aquellas que no saben las cosas y quieren hablar... ¿lo creeréis? se obstinaba en decir que vos no os habíais casado con Beppo Suolavecchia, ni con Anselmo Lunghigna, porque no os habían querido. Yo sostenía que vos rehusasteis á uno y á otro...
—Seguramente. ¡Oh! ¡La embustera! ¿Quién es esa mujer?
—No me lo preguntéis, pues no me gusta hablar mal de nadie.
—Me lo diréis, me lo habéis de decir. ¡Oh, vaya con la embustera!
—Basta... mas no podéis creer cuánto he sentido el no saber bien toda la historia para confundirla.
—¡Mirad si se puede inventar! ¡y de qué modo! exclamó de nuevo Perpetua; y de improviso, repuso: En cuanto á Beppo, todos saben y han podido ver... ¡Eh, Tonio! entrad y cerrad la puerta, que ya voy. Tonio desde dentro hizo lo que se le prevenía, y Perpetua prosiguió su apasionada narración.
Enfrente de la puerta de D. Abundio había entre dos casitas una callejuela, al fin de la cual se hallaba el campo. Inés se dirigió hacia ella como si quisiese retirarse aparte para hablar más libremente, y Perpetua la siguió. Cuando ambas llegaron al sitio desde donde no se podía ver lo que pasaba delante de la casa de D. Abundio, Inés tosió fuertemente. Ésta era la señal convenida: así que Renzo la oyó, animó á Lucía, dándola un apretón de brazo, y los dos de puntillas avanzaron, arrimándose á la pared, guardando el mayor silencio; llegaron á la puerta, la abrieron poquito á poco, sin hablar una palabra, é inclinados entraron en el corredor, en donde estaban los dos hermanos esperándolos. Renzo cerró la puerta de nuevo muy despacio, y los cuatro subieron la escalera, no haciendo siquiera el ruido de una persona. Llegado que hubieron á la meseta, los dos hermanos se aproximaron á la puerta de la habitación que estaba al lado de la escalera; los novios se quedaron como clavados en la pared.
—Deo gratias, dijo Tonio en voz clara.
—¿Sois vos, Tonio? Entrad, contestó la voz desde adentro.
El que así llamaban abrió la puerta apenas lo suficiente para poder pasar él y su hermano, uno después de otro. El rayo de luz que salió de improviso por aquella abertura y se dibujó sobre el oscuro pavimento de la meseta, hizo estremecer á Lucía del mismo modo que si hubiese sido descubierta. Habiendo entrado los hermanos, Tonio cerró la puerta tras sí; los novios permanecieron inmóviles en la oscuridad, con el oído atento, reteniendo la respiración; el ruido solo que en un caso se hubiera podido oir sería las palpitaciones del corazón de Lucía.
D. Abundio estaba, según hemos dicho, sentado en un sillón viejo envuelto en unas hopalandas, cubierta la cabeza con un gorro raído calado hasta las cejas, á la escasa luz de una pequeña lámpara. Dos mechones de cabellos se escapaban al través de su gorro, dos espesas cejas, dos espesos bigotes, una poblada perilla, todo aquel pelo cano y esparcido sobre aquella cara morena y rugosa, podía compararse á esos arbustos cubiertos de nieve que se dibujan en medio de un precipicio á la claridad de la luna.
—¡Ah, ah! fué el saludo, mientras se quitaba los anteojos y los colocaba sobre su libro.
—El señor cura dirá que he venido tarde, dijo Tonio saludando, según lo hizo también, pero con más torpeza, Gervasio.
—Seguramente que es tarde, tarde de todos modos. ¿Sabéis que estoy enfermo?
—¡Oh, lo siento mucho!
—Ya lo habréis oído decir; estoy enfermo, y no sé cuándo podré dejarme ver... Mas, ¿por qué habéis traído con vos á ese... ese muchacho?
—Para que me acompañe, señor cura.
—Bien, veamos.
—Aquí están las veinticinco libras, todas nuevas, de aquellas que tienen un S. Ambrosio á caballo, dijo Tonio sacando de su faltriquera un paquetito envuelto.
—Veamos, repitió D. Abundio; y tomando el paquete, se volvió á poner los anteojos: lo abrió, sacó las monedas, las contó, las volvió, las revolvió, y las encontró sin defecto alguno.
—Ahora, señor cura, me daréis el collar de mi Tecla.
—Es muy justo, respondió D. Abundio. Se dirigió á un armario, sacó una llave del bolsillo, y mirando á su alrededor, como para tener lejos á los espectadores, abrió un lado de la puerta, cubriendo con su cuerpo la abertura que acababa de practicar, metió dentro la cabeza para ver y un brazo para coger el collar; lo tomó, y habiendo cerrado el armario, lo entregó á Tonio, diciendo: “¿Es esto?”.
—Ahora, dijo Tonio, tened la bondad de poner un poco de negro sobre lo blanco.
—¡También esto! dijo D. Abundio: ellos lo saben todo. ¡Oh, qué sospechoso se ha vuelto el mundo! ¿No os fiáis de mí?
—¡Cómo, señor cura! ¿Si me fío? Vos me hacéis un agravio; pero como mi nombre está puesto en vuestro gran libro, en el libro de las deudas... con que ya que habéis tenido la incomodidad de escribir una vez, también... de la vida á la muerte...
—Bien, bien, interrumpió D. Abundio; y refunfuñando tiró de un cajoncito de la mesa, sacó papel, pluma y tintero, y se puso á escribir, repitiendo á viva voz las palabras, á medida que salían de la pluma. Entonces Tonio y Gervasio, por medio de una señal que aquél le hizo, se plantaron de pie delante de la mesa, de manera que pudiesen ocultar la puerta al que escribía. Como si estuviesen muy cansados, iban arrastrando sus pies sobre el pavimento, para advertir á los que estaban fuera que podían entrar, y para cubrir al mismo tiempo el ruido de las pisadas. D. Abundio, abismado en su escritura, nada veía. Á la señal convenida, Renzo cogió á Lucía del brazo, lo apretó para darla ánimo y echó á andar, arrastrándola tras de sí toda trémula, pues que ella no hubiera podido ir sola. Entraron poquito á poco, de puntillas, conteniendo la respiración, y se escondieron detrás de los dos hermanos. Entretanto D. Abundio, habiendo concluido de escribir, volvió á leer atentamente sin levantar los ojos del papel; luego lo dobló, diciendo: “¿Estaréis contentos ahora?”. Y quitándose con una mano los anteojos de encima la nariz, alargó con la otra el papel á Tonio, levantando la cabeza. Éste extendió la mano para tomarlo y se retiró á un lado; Gervasio, á una señal suya, se colocó al otro; y en el medio, como al mudarse una decoración, aparecieron Renzo y Lucía. D. Abundio vió confusamente, después vió claro, se asustó, quedó mudo de estupor, se enfureció, reflexionó, tomó una resolución, todo esto en el intervalo de tiempo que Renzo gastó en pronunciar las siguientes palabras: “Señor cura, en presencia de estos testigos, digo que ésta es mi mujer”. Antes que sus labios se hubiesen cerrado, ya D. Abundio, dejando caer el papel, había cogido y levantado la lámpara con la mano izquierda, agarrado con la derecha el tapete que cubría la mesa; y atrayéndolo hacia él con furia, hizo caer al suelo el libro, el papel, el tintero y los polvos; después, deslizándose entre el sillón y la mesa, se había acercado á Lucía. La infeliz, con su dulce voz, y en aquel momento toda trémula, apenas había podido proferir: “Y éste”... cuando D. Abundio la había arrojado bruscamente el tapete encima, cubriéndole la cabeza y el semblante á un mismo tiempo para impedirle el pronunciar la fórmula entera. En seguida, dejando caer la lámpara que tenía en la otra mano, se ayudó también con ella para envolver la cabeza de Lucía en el tapete, hasta el punto de sofocarla; y en el ínterin gritaba á más no poder: “¡Perpetua, Perpetua! ¡Traición, socorro!”. El pábilo de la lámpara que moría sobre el pavimento, arrojaba una luz lánguida y desigual sobre Lucía, la cual sumamente alarmada no trataba siquiera de desembarazarse, asemejándose á una estatua cubierta de arcilla, sobre la cual el artista ha echado un húmedo trapo. Apagada enteramente la luz, D. Abundio abandonó á la infeliz, y fué buscando á tientas la puerta que daba á una habitación más interior, la halló, entró en ella, cerró por dentro y todavía continuaba gritando: “¡Perpetua! ¡Traición, socorro! ¡Fuera de esta casa, fuera de esta casa!”. En la otra pieza todo era confusión; Renzo buscaba al cura, moviendo los brazos y manos como si jugase á la gallina ciega; habiendo llegado á la puerta, llamaba á ella gritando: “¡Abrid, abrid! No metáis tanta bulla”. Lucía llamaba también á Renzo con voz ahogada, y le decía suplicando: “¡Vámonos, vámonos, por el amor de Dios!”. Tonio, á gatas, iba barriendo con las manos el suelo, para recobrar su recibo. Gervasio, espantado, gritaba y saltaba, buscando la puerta de la escalera para salvarse.
En medio de esta batahola, no podemos menos de detenernos un momento para hacer una reflexión. Renzo, que movía todo aquel estrépito, de noche, en casa ajena, que se había introducido furtivamente, y tenía al mismo dueño sitiado en su habitación, presentaba todas las apariencias de un opresor; y sin embargo, bien considerado, él era el oprimido. D. Abundio, sorprendido, fugitivo, asustado, mientras atendía tranquilamente á sus negocios, parecía la víctima; y no obstante, en realidad él era el que hacía la injuria. Así va muchas veces el mundo... quiero decir, así iba en el siglo XVII.
El asaltado, viendo que el enemigo no daba señales de retirarse, abrió una ventana que miraba al cementerio de la iglesia, y se puso á gritar: “¡Socorro, socorro!”. La luna despedía una brillante claridad, la sombra de la iglesia y del campanario, se dibujaban negras é inmóviles sobre el cementerio lleno de yerbas: todos los objetos se podían distinguir como si hubiese sido de día; pero hasta donde se extendía la vista, no aparecía ningún indicio de ser viviente. Contiguo, sin embargo, á la pared lateral de la iglesia, y justamente por el lado que correspondía á la casa parroquial, había un pequeño agujero, especie de gatera, donde dormía el sacristán. Habiendo éste despertado á tan desordenados gritos, dió un salto sobre su lecho, abrió apresuradamente una pequeña ventana, sacó fuera la cabeza, y con los ojos todavía cerrados dijo: “¿Qué es esto?”.
—¡Corred, Ambrosio! ¡Socorro! Hay gente en casa, gritó D. Abundio.
—Voy al momento, respondió aquél. Metió adentro la cabeza, volvió á cerrar su ventanillo, y aunque medio soñoliento, y más que medio asustado, encontró de manos á boca un expediente para llevar más socorros de los que se le pedían, sin tener necesidad de ir á meterse en medio de la tremolina, cualquiera que ella fuese. Cogió los calzones que estaban sobre su cama, se los colocó debajo del brazo, y subiendo á brincos por una escalerilla de mano, corrió al campanario, asió la cuerda de la más grande de las dos campanas que allí había, y empezó á tocar rebato.
Ton, ton, ton, ton. Los aldeanos se apresuran á sentarse sobre la cama, los muchachos acostados en los graneros aguzan los oídos, y se ponen de pie. ¿Qué es esto, qué es esto? ¡La campana toca á rebato! ¿Será fuego, ladrones, bandidos? Muchas mujeres aconsejan, ruegan á sus maridos que no se muevan, que dejen ir á los demás; algunos se levantan y se dirigen á la ventana; los cobardes, como si se rindiesen á las súplicas, se vuelven á meter debajo de las mantas; los más curiosos y más valientes, bajan á tomar las horquillas y los arcabuces para acudir al ruido; otros, finalmente, permanecen meros espectadores.
Mas antes que ellos estuviesen arreglados, antes de estar bien despiertos, el ruido había herido ya los oídos de otras personas que velaban, no lejos de allí, levantadas y vestidas: los bravos por un lado, Inés y Perpetua por el otro. Diremos antes, brevemente, lo que aquéllos habían hecho desde el momento en que los dejamos, parte en el caserón y parte en la hostería. Cuando éstos tres últimos vieron todas las puertas cerradas y la calle desierta, salieron á toda prisa, diciendo que deseaban llegar pronto á su casa; dieron una vuelta por el pueblo para ver mejor si todo el mundo se había retirado, y en efecto, no encontraron alma viviente, ni oyeron el menor ruido. Pasaron también poquito á poco por delante de nuestra pobre casita, la más tranquila de todas porque no había nadie dentro. Entonces se encaminaron directamente al caserón, é hicieron su relación al Sr. Griso. Éste se cubrió la cabeza con un gran sombrero de anchas alas, se puso una especie de ropón de hule sembrado por todos lados de conchas, tomó un bordón de peregrino, y dijo: “Bravos, marchemos; silencio, y atención á las órdenes”. Después de pronunciadas estas palabras, se puso en marcha el primero, siguiéndole los demás. Al poco tiempo llegaron á la casita, por un camino opuesto al que nuestra pequeña tropa había seguido para hacer también su expedición. El Griso hizo detener su partida á algunos pasos, se adelantó solo con el objeto de explorar, y viendo que por fuera estaba todo desierto y tranquilo, mandó avanzar á dos de aquellos bribones; les dió la orden de escalar con precaución la pared que circula el pequeño patio, y que estando dentro, se ocultasen en un ángulo, que estaba plantado de una multitud de higueras, sobre cuyo sitio había echado la vista aquella misma mañana. Hecho esto, llamó muy bajito á la puerta, con la intención de decir que era un desgraciado peregrino, que pedía hospitalidad hasta que fuese de día. Nadie contestó; volvió á llamar con más fuerza; nada, el mismo silencio. Entonces llamó á un tercer malandrín, le hizo escalar la pared del patio como lo habían verificado los otros dos, con orden de descorrer poco á poco el cerrojo, para tener de este modo libre el ingreso y la retirada. Todo se hizo con la mayor precaución y con próspero resultado. En seguida fué á llamar á los demás, los llevó consigo, les mandó que se ocultasen en el mismo sitio que los anteriores, aproximóse lentamente á la puerta de la calle, colocó dos centinelas á la parte interior, y se dirigió á la entrada del piso bajo. También tocó á la puerta y esperó; ¡bien podía esperar! Forzó con la más refinada astucia la citada puerta, y nadie hubo que dijese desde adentro: “¿Quién va allá?”. Nada se oye; mejor no puede ir. Adelante, pues: “Psit”, dijo, llamando á los que se ocultaban entre las higueras y entrando con ellos en la habitación baja, en donde por la mañana había infamemente recibido un pedazo de pan. Sacó yesca, piedra, eslabón y pajuelas, encendió una pequeña linterna y entró en otra pieza interior, para ver si había alguien; nadie tampoco. Luego retrocedió, se encaminó á la puerta de la escalera, miró, escuchó, nada; soledad y silencio. Dejó otros dos centinelas en el piso bajo, mandó que le siguiese Grignapoco, que era un bravo del condado de Bérgamo, el cual sólo debía amenazar, tranquilizar, pedir, ser en suma el orador, á fin de que por su lenguaje pudiese hacer creer á Inés que la expedición venía de aquella parte. Con el expresado Grignapoco al lado, y los demás detrás, el Griso subió poco á poco blasfemando en su interior á cada escalón que crujía, á cada paso de aquellos bribones. Finalmente, llegó arriba. Aquí está el busilis. Empujó suavemente la puerta que conduce á la primera pieza, ella cedió, la abre un poco, aplica el oído; está todo oscuro. Se pone á escuchar atentamente por si oye alguno que ronque, respire ó se agite; nada. Adelante, pues: colocó la linterna delante de su cara para ver sin ser visto; abrió la puerta de par en par, y distinguió un lecho, se echa encima, el lecho lo halló preparado y perfectamente plano, con el rebozo bien extendido y cubriendo la almohada. Se encogió de hombros y se volvió hacia su comitiva, les hizo seña que fuesen á ver en la otra habitación y que le siguiesen de puntillas; entró, hizo las mismas ceremonias, y encontró la misma cosa. “¿Qué diablo es esto?”, dijo entonces: “Es preciso que algún perro traidor nos haya espiado”. En seguida se pusieron todos á mirar con menos precaución, á buscar por todos los rincones; por último, revolvieron la casa de arriba abajo. Mientras que ellos están ocupados en tales indagaciones, los dos que estaban de centinela á la puerta de la calle, oyeron un pequeño ruido de pasos como de alguno que se acercaba apresuradamente; calcularon que cualquiera que fuese pasaría sin pararse; permanecieron quietos, y á todo evento se mantuvieron alerta. Mas he aquí que el ruido de las pisadas cesa delante de la misma puerta. Era Menico que venía aceleradamente, enviado por el padre Cristóbal, para avisar á las dos mujeres que por Dios saliesen pronto de su casa, y se refugiasen al convento, porque... el por qué lo sabía él. Cogió la aldaba para llamar, y sintió que se le venía á la mano rota y desunida. ¿Qué es esto? pensó, y empujó la puerta un tanto asustado; ésta se abrió. Menico puso un pie dentro, no sin una violenta sospecha: se sintió al mismo tiempo coger por ambos brazos, y dos voces que á derecha é izquierda le decían en tono amenazador: “¡Silencio! ó eres muerto”. Él, al contrario, arrojó un grito; uno de los que lo tenían cogido le puso una mano en la boca, y el otro sacó un gran cuchillo para hacerle miedo. El muchacho, trémulo como la hoja en el árbol, no trata ya de gritar; mas en el instante mismo, en su lugar, y con distinto tono, se deja oir el primer toque de campana, y detrás una multitud de campanadas seguidas. El que comete una falta siempre teme, dice un proverbio milanés: á uno y á otro de aquellos bribones les parece oir en dichos toques sus nombres y apellidos; sueltan los brazos de Menico, lo rechazan con cólera, levantan la mano, abren la boca, se miran y corren á la casa en donde se hallaba el grueso de la partida. Menico sale y echa á correr á toda prisa con dirección al campanario, en donde regularmente debía encontrar á alguno. El terrible toque hizo la misma impresión en los otros bribones que registraban la casa de arriba abajo. Se turban, se alarman y se empujan unos á otros; cada uno busca el camino más corto para llegar á la puerta. Y sin embargo, era gente toda experimentada y acostumbrada á hacer frente al peligro; mas no pudieron estar tranquilos contra un riesgo indeterminado, y que no se había dejado ver desde lejos antes de caer sobre ellos. Fué necesario toda la superioridad del Griso para impedir que se desbandasen, y para que fuese una retirada y no una fuga. Como el perro que guarda una manada de cerdos, y corre ahora por aquí, ahora por allí hacia los que se separan, agarra uno por una oreja y lo arrastra, empuja á otro con el hocico, ladra á un tercero que se sale de la fila en aquel momento, del mismo modo el peregrino asió á uno de sus compañeros que tocaba ya en el umbral, lo lanzó hacia dentro, rechazó con su bordón á los que se iban á salir, llamó á los otros que corrían sin saber adónde; lo hizo en efecto tan bien, que los reunió á todos en medio del patio. “¡Pronto, pronto! pistolas en mano, cuchillos preparados, todos unidos, y después nos iremos: así es como uno se va. ¿Quién queréis que se acerque á nosotros, si permanecemos unidos, miserables cobardes? Mas si nos dejamos coger uno á uno, los mismos villanos os pegarán. ¡Vergüenza! Aquí todos”. Después de esta breve arenga, se puso al frente y salió el primero. La casa, como ya hemos dicho, estaba situada á un extremo del pueblo. El Griso tomó el camino que se dirigía al campo, y todos le siguieron en buen orden.
Dejémosles ir, y volvamos un poco atrás á buscar á Inés y á Perpetua, que dejamos en cierta callejuela. Inés había procurado alejar lo más que le había sido posible á aquélla de la casa de D. Abundio; y hasta cierto punto la cosa había ido bien. Mas de repente, el ama de gobierno se había acordado de la puerta que había quedado abierta, y quiso volver atrás. En esto no había nada que replicar. Inés, para no excitar sospechas, había querido volver con ella y seguirla, buscando, sin embargo, medios para entretenerla cada vez que la viese bien exacerbada con la relación de sus casamientos que habían fracasado. Ella manifestaba prestar una grande atención; y de cuando en cuando, para hacerla ver que estaba atenta, ó para atizar su charla, decía: “Seguramente; al presente, yo comprendo; esto va muy bien; es claro: ¿y después? ¿y él? ¿y vos?”. Mas al mismo tiempo discurría entre sí del modo siguiente: “¿Habrán salido ya, ó estarán aún dentro? ¡Cuán aturdidos hemos andado los tres en no convenir por medio de alguna seña para avisarme el buen éxito de la empresa! Esto ha sido una gran necedad; mas ya está hecho: lo mejor ahora será entretener á ésta todo lo que pueda; y poniéndonos en lo peor, sólo se habrá perdido un poco de tiempo”. Así, con muchas pausas y pequeñas carreras, habían llegado á poca distancia de la casa de D. Abundio, la cual, sin embargo, no veían, á causa de la revuelta que hacía la calle; y Perpetua, hallándose en una parte importante de la narración, se había dejado parar sin hacer resistencia y aun sin apercibirse de ello, cuando de repente se oyó venir resonando desde lejos por el espacio inmóvil del aire y vasto silencio de la noche, aquel primer desgarrador grito de D. Abundio: “¡Socorro, socorro!”.
—¡Misericordia! ¿qué ha sucedido? exclamó Perpetua; y quiso correr.
—¿Qué es esto, qué es esto? dijo Inés, deteniéndola por la saya.
—¡Misericordia! ¿no habéis oído? replicó aquélla desasiéndose.
—Pero, ¿qué es esto, qué es esto? repitió Inés, cogiéndola de un brazo.
—¡Diablo de mujer! exclamó Perpetua, rechazándola para quedar libre; y en seguida echó á correr. En aquel mismo instante se oyó, mucho más lejos, más débil, más fugitivo, el grito de Menico.
—¡Misericordia! exclamó también Inés; y se puso á correr detrás de la otra. Casi apenas habían levantado los talones, cuando sonó la campana: un toque, dos, tres y otros muchos: hubieran sido otros tantos espolazos, si ellas hubiesen tenido necesidad. Perpetua llegó un momento antes que su compañera. Mientras aquélla fué á empujar la puerta, ésta se abrió completamente por la parte de adentro, y aparecieron en el umbral, Tonio, Gervasio, Renzo y Lucía que, habiendo encontrado la escalera, habían llegado abajo á trompicones; y oyendo en seguida aquel terrible campaneo, corrían, á más no poder, con el objeto de ponerse en salvo.
—¿Qué es esto, qué es esto? preguntó Perpetua con ansia á los dos hermanos, que le contestaron con un empujón, y emprendieron la fuga. “¿Y vosotros, ¿cómo?... ¿qué hacéis aquí?”, preguntó á la otra pareja cuando la hubo reconocido; mas ésta sin embargo salió sin contestar. Perpetua, para acudir donde la necesidad era mayor, no preguntó nada más, se precipitó hacia el corredor, y corría, según se lo permitía la oscuridad, hacia la escalera.
Los dos novios se encontraron enfrente de Inés, que llegaba toda afanada.—¡Ah, estáis aquí! dijo ella, hablando con el mayor trabajo. ¿Qué ha pasado? ¿qué significa eso de la campana? Me parece haber oído...
—Á casa, á casa, decía Renzo; á casa, antes que venga gente. Después de lo cual, se pusieron en marcha; mas Menico llegó corriendo á mas no poder, los reconoció, se puso delante de ellos, y también trémulo aún y con voz casi apagada, dijo: “¿Adónde vais? Atrás, atrás; por aquí, al convento”...
—¿Eres tú el que?... empezaba á decir Inés.
—¿Hay alguna otra cosa? preguntaba Renzo. Lucía, toda asustada, permanecía muda y trémula.
—Que en vuestra casa está el diablo, replicó Menico asustado. Le he visto yo; me ha querido matar. El padre Cristóbal ha dicho, y también vos, Renzo, ha dicho que vayáis al instante, y después yo mismo le he visto. Es una fortuna el que os encuentre aquí todos reunidos; luego cuando nos hallemos fuera, os lo diré todo.
Renzo, que era el que estaba más sereno, pensó que de un modo ó de otro convenía quitarse de allí antes que acudiese gente, y que lo más seguro era hacer lo que Menico aconsejaba, aunque lo que pedía era obligado por el miedo. En seguida, puestos ya en camino y lejos del peligro, podrían exigir del muchacho una explicación más clara. “Marcha delante”, le dijo; “vamos con él”, dijo á las mujeres. Retrocedieron, se encaminaron apresuradamente hacia la iglesia, atravesaron el cementerio, en donde por favor del cielo no había aún alma viviente, entraron en una callejuela que estaba situada entre la iglesia y la casa de D. Abundio, tomaron el primer sendero que encontraron, y se dirigieron á través de los campos.
Acaso no se habían alejado unos cincuenta pasos, cuando la gente empezó á llegar al cementerio, engrosándose la muchedumbre á cada momento. Mirábanse los unos á los otros; cada uno tenía una pregunta que hacer, nadie una respuesta que dar. Los primeros que llegaron corrieron á la puerta de la iglesia; ésta permanecía cerrada. Se dirigieron á la parte exterior del campanario, y uno de ellos, arrimando la boca á una pequeña ventana, lanzó dentro, como una cerbatana, un “¿Qué diablos es esto?”. Cuando Ambrosio oyó una voz conocida, abandonó la cuerda, y estando seguro por el ruido, que había acudido ya mucha gente, respondió: “Voy á abrir”. Se puso á toda prisa el arnés que había traído debajo del brazo, se encaminó por la parte interior á la puerta de la iglesia, y la abrió. “¿Quién promueve todo este alboroto? ¿qué hay? ¿dónde está? ¿quién es?”.
—¿Cómo quién es? dijo Ambrosio apoyando una mano en la puerta y con la otra sujetando los calzones que se había puesto á toda prisa. ¡Cómo! ¿no lo sabéis? Hay gente en casa del señor cura: ánimo, hijos míos, á socorrerle. Se dirigen todos hacia la casa, se acercan en tropel, miran, escuchan; mas todo está tranquilo. Algunos corren á la puerta de la calle, está cerrada, y no parece que haya sido tocada. Vuelven á mirar á lo alto; ni una sola ventana abierta, no se oye nada.
—¿Quién hay dentro? ¡Hola! ¡hola! ¡Señor cura, señor cura!
D. Abundio, asegurado apenas de la fuga de los invasores, se había retirado de la ventana y la había cerrado. Estaba en aquel momento disputando en voz baja con Perpetua, que lo había dejado en semejante apuro. Pero cuando oyó que le llamaban las gentes á grandes voces, se dirigió de nuevo á la ventana, y viendo aquel gran socorro, se arrepintió de haberlo pedido.
—¿Qué ha sido esto?—¿Qué os han hecho?—¿Quiénes son?—¿En dónde están?, le gritaban cincuenta voces á un tiempo.
—No hay nadie, os doy gracias, podéis retiraros.
—Pero ¿qué ha sido?—¿Adónde se han ido?—¿Qué ha sucedido?
—Gente mala, gente que ronda de noche; mas han emprendido la fuga. Volveos á vuestras casas; esto ya no es nada; por segunda vez, hijos míos, os doy gracias por vuestro buen corazón. Y dicho esto se retiró y cerró la ventana, de cuyas resultas unos empezaron á murmurar, otros á chancearse, otros á jurar, otros se encogían de hombros y se marchaban, cuando he aquí que llegó uno todo sofocado que apenas podía hablar. Éste habitaba una casa que estaba casi enfrente de la de nuestras consabidas mujeres; y habiéndose despertado al ruido, se había puesto á la ventana y había visto en el patio de aquéllas el desorden de los bravos cuando el Griso se apresuraba á reunirlos. Luego que hubo tomado aliento gritó: “¿Qué hacéis aquí, hijos míos? El diablo no está aquí; está allá abajo, en el extremo de la calle, en la casa de Inés Mondella; dentro hay hombres armados: parecía que querían asesinar á un peregrino; ¡quién diablos sabe lo que hay!”.
—¡Qué!—¿Qué hay?—¿Qué? Y empezó una tumultuosa deliberación.—Es preciso ir.—Es preciso ver.—¿Cuántos son ellos?—¿Cuántos somos nosotros?—¿Quiénes son?—¡El cónsul, el cónsul!
—Aquí me tenéis, respondió el cónsul en medio de la multitud; aquí estoy; pero es preciso que me ayudéis, es preciso que me obedezcáis. Pronto: ¿en dónde está el sacristán? ¡Al campanario! ¡al campanario! Pronto: uno que corra á Lecco á buscar auxilio. Venid aquí todos... Unos acuden, otros se deslizan en medio de la multitud y se marchan; la confusión era grande, cuando llegó un paisano que los había visto marchar apresuradamente, y gritó: “Corred, amigos míos: los ladrones ó bandidos que se escapan con un peregrino, están ya fuera del pueblo: ¡á ellos! ¡corramos á ellos!”. Á semejante aviso, sin esperar las órdenes del capitán, se mueven en masa y se dirigen mezclados unos con otros por la calle abajo. Á medida que el ejército avanza, algunos de la vanguardia acortan el paso, se dejan adelantar por otros, y se meten entre el grueso de la tropa; los últimos empujan hacia adelante; finalmente, el confuso enjambre llega al lugar indicado. Las huellas de la invasión estaban recientes y manifiestas: la puerta abierta de par en par, forzada la cerradura, mas los invasores habían desaparecido. Entran en el patio, van á la puerta del piso bajo, abierta y forzada también; llaman: “¡Inés! ¡Lucía! ¡el peregrino! ¿En dónde está el peregrino? ¡El peregrino!. lo habrá soñado Stéfano. No, no; Carlandrea lo ha visto también. ¡Hola, peregrino! ¡Inés! ¡Lucía!”. Nadie responde. ¿Se las han llevado? ¿se las han llevado también? Entonces hubo algunos que, alzando la voz, propusieron perseguir á los raptores; que aquello era una infamia, y que sería una vergüenza para el país, si cualquier bribón pudiese á mansalva venir á arrebatar las mujeres como el milano á los polluelos de una granja deshabitada. Nueva deliberación más tumultuosa todavía; pero uno de ellos (y no se supo nunca quién había sido), hizo correr la voz de que Inés y Lucía se habían refugiado en una casa de campo. Dicha voz se esparce rápidamente, obtiene crédito, no se habla ya de dar caza á los fugitivos, y la multitud se desbanda y se retira cada uno á su casa. Oíase un cierto rumor, un ruido continuo de llamar á las puertas y abrirse éstas, un aparecer y desparecer de luces, un preguntar las mujeres desde las ventanas y contestar desde la calle; por último, habiendo quedado ésta desierta y silenciosa, las conversaciones continuaron en el interior de las casas, muriendo entre los bostezos para volverlas á empezar al día siguiente. Nada más ocurrió; únicamente por la mañana, estando el cónsul en su campo, con la barba apoyada sobre una mano, el codo sobre el mango del azadón medio hundido en el terreno, y con un pie sobre el rastrillo; estando, repito, reflexionando entre sí acerca de los misterios de la pasada noche, y sobre lo que le tocaba y debía hacer, vió venir á su encuentro dos hombres de muy gallarda presencia, peinados como dos reyes francos de la primera raza, y semejantes en todo lo demás á los dos que cinco días antes se habían presentado á D. Abundio, dado caso que no fuesen los mismos. Con aire más respetuoso que el que habían usado con el cura, intimaron al cónsul que se guardase de referir al podestá lo ocurrido; decir la verdad si fuese interrogado; hablar, fomentar las habladurías de los villanos, pues podía tener la esperanza de morir de enfermedad.
Mas volvamos á nuestros fugitivos. Continuaron andando á buen paso por espacio de algún tiempo, guardando el más profundo silencio, volviéndose ya uno ya otro, á mirar si alguien los perseguía; todos ellos sin aliento, á causa del cansancio de la fuga, palpitándoles el corazón por la incertidumbre en que se hallaban, por la aflicción del mal resultado, y por la aprehensión confusa de un nuevo y oscuro peligro. Su desaliento crecía á la par que llegaban á sus oídos los continuos sonidos de la campana, los cuales á medida que ellos se iban alejando, se volvían más débiles é imperceptibles; de tal modo, que parecían tener un cierto no sé qué de lúgubre y siniestro: por último, dejaron de oirse. Encontrándose entonces los fugitivos en un campo desierto, y no percibiendo el menor ruido en torno de sí, aflojaron el paso, é Inés, tomando aliento, fué la primera que rompió el silencio, preguntando á Renzo lo que había pasado, y á Menico qué era lo que él llamaba el diablo que estaba en su casa. Renzo refirió brevemente su triste historia, después de lo cual se volvieron los tres al muchacho, el cual contó en términos más expresos el aviso del padre, y refirió lo que él mismo había visto, y los peligros que había corrido; y su relación no hacía más que confirmar el aviso. Los oyentes comprendieron más de lo que Menico había sabido decir. Á dicha revelación, fueron sobrecogidos de un nuevo estremecimiento; paráronse todos tres á un tiempo, se miraron unos á otros espantados; y de pronto, con un movimiento unánime, pusieron una mano sobre la cabeza y otra sobre los hombros del niño, como para acariciarle y darle gracias tácitamente de haber sido para ellos un ángel tutelar, y demostrarle la compasión que sentían por las angustias que había sufrido y el peligro corrido para salvarlos, pidiéndole casi perdón. Ahora vuélvete á casa para que tu familia no esté con cuidado, le dijo Inés: y acordándose de las dos parpagliole prometidas, sacó cuatro de la faltriquera, y se las dió, añadiendo: “Adiós; ruega al Señor que nos volvamos á ver pronto, y entonces”... Renzo le dió una berlinga nueva, y le recomendó mucho que no dijese nada de la comisión que el fraile le había dado. Lucía le acarició de nuevo, le saludó con voz conmovida; y el muchacho, después de haberle devuelto el saludo todo enternecido, volvió atrás. Aquéllos continuaron su camino sumamente pensativos; las mujeres iban delante, y Renzo detrás, como sirviéndoles de escolta: Lucía iba cogida del brazo de la madre, y rehusaba dulcemente y con destreza el apoyo que el joven le ofrecía en los malos pasos de aquel viaje fuera de camino; avergonzada en su interior y también turbada de haber permanecido tan largo tiempo, y tan familiarmente sola con él, cuando aguardaba ser dentro de pocos instantes su esposa. Al presente, desvanecido tan dolorosamente este sueño, se arrepentía de haber ido tan lejos; y en medio de tantos objetos de temor, temblaba también por ese pudor que no nace del triste conocimiento del mal; por ese pudor que se ignora, parecido al miedo de un niño, que tiembla en la oscuridad sin saber por qué.
—¿Y la casa? dijo al mismo tiempo Inés. Mas aunque la pregunta fuese importante, nadie respondió, porque nadie podía darle una respuesta satisfactoria. Continuaron su camino en silencio, y poco después desembocaron finalmente en una pequeña plazoleta que estaba situada delante de la iglesia del convento.
Renzo se acercó á la puerta y la sacudió con fuerza. Ésta se abrió al instante; y la luna, entrando por la abertura, iluminó el pálido rostro y la plateada barba del padre Cristóbal, que se hallaba allí de pie en expectativa. Viendo que no faltaba nadie, “¡Dios sea loado!” dijo, y les hizo seña de que entrasen. Á su lado estaba otro capuchino, el fraile lego sacristán, que aquél por medio de súplicas y razonamientos había persuadido que le acompañase á velar, á dejar la puerta entornada y á quedarse con él de centinela, para dar un asilo á aquellos infelices perseguidos; habiendo necesitado de toda la autoridad de padre, y de su reputación de santo, para obtener del lego una condescendencia incómoda, peligrosa é irregular. Luego que entraron, el padre Cristóbal cerró la puerta poquito á poco. Entonces el sacristán, no pudiendo resistir ya más, y llamando al padre aparte, le dijo al oído: “¡Pero, padre, padre! de noche... en la Iglesia... con mujeres... cerrar... la regla... ¡Pero, padre!”... y meneaba la cabeza, mientras decía con pena las anteriores palabras. “¡Ved lo que son las cosas! pensaba el padre Cristóbal: si fuese un salteador de caminos perseguido, Fr. Fazio no opondría la menor dificultad, y una pobre inocente que escapa de las garras del lobo... Omnia mundo mundis, dijo en seguida, volviéndose con prontitud hacia Fr. Fazio, recordando que éste no sabía el latín. Mas semejante recuerdo fué tan á punto, que hizo precisamente el efecto deseado. Si el padre se hubiese puesto á discutir por medio de buenos argumentos, á Fr. Fazio no le hubieran faltado otros argumentos que oponer, y el cielo sabe cuándo y cómo hubiera concluido la cosa. Mas al oir aquellas palabras llenas de un sentido misterioso, y proferidas tan resueltamente, le pareció que en ellas debía contenerse la resolución de todas sus dudas. Apaciguóse, y dijo: “¡Bien! vos sabéis más que yo”.
—Confiad en mí, respondió el padre Cristóbal; y á la dudosa claridad de la lámpara que ardía ante el altar, acercóse á los refugiados que permanecían suspensos esperando, y les dijo: “¡Hijos míos! dad gracias al Señor que os ha librado de un peligro. Quizá en este momento”... Y aquí se puso á explicar lo que no había hecho más que indicar por medio del pequeño mensajero; porque no sospechaba que ellos supiesen más que él, y suponía que Menico los había encontrado tranquilos en su casa antes que llegasen los malvados. Nadie le desengañó, ni Lucía siquiera, la cual, sin embargo, sentía un secreto remordimiento por semejante disimulo hacia un hombre como aquél; pero la noche era de enredos y ficciones.
—Después de lo que ha ocurrido, continuó él, bien veis, hijos míos, que al presente no estáis seguros en este país. Es el vuestro, en él habéis nacido, no habéis hecho mal á nadie; mas Dios lo quiere así. Ésta es una prueba, queridos hijos, soportadla con paciencia, con confianza, sin murmurar, y estad seguros que vendrá tiempo en que os alegraréis de lo que ahora sucede. He pensado buscaros un refugio para los primeros momentos. Muy pronto espero poder haceros volver con seguridad á vuestra casa; de todos modos, Dios proveerá lo que más os convenga, y ciertamente me esforzaré en no faltar á la gracia de que me considera digno, escogiéndome por su ministro para serviros á vosotros sus amados hijos, infelices y atribulados. Vosotras, continuó, volviéndose á las mujeres, podréis quedaros en ***. Allí estaréis al abrigo de todo peligro, y al mismo tiempo no muy lejos de vuestra casa. Buscad nuestro convento en dicho lugar, haced llamar al padre guardián, dadle esta carta: para vosotras será otro Fr. Cristóbal. Y tú, mi querido Renzo, tú también debes ponerte al abrigo, por ahora, de la rabia del consabido y de la tuya. Lleva esta carta al padre Buenaventura de Lodi, á nuestro convento de la Puerta-Oriental, en Milán. Él te servirá de padre, te guiará y te buscará trabajo hasta que tú puedas volver aquí á vivir tranquilamente. Id á la orilla del lago, cerca de la embocadura del Bione (es un torrente á pocos pasos de aquí). Allí veréis un batel amarrado; diréis: “¡Ah de la barca!”. Se os preguntará, “¿Para quién?” y responded: “S. Francisco”... La barca os recibirá, os trasportará á la otra orilla, en donde encontraréis un carromato que os conducirá en derechura á ***.
El que preguntase cómo Fr. Cristóbal tuviese tan de improviso á su disposición aquellos medios de trasporte, por agua y por tierra, manifestaría no conocer cuál era el poder de un capuchino tenido en concepto de santo.
Lo único que restaba era pensar en la custodia de la casa. El padre recibió las llaves, encargándose de consignarlas á los que Renzo y Lucía le indicaron. Esta última, sacando de la faltriquera la suya, lanzó un gran suspiro, pensando que en aquel momento la casa estaba abierta, que había estado en ella el diablo; y ¡quién sabe lo que quedaba por guardar!
Antes de partir, dijo el padre, “Roguemos todos juntos al Señor, para que él sea con vosotros en este viaje, y siempre; y sobre todo, que os dé la fuerza y el deseo de querer todo lo que él ha querido”. Así, diciendo, se postró de hinojos en medio de la Iglesia, y todos hicieron lo mismo. Después que hubieron orado algunos momentos en silencio, el padre, en voz baja, pero distinta, articuló las palabras siguientes: “Nosotros os rogamos también por ese desgraciado que nos ha reducido á este extremo. Seríamos indignos de vuestra misericordia, si no os pidiésemos de corazón por él; ¡lo necesita tanto! Nosotros, en medio de nuestra tribulación, tenemos el consuelo de estar en el camino donde vos mismo nos habéis colocado, pudiéndoos ofrecer nuestras aflicciones, las cuales llegarán á ser un título meritorio para con vos. ¡Mas él!... él es vuestro enemigo. ¡Oh, desgraciado; él lucha con vos! ¡Señor, tened piedad de él, tocad su corazón, hacedlo amigo vuestro, concededle todos los bienes que podamos desear para nosotros mismos!”.
Levantándose en seguida, apresuradamente, dijo: “Vamos, hijos míos, no hay tiempo que perder; que Dios os guarde y el santo ángel os acompañe: partid”. Y mientras se ponían en marcha, con esa emoción que no encuentra palabras, y que sin embargo se manifiesta sin ellas, el padre añadió con voz alterada: “El corazón me dice que nos volveremos á ver pronto”.
Ciertamente, el corazón para el que le presta oídos, tiene siempre que decir algo sobre el porvenir. ¿Pero qué sabe el corazón? apenas un poco de lo que ha pasado.
Sin aguardar respuesta, el padre Cristóbal se encaminó hacia la sacristía; los viajeros salieron de la iglesia, y Fr. Fazio cerró la puerta, dándoles un adiós también con voz conmovida. Se dirigieron con precaución hacia la orilla que les había sido indicada, vieron el batel preparado, y habiendo dado y recibido las palabras de ordenanza, entraron. El barquero, impeliendo un remo hacia la proa, se apartó de la orilla, y después empuñando el otro y remando á brazo tendido, ganó el lago hacia la orilla opuesta. No se percibía el menor soplo de viento, el lago yacía tranquilo y llano, y hubiera parecido que estaba inmóvil, á no ser por el temblor y la ligera ondulación de la luna, que desde lo alto se reflejaba en las aguas. Oíase únicamente el ruido de las oleadas que iban á morir dulcemente sobre la arena de la playa, el murmullo más lejano del agua que se estrellaba contra los arcos del puente, y el acompasado golpe de los dos remos que cortaban la azulada superficie del lago, saliendo á un mismo tiempo húmedos para volverse á sumergir al momento. Las aguas hendidas por la barca, amontonándose detrás de la popa, iban dejando señalada una espumosa huella, que á cada instante se alejaba más de la ribera. Los pasajeros, silenciosos, con la cabeza vuelta hacia atrás, contemplaban las montañas y el país alumbrado por la luna, y cortado por algunas partes de grandes sombras. Distinguíanse los pueblecillos, las casas, las cabañas. El castillejo de D. Rodrigo, con su aplastada torre, elevado sobre las casucas amontonadas en la falda del promontorio, se asemejaba á un malhechor, que de pie en la oscuridad y en medio de una tropa de hombres dormidos, velase meditando algún crimen. Lucía lo vió y se estremeció; siguió con la vista la pendiente de la montaña hasta llegar á su pueblo, miró fijamente á su extremidad, divisó su casita, la techumbre cubierta con las hojas de la higuera que sobresalía de la tapia del pequeño patio, descubrió la ventana de su habitación, y sentada como estaba en el fondo de la barca, apoyó un brazo sobre el banco como para dormir, y se puso á llorar en secreto.
Adiós montañas que salís de las aguas y tocáis al cielo; cimas desiguales, tan conocidas de quien ha crecido entre vosotras, y que están impresas en su mente como los rasgos de sus más queridos amigos; torrentes cuyo murmullo le es tan familiar como la voz de su familia; casas esparcidas que blanquean sobre la pendiente como rebaños de ovejas que pacen, adiós. ¡Para el que ha nacido entre vosotros, qué momento tan triste es el alejarse! El mismo que las abandona voluntariamente, lanzado por el capricho y la esperanza de hacer fortuna en otra parte, siente desvanecerse entonces sus sueños de riqueza; se admira de haberse podido resolver, y retrocedería si no pensase que un día podrá volver opulento. Cuanto más avanza en la llanura, tanto más su vista se retira disgustada y rendida de aquella fastidiosa uniformidad; el aire le parece pesado y sin vida; él se adelanta triste y desencantado en las ciudades populosas; le parece que las casas unidas á otras casas, las calles que cruzan á las calles sofocan su respiración, y ante los edificios que son la admiración del extranjero, piensa con inquieto deseo en el campanario de su país natal, en la cabaña sobre la cual ha echado ya los ojos, y que debe comprar cuando volverá rico á sus montañas.
¡Pero aquel momento para ella, que jamás ha llevado sus fugitivos deseos más allá de lo regular, que ha limitado en el círculo de aquellos hermosos sitios todos sus sueños futuros, y que ha sido arrojada muy lejos por una fuerza perversa! ¡Para ella, que arrancada repentinamente á sus más caras costumbres, turbada en sus más vivas esperanzas, abandona sus montañas, para encaminarse á países extraños, que jamás ha deseado conocer, y que no puede con la imaginación llegar al momento señalado para la vuelta! ¡Adiós, cabaña en donde nació; en donde agitada por un sentimiento secreto, aprendió á distinguir del rumor de los pasos comunes el paso esperado con misterioso temor! ¡Adiós, casa aún extraña, casa que ha mirado con frecuencia á hurtadillas, al pasar, y no sin ruborizarse, en la cual la mente se complacía en presentársela como una tranquila y perpetua morada de esposa! ¡Adiós, iglesia, donde su alma recobró su serenidad tantas veces, cantando las alabanzas del Señor; en donde se le había prometido, en donde se preparaba una grande ceremonia; donde los secretos deseos de su corazón debían ser solemnemente bendecidos, y el amor ordenado y santificado, adiós! El que os proporcionaba tanta alegría está en todas partes, y nunca turba la dicha de sus hijos, más que para prepararles una mayor y más segura.
Tales eran poco mas ó menos los pensamientos de Lucía; los de los otros dos pasajeros también se diferenciaban poco, mientras que la barca iba acercándose á la orilla derecha del Adda.