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CAPÍTULO PRIMERO

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Índice

Un brazo del lago de Como, dirígese al Mediodía, por entre dos cordilleras de montañas no interrumpidas, y va formando, según aquéllas se estrechan ó se apartan, bahías y ensenadas que de repente toman el curso y la apariencia de un caudaloso río, teniendo á su derecha un cabo ó promontorio, y á su izquierda otro río. El puente que une las dos márgenes en aquel sitio, parece que hace más sensible á la vista dicha trasformación: él señala el punto donde termina el lago y empieza el Adda, para volver á tomar su nombre en el mismo lugar en que ambas riberas, ensanchándose nuevamente, permiten que las aguas se extiendan formando innúmeros golfos y bahías. El río baja apoyándose en dos montes contiguos, formado por la confluencia de tres grandes torrentes, llamado el uno de S. Martín y el otro el Resegon, que en dialecto lombardo, quiere decir sierra; y en efecto, son tantos sus numerosos picos, que verdaderamente semeja á una sierra; de modo que, á su aspecto, visto de frente, por ejemplo, desde los muros de Milán que miran al Norte, no hay quien, por esa señal, no le reconozca al momento entre aquella vasta cordillera de montañas, de los otros montes de nombre menos conocido y de forma mas común. Por espacio de un buen trecho el río baja por una pendiente poco sensible; después interrumpido en su marcha por ribazos y cañadas, se precipita formando cascadas ó anchas lagunas, según la configuración de las dos montañas y el trabajo de las aguas. La orilla, surcada por las bocas de los torrentes, está cubierta de gruesa arena y guijarros; el resto del terreno lo forman campos y viñedos, salpicados de lugarcillos, quintas y cabañas, y de cuando en cuando, bosques que se prolongan hasta la misma montaña. Lecco, el mayor de aquellos lugarcillos y que da su nombre al territorio, está situado á corta distancia del puente, sobre las orillas del lago, haciendo parte del mismo, cuando crecen sus aguas. Hoy día es una gran aldea que va encaminándose á ser ciudad. En el tiempo que tuvieron lugar los sucesos, cuya narración vamos á emprender, dicha aldea, ya muy considerable, era á más una plaza fuerte, teniendo por lo tanto el honor de alojar un gobernador, y la ventaja de poseer una guarnición permanente de soldados españoles. El Adda, salido apenas de los arcos del puente, se convierte de nuevo en un pequeño lago, y después se estrecha y prolonga hasta el horizonte en brillantes revueltas; en lo alto las cimas de los montes suspendidas sobre el que las contempla, y debajo la pendiente de la montaña cultivada, los paisajes, el puente; al frente la ribera opuesta del lago, y tendiendo más la vista el encumbrado monte que lo encierra.

Por uno de estos senderos volvía de paseo, dirigiéndose á su casa á pasos lentos, en la tarde del día 7 de noviembre del año 1668, D. Abundio, cura párroco de uno de los lugares que se acaban de describir: el nombre de éste, ni el apellido de aquél se encuentran en el manuscrito ni en dicho lugar, ni en otro alguno. Iba recitando tranquilamente sus rezos, y de vez en cuando entre salmo y salmo cerraba el breviario, dejando dentro por señal el índice de la mano derecha; luego poniéndose ambas manos atrás, proseguía su camino mirando al suelo, arrojando con el pie las piedras que obstruían el camino; después alzaba la vista, y volviendo negligentemente los ojos á su alrededor, los fijaba en la parte de un monte, en que la luz del sol poniente, escapándose por las grietas del opuesto, esparcía por donde quiera largas y desiguales fajas de púrpura sobre los ángulos salientes de los peñascos en donde reflejaban sus rayos. Después abrió de nuevo el breviario, y habiendo recitado otro pequeño pasaje, llegó á una revuelta del sendero, donde siempre tenía la costumbre de levantar los ojos del libro y echar una mirada delante de sí, lo cual hizo también aquel día. Luego que hubo dado la vuelta al citado sendero, el camino seguía en línea recta casi unos sesenta pies, y en seguida se dividía en dos sendas en forma de Y: la de la derecha se dirigía á la montaña y conducía á la parroquia; la de la izquierda descendía al valle hasta llegar á un torrente, y por esta parte la pared no llegaba ni á la mitad del cuerpo del pasajero. Las paredes interiores de ambas sendas, en vez de reunirse en el ángulo terminaban en una especie de retablo sobre el cual habían pintado ciertas figuras largas, serpenteantes, que acababan en punta, las cuales, según la intención del artista y á los ojos de todos los habitantes de las cercanías, figuraban llamas, y alternaban con éstas otras figuras que es imposible describir, y que representaban las almas del purgatorio; almas y llamas eran de color de ladrillo, sobre un fondo pardusco, resquebrajado por algunas partes. El cura, después de haber dado la vuelta al camino, y dirigiendo según solía sus miradas á la capilla, vió lo que no esperaba, y que no hubiera querido ver. Tres hombres estaban apostados, el uno enfrente del otro, en la confluencia, por decirlo así, de las dos sendas: uno de ellos cabalgaba sobre la pequeña tapia, teniendo una pierna colgando por la parte exterior, y el otro pie descansando sobre el camino; el segundo de pie, arrimado á la citada tapia, y el último sentado y con los brazos cruzados. El vestido, el talante y el paraje en que se hallaban, manifestaban claramente la condición de aquéllos. Llevaban los tres la cabeza ceñida con una redecilla verde, de la cual se destacaba sobre la frente un enorme tupé que caía encima del hombro izquierdo, donde terminaba por una gran borla; con el pelo largo y ensortijado; un descomunal cinturón de correa de donde pendían un par de pistolas; un pequeño cuerno lleno de pólvora, colgado del cuello á guisa de collar; el mango de un cuchillo que salía de sus anchos y huecos calzones, y por último un espadón, cuya grande empuñadura, toda calada y primorosamente trabajada formaba una especie de concha; con lo que á primera vista se conocía que pertenecían á la clase de los BRAVOS. Dicha especie, hoy del todo perdida, estaba entonces muy floreciente en la Lombardía, y era ya antiquísima. Para el que no tuviese idea de ella, he aquí algunos fragmentos auténticos que darán á conocer bastante sus principales caracteres, los esfuerzos hechos para destruirla, y su tenaz y rigorosa vitalidad.

Desde el 8 de abril del año 1583, el Illmo. y Exmo. Sr. D. Carlos de Aragón, príncipe de Castelvetrano, duque de Terranova, marqués de Ávola, conde de Burgeto, grande almirante y gran condestable de Sicilia, gobernador de Milán y capitán general de S. M. C. en Italia, plenamente informado de la intolerable miseria, en la cual ha vivido y vive aún la ciudad de Milán, á causa de los BRAVOS y vagamundos, publicó un bando contra éstos. Declarando á todos ellos comprendidos en el presente bando, debiendo ser tenidos por BRAVOS y vagamundos... todos los que siendo forasteros, ó del país, no tienen ninguna profesión, ó que teniéndola no la ejercen... pero que con sueldo ó sin él se arriman á cualquier caballero, ó gentilhombre, oficial ó comerciante... para prestarle ayuda y favor, ó verdaderamente, según es de presumir, para tener asechanzas á otros... Manda á todos ellos que en el término de seis días abandonasen el país, bajo la pena de galeras á los contumaces, y dió á todos los oficiales de justicia las más amplias é indefinidas facultades para la ejecución de la citada orden. Mas en 12 de abril del año siguiente, viendo dicho señor que esta ciudad estaba llena todavía de BRAVOS... que habían vuelto á vivir como antes, no habiendo cambiado en nada sus costumbres, ni disminuido su número, publicó un nuevo bando más fuerte aún y más notable, en el cual, entre otras órdenes, prescribe:

“Que cualquier individuo, tanto de la ciudad, como de fuera de ella, que por dos testigos conste ser tenido y comúnmente reputado por BRAVO, y lleve el nombre de tal, aunque no se verifique que haya cometido delito alguno... por la sola opinión de BRAVO sin necesidad de más indicios, podrá por los dichos jueces, y cada uno de ellos en particular, ser condenado á la horca y al tormento, previa la correspondiente sumaria... y aunque no confiese crimen alguno, sea enviado á galeras por el tiempo de tres años, por la sola reputación y nombre de BRAVO, según se expresa arriba. Todo esto, sin perjuicio de lo demás que corresponda, porque su excelencia está resuelto á hacerse obedecer de todos”.

Al oir palabras tan enérgicas, tan positivas, acompañadas de tales órdenes, está uno decidido á creer que á su solo ruido todos los BRAVOS desaparecerían para siempre. Pero el testimonio de un señor no menos poderoso, no menos dotado de nombre, nos obliga á creer todo lo contrario. Éste es el Illmo. y Exmo. Sr. D. Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, camarero mayor de S. M., duque de Frías, conde de Haro y Castelnovo, señor de la casa de Velasco y de la de los siete infantes de Lara, gobernador del Estado de Milán, &c. En 5 de junio de 1593, plenamente informado también de cuánto daño y ruina son... los BRAVOS y vagamundos, y del pésimo efecto que tal clase de gentes causa al bien público, en menosprecio de la justicia, les intima de nuevo que en el perentorio término de seis días, desocupen el país, repitiendo exactamente las mismas prescripciones y amenazas de su predecesor. El 23 de mayo del año 1598, informado con el mayor desagrado que... en esta ciudad y Estado va creciendo cada vez más el número de tales gentes (bravos y vagamundos), y que de su parte, día y noche, no oye hablar más que de heridas causadas alevosamente, de homicidios y robos, y de toda clase de crímenes, cuya ejecución les es tanto más fácil, cuanto que confían en ser protegidos por sus jefes y fautores... prescribe de nuevo los mismos remedios, aumentando la dosis, como se usa en las enfermedades obstinadas. Que cualquiera, pues, concluye por último, en todo y por todo se guarde de controvertir en lo más mínimo á la presente orden, porque en vez de merecer la clemencia de su excelencia, experimentará su rigor y su cólera, estando resuelto y determinado á que éste sea el último, y perentorio aviso.

No fué, sin embargo, de este parecer el Illmo. y Exmo. Sr. D. Pedro Enríquez de Acevedo, conde de Fuentes, capitán y gobernador del Estado de Milán; no fué de este parecer, y con razón. Plenamente informado del estado deplorable en que se encuentra esta ciudad y estado por causa del considerable número de BRAVOS que en él abundan... y resuelto á extirpar totalmente semilla tan perniciosa, se determina á dar el 5 de diciembre del año 1600, un nuevo bando lleno de las más severas conminaciones, con el firme propósito de que sean todas ejecutadas con el mayor rigor, y sin esperanza de remisión.

Con todo, preciso es creer que no lo hiciese con la buena voluntad que sabía emplear para urdir intrigas y suscitar enemistades á su grande enemigo Enrique IV; pues acerca de esto, dice la historia, que logró armar contra dicho monarca al duque de Saboya, á quien hizo perder más de una ciudad, como también consiguió hacer conspirar al duque de Biron, lo que le costó la cabeza; pero tocante á la mala semilla de los BRAVOS, es cierto que aún continuaba germinando el 22 de setiembre del año 1612. En este día el Illmo. y Exmo. Sr. D. Juan de Mendoza, marqués de la Hinojosa, gentilhombre, &c., gobernador, &c., pensó formalmente en extirparla. Á dicho efecto, expidió á Pandolfo y á Marco Tulio Malatesta, impresores del rey, el acostumbrado bando, corregido y aumentado, para que lo imprimiesen, para el exterminio de los BRAVOS. Mas éstos vivieron todavía lo bastante para recibir el 24 de diciembre del año 1618, los mismos y más fuertes golpes del Illmo. y Exmo. Sr. D. Gómez Suárez de Figueroa, duque de Feria, &c., gobernador, &c.; pero no habiendo muerto de ellos, el Illmo. y Exmo. Sr. D. Gonzalo Fernández de Córdoba, bajo cuyo gobierno tuvo lugar el paseo de D. Abundio, se había visto obligado á corregir y publicar de nuevo la acostumbrada ordenanza contra los BRAVOS el día 5 de octubre de 1627, es decir, un año, un mes y dos días antes de aquel memorable acontecimiento.

No fué ésta la última publicación; pero nosotros no creemos deber hacer mención de las posteriores, como cosa que está fuera del período de nuestra historia. Solamente indicaremos una del 13 de febrero del año 1632, en la cual el Exmo. duque de Feria, por segunda vez gobernador, nos da á conocer que las mayores maldades procedían de los llamados BRAVOS. Esto basta para probar que los BRAVOS existían aún en el tiempo de que tratamos.

Que los tres individuos descritos anteriormente estuviesen allí para esperar á alguno, era demasiado evidente; pero lo que más disgustó á D. Abundio fué el comprender por ciertas señales, que el esperado era él, porque á su aparición ellos se habían mirado, alzando la cabeza, con un movimiento que denotaba que ellos á un tiempo habían dicho: “él es”. El que estaba cabalgando en la tapia se levantó, plantándose en el camino; otro se separó también de la pared y los dos marcharon á su encuentro. D. Abundio, teniendo siempre delante de sus ojos el breviario abierto, como si leyese, miraba además para espiar sus movimientos; y viéndolos venir directamente á él, fué asaltado al instante por mil diversos pensamientos. De repente se preguntó si entre los bravos y él, el sendero tendría alguna salida, ya fuese á la derecha, ya á la izquierda, y al momento se acordó que no. Examinó su conciencia y no le recordó ninguna falta cometida contra algún señor poderoso ó vengativo: pero aun en aquella tribulación, el testimonio consolador de aquélla lo tranquilizaba completamente. Sin embargo, los bravos se acercaban mirándole fijamente. Puesto el índice y la palma de la mano izquierda en su alzacuello, como para acomodarlo mejor, y haciendo girar los dos dedos alrededor de la garganta, volvía entre tanto la cabeza hacia atrás torciendo al mismo tiempo la boca, y mirando de reojo, con el fin de poder ver si venía alguien; mas no vió á nadie. Echó una ojeada por encima de la pequeña tapia con dirección á los campos, nadie; en seguida otra más tímida sobre el camino que tenía delante de sí, tampoco; nadie más que los bravos. ¿Qué hacer? ¿Volver atrás? Ya no era tiempo: confiarse á las piernas, era lo mismo que decir, perseguidme. No pudiendo esquivar el peligro, corrió á encontrarlo; porque aquellos momentos de incertidumbre eran tan penosos para él, que su único deseo consistía en abreviarlos. Apretó el paso, recitó un versículo en voz alta, trató de dar á su rostro toda la calma posible, hizo todos los esfuerzos imaginables para dejar entrever una sonrisa; y cuando se encontró frente á frente de los dos personajes, dijo para sí: ya estamos, ya estamos, y se afirmó sobre sus dos pies.—Señor cura, dijo uno de ellos, encarándosele con la mayor desfachatez y agarrándole con una mano la garganta.

—¿Qué tenéis que mandar? respondió súbitamente D. Abundio, alzando los ojos del libro, el cual había quedado enteramente abierto en sus manos, como si estuviera sobre un atril.

—¿Tenéis intención, prosiguió el otro, con el ademán amenazador é iracundo de aquél que coge á un inferior cometiendo alguna falta; tenéis intención de casar mañana á Renzo Tramaglino y á Lucía Mondella?

—Esto es... responde con trémula voz D. Abundio, esto es... Los señores son hombres de mundo, y saben muy bien del modo que se hacen estas cosas. Un pobre cura no puede nada; estos arreglos los disponen ellos, y después... después vienen á nosotros, lo mismo que irían á un mercado, y nosotros... nosotros estamos al servicio de todo el mundo.

—Pues bien, le dice uno de los bravos al oído, pero con el tono solemne del que manda: ese matrimonio no se ha de verificar, ni mañana, ni nunca.

—Pero, señores míos, replica D. Abundio con acento afable y cariñoso, como el que quiere persuadir á un impaciente; pero señores míos, dignaos poneros en mi lugar... si esto dependiese de mí... bien veis que yo nada gano en esto.

—Vamos, interrumpió el bravo: si la cosa tuviese que decidirse charlando, nos meteríais en el saco. Nosotros no sabemos ni queremos saber más. Hombre avisado... ya me entendéis.

—Pero, dijo esta vez el compañero que hasta entonces no había hablado; pero el matrimonio no se hará, ó... y soltó una horrible blasfemia, ó el que lo haga no se arrepentirá, porque no tendrá tiempo, y... aquí otro juramento.

—Chito, chito, replicó el primer interlocutor: el señor cura es un hombre que sabe vivir, y nosotros somos unas buenas gentes que no queremos causarle ningún daño, con tal de que se ponga en la razón. Señor cura, el Illmo. Sr. D. Rodrigo os saluda afectuosamente.

Este nombre hizo sobre la imaginación de D. Abundio el mismo efecto que cuando en una noche de fuerte temporal un relámpago ilumina momentánea y confusamente los objetos, y aumenta más el terror: al oirle se inclinó como por instinto, profundamente, y dijo: “Si vosotros, señores, pudieseis instruirme”...

—¡Oh, instruiros, á vos que sabéis el latín! interrumpió aún el bravo, con una risa sarcástica y feroz á la vez: esto os toca á vos. Sobre todo, que no se os escape una sola palabra del aviso que os hemos dado por vuestro bien; pues de lo contrario, hem... sería lo mismo que hacer el matrimonio. ¡Y bien! ¿qué queréis que digamos de parte vuestra al Illmo. Sr. D. Rodrigo?

—Mis respetos...

—Explicaos mejor.

—Dispuesto... siempre dispuesto á obedecerle: y al proferir estas palabras, ni aun él mismo sabía si hacía una promesa ó un simple cumplido. Los bravos lo tomaron ó manifestaron tomarlo en el sentido más formal.

—¡Muy bien! Buenas noches, dijo uno de ellos haciendo ademán de partir con su camarada. D. Abundio, que pocos momentos antes hubiera dado un ojo con el fin de evitar su encuentro, quería ahora prolongar la conversación. Señores... empezó, cerrando el libro con ambas manos: pero éstos, sin escucharle, tomaron el camino por donde él había venido, y se alejaron cantando un estribillo que no juzgo oportuno trascribir. El pobre D. Abundio se quedó por un momento con la boca abierta como si estuviera encantado; después tomó el sendero que conducía á su casa, pudiendo apenas andar, pues parecía que tenía las piernas envaradas. Se conocerá mejor cómo estaba su espíritu, cuando hayamos dicho algo de su carácter y de los desgraciados tiempos en los cuales le había tocado vivir.

D. Abundio (según el lector debe haber observado), no había nacido con un corazón de león; pero desde sus más tiernos años había debido comprender, que la peor condición en aquella época era la de un animal sin garras ni dientes, y sin inclinación á ser devorado. La fuerza legal, no protegía en manera alguna al hombre pacífico é inofensivo, y que carecía de medios para hacerse respetar de los demás. No era que faltasen leyes y castigos contra las violencias de los particulares; por el contrario, las leyes llovían, los delitos eran enumerados é inscritos con la más prolija minuciosidad: si los castigos, ya regularmente exorbitantes no bastaban, podían en todo caso ser aumentados al arbitrio del mismo legislador y cien ministros suyos; los procedimientos tendían únicamente á librar al juez de todo lo que pudiese servir de impedimento para pronunciar una sentencia: los fragmentos de las ordenanzas contra los bravos que hemos citado anteriormente son una pequeña pero fiel muestra de esto. Con todo, y quizás á causa de esto mismo, dichas ordenanzas, reimpresas y esforzadas por cada gobernador, no servían más que para atestiguar pomposamente la impotencia de sus autores, y si surtían algún efecto inmediato era principalmente para añadir nuevas vejaciones á las que los pacíficos y débiles sufrían ya de los perturbadores, y para aumentar las violencias y perfidias de éstos. La impunidad estaba en su auge, y había echado tan profundas raíces, que las leyes no podían conmoverlas, ni aun llegar á ellas. De esta importunidad dan testimonio, los asilos, los privilegios de ciertas clases, reconocidos en parte por la fuerza legal, y tolerados en parte con envidioso silencio, ó impugnados con vanas protestas, pero sostenidos de hecho, y defendidos por dichas clases con actividad interesada y con el más celoso pundonor. Esta impunidad, amenazada é insultada, pero no destruida por las ordenanzas, debía naturalmente á cada amago, á cada ataque, acumular nuevos esfuerzos y nuevas astucias para conservarse.

Así sucedía en efecto: á la aparición de los bandos dirigidos á reprimir á los perturbadores, éstos buscaban en su fuerza real, recursos más eficaces para continuar haciendo lo que la ley quería prohibir. Bien se podían poner trabas á cada paso, y molestar al hombre honrado que carecía de fuerza y protección; porque con el pretexto de tener en su poder á todos para prevenir y castigar los delitos, el individuo estaba sujeto de mil modos á la voluntad arbitraria de toda clase de magistrados y agentes; pero el que antes de cometer un delito tomaba apresuradamente sus medidas para retirarse á tiempo á un convento, á un palacio, en donde los esbirros no hubieran osado poner los pies; el que, sin otras precauciones, vestía una librea que tuviese empeño en defenderla de la vanidad y los intereses de familia poderosa ó de toda una asociación, éste era libre en sus operaciones, y podía burlarse de los bandos. Entre los mismos encargados de hacerlos ejecutar, algunos pertenecían por su nacimiento á la clase privilegiada; otros eran de su clientela: todos, por educación, por interés, por costumbre, por imitación, habían abrazado sus máximas, y se habrían guardado muy bien de ser infieles á ellas por temor á un pedazo de papel pegado á una esquina. Los agentes, pues, encargados de la inmediata ejecución, aunque hubiesen sido emprendedores como héroes, obedientes como frailes, y prontos á sacrificarse como mártires, no hubieran podido lograr el fin que se proponían, inferiores como eran en número á aquéllos á quienes trataban de someter, y con una grande probabilidad de ser abandonados de los que en abstracto, ó mejor dicho, en teoría les ordenaban obrar. Además, pertenecían á la clase más abyecta y despreciable de la sociedad de aquel tiempo: su oficio era vil aun á los ojos de aquéllos á quienes podían causar terror, y su título tenido como un improperio. Era, pues, muy natural, que en lugar de arriesgarse y lanzar su vida á desesperadas empresas, vendiesen su inacción, y también algunas veces su connivencia, á los poderosos, y se reservasen ejercer su execrable autoridad y la única fuerza que tenían en las ocasiones en que no había ningún peligro, esto es, en oprimir y vejar á los ciudadanos pacíficos y sin defensa.

El hombre que quiere ofender, ó que teme á cada momento ser ofendido, busca de ordinario aliados y compañeros. Así es, que en aquella época era llevada al más alto grado la tendencia de estar reunidos en clases, formar otras nuevas, y procurar cada uno dar á la suya la mayor importancia posible. El clero velaba en sostener y aumentar sus inmunidades, la nobleza sus privilegios, el militar sus exenciones, los mercaderes y los artesanos estaban inscritos en los gremios y cofradías, los letrados formaban una liga y los médicos una corporación. Cada una de estas pequeñas oligarquías tenía su fuerza propia y especial; en cada una el individuo encontraba la ventaja de emplear para sí, á proporción de su poder y de su destreza, la fuerza reunida de muchos. Los más honrados se valían de esta ventaja únicamente para su defensa; los astutos y los facinerosos se aprovechaban de ella para llevar á cabo sus maldades, á cuyo fin no habían bastado sus medios personales, y también para asegurarse la impunidad. Sin embargo, las fuerzas de estas distintas ligas eran muy desiguales, principalmente en el campo: el noble, rico y déspota ejercía ese poder rodeado de una banda de bravos y cuadrillas de aldeanos, acostumbrados por tradición de familia, interesados ó forzados, á mirarse como súbditos y soldados de su señor, al cual ninguna fracción de otra liga hubiera podido allí difícilmente resistir.

Nuestro Abundio, ni noble, ni rico, ni tampoco valiente, había, pues, comprendido, antes casi de llegar á los años de la discreción, que iba á ser en aquella sociedad como una vasija de tierra cocida, obligada á viajar en compañía de muchos vasos de hierro. Había, pues, accedido de buen grado á los deseos de sus padres, que querían fuese sacerdote. Á decir verdad, no había reflexionado mucho en las obligaciones y en los fines del santo ministerio al cual se dedicaba: procurarse una vida cómoda y meterse en una clase respetada y fuerte, le parecieron dos razones más que suficientes para tal elección. Mas una clase cualquiera no protege, no asegura á un individuo sino hasta cierto punto: ninguna le dispensa de crearse un sistema propio y particular. D. Abundio, continuamente absorto en los pensamientos de velar por su tranquilidad, se cuidaba poco de otras ventajas, las cuales para obtenerlas era indispensable trabajar mucho y arriesgarse un poco. Su sistema consistía principalmente en evitar toda especie de debates, y ceder en los que no podía hacerlo: neutralidad desarmada en todas las guerras que nacían en torno suyo, desde las contiendas entonces frecuentísimas entre el clero y el poder secular, entre militares, paisanos y entre los mismos nobles, hasta la riña más sencilla entre los dos campesinos, nacida de una palabra, y decidida con los puños ó las cuchilladas. Si se veía absolutamente obligado á tomar parte entre dos combatientes, estaba por el más fuerte, y siempre á retaguardia, procurando hacer ver al vencido que él no era voluntariamente enemigo suyo: parecía decirle: ¿pero por qué no habéis sabido ser el más fuerte, que yo me hubiera puesto de vuestra parte? Estando á larga distancia de los poderosos, disimulando sus injusticias pasajeras y caprichosas, correspondiendo con sumisión á las que provenían de una intención más formal y más meditada, obligaba á fuerza de saludos y expresiones joviales de respeto á que los más bruscos y altaneros le dirigiesen una sonrisa cuando los encontraba en su camino. El infeliz había conseguido llegar á los sesenta años sin grandes borrascas.

Sin embargo, no se crea por esto que no tuviese también en el fondo del alma su pequeña dosis de hiel: aquel continuo ejercitar de la paciencia, aquella necesidad de dar siempre la razón á los otros, tan amargos bocados tragados en silencio, lo habían exacerbado hasta tal punto, que si no hubiese podido de vez en cuando desfogar un poco, ciertamente lo habría pagado en salud. Pero últimamente, como había en el mundo y á su lado personas que él conocía que serían incapaces de hacerle daño alguno, podía también alguna vez descargar sobre ellas su mal humor reprimido por largo tiempo, ocupándose en regañar y dar gritos injustamente. Era, pues, un rígido censor de los que no se regulaban como él; pero cuando podía ejercitar dicha censura sin ninguna clase de peligro, aunque fuese lejano, el vencido era para él un imprudente, y el muerto siempre había sido un hombre muy turbulento. Al que volvía con la cabeza rota por haber sostenido sus derechos contra algún poderoso, D. Abundio sabía siempre encontrar alguna culpa en el primero, cosa no difícil; porque la razón y sinrazón jamás se dividen tan absolutamente, que no se puede hallar un poco de una parte y otro poco de otra. Sobre todo, declamaba contra aquellos de sus cofrades que peligrosamente tomaban el partido del débil oprimido contra el poderoso opresor. Á esto él llamaba comprar impedimentos al contado y querer enderezar las piernas á un perro cojo; añadía también severamente que era mezclarse en cosas profanas en detrimento de la dignidad de su sagrado ministerio; y predicaba siempre contra ellos, pero siempre con mucha perspicacia, y en un pequeñísimo círculo, con tanta más vehemencia, cuanto más seguro estaba de que eran ajenos de resentirse, y en cosas que les tocaban personalmente. Tenía una sentencia predilecta, con la que cerraba siempre sus discursos tocante á dicho asunto: que el hombre honrado que no cuida más que de lo suyo y permanece en su lugar correspondiente, nunca tiene malos encuentros.

Juzguen ahora mis lectores qué impresión debió lo que va referido hacer sobre el ánimo del pobre cura. El espanto que le habían causado aquellos horrorosos semblantes y terribles palabras; las amenazas de un señor conocido por no haberlas hecho jamás en vano; un sistema de vida tranquila que le había costado tantos años de paciencia y estudio, desconcertado un momento, en un paso del cual no veía salida posible: todos estos pensamientos se agrupaban tumultuosamente en la cabeza de D. Abundio, que con ella inclinada proseguía su camino. “¡Si pudiese mandar en paz á Renzo con un no bien redondo! pase; ¿pero querrá razones? ¡Y por Cristo! ¿qué he de responderle? ¡Y el muchacho no tiene mala cabeza que digamos! Es un cordero si no se le hostiga; mas si uno quiere contradecirle... ¡Oh!... Y después está enteramente perdido por esa Lucía; enamorado como... Rapazuelos, que no sabiendo qué hacerse, se enamoran, quieren casarse, y no piensan en otra cosa; no haciéndose cargo de los compromisos en los cuales ponen á un hombre de bien. ¡Oh, infeliz de mí! ¿No es una triste desgracia el que esos dos fantasmones hayan venido precisamente á plantarse en mi camino, y á emprenderla conmigo? ¿Qué puedo yo? ¿Soy acaso el que quiero casarme? ¿Por qué no han ido á hablar más bien á... ¡Oh! ¡Ved, pues, cuán grande es mi suerte! Siempre se me ocurren las cosas después de haber pasado la ocasión. Si hubiese pensado en imbuirles que fuesen á llevar su mensaje...”. Mas al llegar á este punto sintió que arrepentirse de no haber sido consejero y cómplice de una maldad era muy inicuo, y descargó toda su ira contra el que iba de este modo á turbar su reposo. No conocía á D. Rodrigo más que de vista y por su fama; nunca había tenido con él otro negocio más que tocar la barba con el pecho, y el suelo con el extremo de su sombrero las pocas veces que lo había encontrado á su paso. En más de una ocasión le había ocurrido defender la reputación de dicho señor contra los que en voz baja, suspirando y alzando los ojos al cielo, maldecían alguno de sus hechos: había dicho más de cien veces que D. Rodrigo era un respetable caballero; mas en aquel instante, le aplicó en su interior todos los epítetos que jamás había oído serle prodigados por otros, sin interrumpirles prontamente con un “¡vaya allá!

En este desorden de ideas llegó á la puerta de su casa, que estaba situada á la entrada del pueblo: metió con presteza la llave en la cerradura, abrió, entró, cerró diligentemente; y ansioso de hallarse en segura compañía, llamó con celeridad: “Perpetua, Perpetua;” y se fué acercando al propio tiempo á la habitación en donde aquella debía estar probablemente, preparando la mesa para cenar. Según se veía, era Perpetua el ama de gobierno de D. Abundio, ama apasionada y fiel, que sabía obedecer y mandar, según las ocasiones; tolerar á tiempo los regaños y extravagancias del amo, y á su vez hacerle aguantar lo propio; que de día en día eran más frecuentes desde que había pasado de la canónica edad de los cuarenta, permaneciendo célibe por haber desechado (según la misma decía) todos los partidos que se le habían ofrecido, ó por no haber encontrado jamás un perro que la quisiera, como decían sus amigas.

“Voy”, respondió Perpetua, poniendo sobre la mesa en el sitio de costumbre un frasco del vino predilecto de D. Abundio, dirigiéndose lentamente hacia donde éste se hallaba; mas aún no había llegado aquélla al umbral de la puerta de la sala, cuando él entró con un paso tan precipitado, con una mirada tan sombría, y un semblante tan desencajado, que no eran necesarios los ojos perspicaces de Perpetua, para descubrir á primera vista que le había pasado alguna cosa muy extraordinaria.

—¡Misericordia! ¿Qué ocurre, señor?

—Nada, nada, contestó D. Abundio, dejándose caer sin aliento en su sillón.

—¡Cómo nada! ¿Queréis darme á entender otra cosa, tan turbado como estáis? Algún grande acontecimiento os ha sobrevenido.

—¡Oh, por amor del cielo! Cuando yo digo nada, es nada, ó cosa que no puedo decir.

—¿Que no podéis decir ni aun á mí? ¿Quién cuidará de vuestra salud; quién os aconsejará?...

—¡Ay de mí! Callad, y dejemos esto; dadme un vaso de mi vino.

—¡Y todavía querrá sostenerme que no tiene nada! dijo Perpetua, llenando el vaso, y permaneciendo con él en la mano, como si no quisiera dárselo más que en premio de la confidencia que tanto se hacía esperar.

—Traed, traed, repuso D. Abundio, cogiendo el vaso con mano trémula, y apurándolo de un solo trago, como si fuese una medicina.

—¿Queréis, pues, obligarme á que vaya á preguntar por todas partes qué es lo que os ha sucedido? dijo Perpetua, puesta en jarras y de pie delante de su amo, mirándole fijamente, como si quisiese arrancarle de los ojos el secreto.

—¡Por el amor de Dios! dejaos de habladurías; no deis chillidos: me va... me va en ello la vida.

—¡La vida!

—La vida.

—Bien sabéis que siempre que me habéis dicho sinceramente alguna cosa en secreto, yo jamás he...

—Justamente; como cuando...

Perpetua vió que había tocado una cuerda falsa, en vista de lo cual cambió súbitamente de tono, y con voz dulce, á propósito para conmoverle, exclamó: “Mi querido señor, yo siempre he sido y os soy adicta; si ahora deseo saber con ansia lo que os aflige, es porque quisiera poder ayudaros, aconsejaros y tranquilizar vuestro espíritu”.

El caso era que D. Abundio tenía tantos deseos de descargarse de su doloroso secreto, cuanto los de Perpetua de conocerlo: por tanto, después de haber rechazado, aunque siempre muy débilmente, los multiplicados, y cada vez más ejecutivos ataques de ésta; después de haberla hecho jurar hasta la saciedad que no lo descubriría; por último, haciendo muchas pausas, dando muchos gemidos, le contó su desgraciada aventura. Cuando llegó ya al nombre terrible del que le había mandado el mensaje, fué preciso que Perpetua profiriese un nuevo y más solemne juramento. Pronunciado el nombre, D. Abundio se recostó sobre el respaldo del sillón, lanzó un gran suspiro, alzó las manos en ademán imperioso y al mismo tiempo suplicante, diciendo: “¡Por Dios!”...

—¡Virgen santísima! exclamó Perpetua. ¡Oh, qué bribón! ¡Qué malvado! ¡Qué hombre tan sin temor de Dios!

—Callaréis, ¿ó queréis acabar de perderme?

—Estamos solos; nadie nos oye. Mas, ¿qué es lo que vais á hacer, pobre amo mío?

—¡Oh! ¡Ved, dijo D. Abundio con ironía y cólera á la vez; ved los bellos consejos que sabéis darme! Me pregunta lo que haré, lo que voy á hacer, como si fuese ella la que se hallase en el apuro, y me tocara sacarla de él.

—Yo os diré gustosa mi humilde parecer; pero en seguida...

—¿Pero en seguida? Veamos, pues.

—Mi opinión sería que, ya que todo el mundo dice que nuestro arzobispo es un santo varón, un sujeto de pulso, que no teme á ninguno de esos bribones, aunque sean poderosos, y que goza la mayor satisfacción sosteniendo con firmeza á un sacerdote contra las asechanzas de ellos; diré, y digo, que es necesario escribirle una carta bien puesta; informándole cómo y de qué manera...

—¿Queréis callar, queréis callar? ¿Son consejos éstos para un desventurado? ¿Cuando haya recibido un buen balazo en las espaldas... (¡Dios me libre de semejante desgracia!)... el arzobispo me lo quitará?

—¡Bah! las balas no se tiran como confites. ¿Y qué sería de nosotros si esos perros mordiesen todas las veces que ladran? Yo siempre he visto, que el que sabe enseñar los dientes y hacerse estimar en lo que vale, se hace también respetar; y como nunca queréis que prevalgan vuestras razones, es la causa de que nos veamos reducidos á que cualquiera venga (con vuestro permiso) á...

—¿Queréis callar?

—Al instante me callo; pero no es menos cierto que cuando el mundo ve que uno, siempre y en todo y por todo, está dispuesto á bajar el...

—Está visto, no callaréis: ¿es ahora tiempo, por ventura, de decir semejantes necedades?

—Basta, esta noche lo pensaréis; mas en el ínterin no empecéis á daros malos ratos, y arruinéis vuestra salud. Vaya, tomad un bocado.

—Yo lo pensaré, repuso D. Abundio refunfuñando; ciertamente, yo lo pensaré; ello tiene que pensarse. En seguida se levantó, añadiendo: no quiero nada, nada; demasiado tengo en mi cabeza; sé por desgracia qué me toca pensar. ¡Mas que tales cosas me sucedan justamente á mí!

—Bebed á lo menos otra gota, dijo Perpetua escanciándole; ya sabéis que esto remedia vuestro estómago.

—¡Eh! yo necesito otro bálsamo... sí, otro bálsamo. Así diciendo, tomó una luz, y refunfuñando siempre: “¡Es una bagatela, á un hombre de bien como yo!... Y mañana, ¿qué sucederá?” y otras lamentaciones parecidas, se encaminó á su estancia. Al llegar junto á la puerta se volvió de pronto á Perpetua, se aplicó un dedo á los labios, diciendo con reposado y solemne acento: “¡Por el amor de Dios!”... y desapareció.

Los Desposados

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