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CAPÍTULO SEGUNDO
ОглавлениеSe refiere que el príncipe de Condé durmió profundamente la noche antes de la jornada de Rocroi; mas en primer lugar estaba muy fatigado, y en segundo había dado ya todas las disposiciones necesarias y establecido todo lo que debía hacerse al otro día. D. Abundio, por el contrario, no sabía más que el día siguiente sería la batalla; así fué, que pasó la noche en las más mortales angustias. No hacer caso de las intimaciones y amenazas de aquellos malvados y verificar el matrimonio, era un partido que ni aún siquiera quería poner en deliberación. Confiar á Renzo lo ocurrido y buscar con él algún medio... ¡Dios lo libre! “Que no se os escape una sola palabra... pues de lo contrario... ¡hem!” había dicho uno de los bravos; y al sentir D. Abundio resonar en su mente aquel terrible hem, en lugar de pensar infringir semejante orden, se arrepentía de habérsela declarado á Perpetua. ¿Sería mejor huir? pero ¿adónde? Y luego ¡cuántos obstáculos, qué de cuentas que rendir! Á cada partido que rechazaba el infeliz daba una vuelta en el lecho. Lo que bajo de todos conceptos le pareció mejor ó menos malo, fué el ganar tiempo entreteniendo á Renzo con buenas palabras. Justamente, recordó que faltaban pocos días para el tiempo en que estaba prohibido el casarse. “Si puedo entretener á ese muchacho unos cuantos días, tengo dos meses de respiro; y en dos meses de respiro, pueden suceder tantas cosas”. Examinó detenidamente pretextos, para que le sirvieran mejor á sus miras; y aunque cuantos se le ocurrieron le parecían algo superficiales, se tranquilizaba con la idea de que su carácter sagrado los haría parecer de mayor peso, y que su experiencia le daría una gran ventaja sobre un joven novicio. “Veremos, se decía; él piensa en su amada, pero yo pienso en mi pellejo; el más interesado soy yo como el que más aventura. Querido mío, si no puedo apagar la llama que te abrasa, tampoco quiero ser tu víctima”. Fortalecido su ánimo con esta determinación, pudo al cabo dormir un poco; pero ¡cuán agitado fué su sueño! Su mente no cesó de ver bravos, D. Rodrigo, Renzo, violencias, raptos, fugas, persecuciones, gritos, arcabuzazos2.
Una vez pasado este doloroso instante, D. Abundio recapituló prontamente sus designios de la noche, se conformó en ellos, los ordenó del mejor modo posible, se levantó y se puso á esperar á Renzo con temor, y al mismo tiempo con impaciencia.
Lorenzo, ó como todos le llamaban Renzo, no tardó mucho. Apenas llegó la hora de poderse presentar sin indiscreción en la casa del cura, se dirigió á ella lleno de la alegría atolondrada de un joven de veinte años que debe casarse en aquel mismo día con la que adora. Huérfano desde la infancia, Renzo era hilador de seda, oficio, por decirlo así, hereditario en su familia, muy lucrativo en otro tiempo, y ya en decadencia, pero no hasta el punto que un hábil operario no pudiese ganar su vida honradamente con él. El trabajo iba disminuyendo de día en día; mas la emigración continua de los obreros, atraídos á los Estados vecinos por las promesas, privilegios y exorbitantes salarios, contribuía á que no les faltase á los que permanecían en el país. Además de esto, Renzo poseía un pequeña heredad que hacía cultivar y cultivaba él mismo en las ocasiones que no estaba ocupado en el oficio; de modo que su posición bien podía llamarse acomodada; y aunque aquel año fuese peor que los pasados, y se empezase á experimentar una verdadera carestía, sin embargo, nuestro joven, que desde que había puesto los ojos en Lucía se había vuelto mas económico, se encontraba bastante provisto y no tenía que luchar con la necesidad. Compareció ante D. Abundio, vestido de gran gala, adornado el sombrero con plumas de varios colores, con su puñal de hermoso mango, saliéndole del bolsillo de los calzones, con cierto aire festivo y al mismo tiempo de fiereza, peculiar entonces aun á los hombres más pacíficos. La acogida misteriosa y embarazada de D. Abundio hacía un singular contraste con las joviales y resueltas maneras del joven mancebo.
Alguna cosa tiene que ocupa su imaginación, pensó Renzo, y en seguida dijo: “Sr. cura, vengo á saber á qué hora os conviene que nos hallemos en la iglesia”.
—¿De qué día?
—¡Cómo de qué día! ¿No os acordáis que hoy es el señalado?
—¡Hoy! replicó D. Abundio, como si hubiese oído hablar de ello por primera vez. Hoy... hoy... tened paciencia, pero hoy no puedo.
—¡Hoy no podéis! ¿Pues qué ha sucedido?
—En primer lugar, no me siento bien; mirad.
—Mucho me pesa; pero lo que tenéis que hacer es una cosa que requiere tan poco tiempo y tan poca fatiga...
—Y después, y después, y después...
—¿Y después qué?
—¿Y después si hay embrollos?
—¡Embrollos! ¿qué embrollos puede haber?
—Sería necesario que os hallaseis en nuestro pellejo para conocer cuántas dificultades surgen de esa clase de negocios, y qué de cuentas se han de rendir. Yo soy muy blando de corazón; no pienso más que en quitar obstáculos del medio, en facilitarlo todo, en hacer las cosas al gusto de los demás; traspaso mi deber, y después me llenan de reproches.
—Pero, en nombre del cielo, no me tengáis en ascuas, y decidme claro y neto lo que esto significa.
—¿Sabéis cuántas y cuántas formalidades se requieren para verificar un matrimonio en regla?
—Por fuerza debo saber algo, dijo Renzo, empezando á alterarse; porque bastante me habéis quebrado la cabeza estos últimos días con esos asuntos. Pero ahora, ¿no está todo concluido ya? ¿no se ha hecho lo que había de hacerse?
—Todo, todo... esto os parece á vos, porque... tened paciencia... el animal soy yo, que olvido mi deber por no causar penas á los otros. Pero, ahora... basta: yo me entiendo. Nosotros, pobres curas, estamos entre la espada y la pared: sois impaciente, infeliz mancebo, os compadezco; y mis superiores... no digo más; no todo se puede decir; y sobre nosotros caen todas las molestias.
—Mas explicadme de una vez de lo que se trata, y cuál es la formalidad que queda por llenar, según vos decís; pues se hará al momento.
—¿Sabéis cuántos son los impedimentos dirimentes?
—¿Qué queréis que yo entienda de impedimentos?
—Error, conditio, votum, cognatio, crimen. Cultus, disparitas, vis, ordo, ligamen, honestas. Si sis affinis...
iba diciendo D. Abundio, enumerando con las yemas de los dedos.
—¿Os burláis de mí?, interrumpió el joven; ¿qué queréis que yo haga de vuestros latinajos?
—Pues si ignoráis las cosas, tened paciencia, y remitíos á quien las sabe.
—¡Finalmente!...
—Vamos, querido Renzo, no os incomodéis, pues estoy dispuesto á hacer... todo lo que dependa de mí. Yo, querría veros contento, porque os aprecio; yo... ¡ah! Cuando pienso que os iba tan bien... de soltero. ¿Qué os falta?... Ya se ve; os han entrado de pronto las ganas de casaros...
—¿Qué discursos son éstos, señor mío?, replicó Renzo con aire entre admirado y colérico.
—Hablo por hablar; tened paciencia; quisiera veros satisfecho.
—En suma....
—En suma, querido hijo: yo de esto no tengo la culpa: las leyes no las he hecho yo; y antes de celebrar un matrimonio, nos vemos al mismo tiempo obligados á hacer muchas y muchas indagaciones para asegurarnos que no hay impedimentos.
—Pero vamos; decidme de una vez, ¿qué impedimento ha sobrevenido?
—Cachaza; éstas no son cosas que puedan descifrarse así tan á la ligera. Ello no será nada: á lo menos, así lo espero; pero no obstante, dichas indagaciones estamos en el deber de hacerlas. El texto es claro y terminante. Antequam matrimonium denunciet...
—Ya os he dicho que no entiendo de latines...
—Sin embargo, es necesario que os explique...
—Pero, ¿no habéis hecho ya las indagaciones?
—Os digo que no las he hecho todas como hubiera debido.
—¿Por qué no hacerlas á tiempo? ¿Por qué decirme que todo estaba concluido? ¿Por qué aguardar?
—¡Ah! ¿Conque me echáis en cara mi demasiada bondad? ¡Yo que lo he facilitado todo por serviros con más prontitud! Pero... pero sin embargo, me han sucedido... Basta: esto se queda para mí.
—¿Y qué queréis que haga?
—Que tengáis paciencia por algunos días. Á más de que, hijo mío, algunos días no son una eternidad. Tened paciencia.
—¿Y por cuánto tiempo?
Nos hemos salvado, pensó D. Abundio; y con el aire más cariñoso que nunca: “Vaya, dijo: en quince días indagaré... procuraré...”.
—¡Quince días! ¿Qué es lo que dice vd? Se ha hecho cuanto habéis querido: se ha fijado el día; éste ha llegado, y ahora me venís diciendo que espere quince días. ¡Quince!... repitió en voz más alta y conmovida, extendiendo los brazos y batiendo el aire con los puños cerrados; y quién sabe hasta dónde le hubiera arrastrado el furor en aquel momento fatal, si D. Abundio no le hubiese interrumpido cogiéndole una mano con cariñoso y lisonjero afecto: “¡Ánimo, ánimo! Por amor del cielo, no os alteréis; buscaré, veré si en una semana...”.
—¿Y qué debo decir á Lucía?
—Que ha sido un descuido mío.
—¿Y á las habladurías del mundo?
—Decid á todos que he cometido un yerro por un exceso de precipitación, por mi demasiado buen corazón; echadme toda la culpa.
—¿Y después no habrá otros impedimentos?
—Cuando os digo...
—Bueno: tendré paciencia una semana; pero mirad que pasada ésta, ningún caso haré de habladurías. En el ínterin, respeto la tregua. Dicho esto se fué, haciendo á D. Abundio una inclinación menos profunda que de costumbre, y echándole una mirada más significativa que respetuosa.
Y en la calle, mientras se dirigía medio enojado y el espíritu entristecido, hacia la casa de su prometida, repasaba en su imaginación la conversación que acababa de tener, y la hallaba cada vez más extraña. La fría y embarazosa acogida de D. Abundio, su hablar lento, é impaciente á veces; aquellos dos ojillos grises, que mientras conversaba se revolvían en todas direcciones, como si hubiese temido poner en armonía sus palabras con sus miradas; la ficción de tomar como una cosa nueva un matrimonio expresamente convenido ya hacía tanto tiempo, y sobre todo, aquella obstinación en crear obstáculos, y en no decir jamás nada claro: todas estas circunstancias, combinadas, hacían pensar á Renzo que detrás de aquello se encerraba un misterio en nada parecido á lo que D. Abundio le había querido hacer creer. Tuvo deseos de volver atrás, estrechar á D. Abundio y obligarle á hablar con más claridad; mas alzando los ojos, vió á Perpetua que caminaba delante de él, y entraba en un jardín que distaba pocos pasos de la casa del cura. La llamó en el momento en que abría la puerta; apretó el paso, llegó á ella, detúvola en el umbral; y con el deseo de descubrir algo de más positivo, tuvo con ella la conversación siguiente:
—Buenos días, Perpetua; yo esperaba que hoy estaríamos todos muy alegres.
—¡Oh, mi pobre Renzo! Hágase la voluntad de Dios.
—Hacedme un favor: el bendito del señor cura me ha dicho una porción de cosas que no he podido comprender bien; explicadme vos mejor, por qué no puede ó no quiere casarme hoy.
—¡Ah! ¿Creéis que sé los secretos de mi amo?
“¡Bien decía yo, que todo esto encerraba algún misterio!”, dijo Renzo para sí; y para aclararlo, prosiguió: “Vamos, Perpetua, seamos amigos: decidme lo que sepáis; ¡amparad á un pobre niño!”.
—Mala cosa es el nacer pobre, mi querido Renzo.
—Es verdad, replicó éste, confirmándose más y más en sus sospechas, y procurando abordar directamente la cuestión: “Es cierto, añadió; ¿pero está bien á los sacerdotes el portarse mal con los pobres?”.
—Mirad, Renzo, yo no puedo decir nada, porque... no sé nada; mas lo que puedo aseguraros es, que mi amo no quiere causar daño, ni á vos, ni á nadie, y que en esto no tiene culpa alguna.
—¿Pues quién la tiene? preguntó Renzo con cierto aire indiferente, pero con el corazón palpitante y atento oído.
—Cuando os digo que nada sé... En defensa de mi amo puedo hablar, porque siento mucho se le impute que hace sufrir á alguien. ¡Pobre señor! Si peca es por su demasiada bondad; es excesivamente bueno para este mundo, lleno de malvados poderosos y hombres sin temor de Dios.
“¡Poderosos, malvados!”, pensó Renzo; éstos no son los superiores. “Vamos, dijo en seguida, tratando de ocultar su creciente agitación; veamos, decidme quién es”.
—¡Ah! Vos queríais hacerme hablar, y no puedo hacerlo, porque... no sé nada. Cuando nada sé, es como si hubiese jurado callar. Aunque me pusieseis en tormento, no sacaríais de mí una sola palabra. Adiós; éste es tiempo perdido para ambos. Al decir esto, entró precipitadamente en el jardín, y cerró su puerta. Renzo, saludándola, volvió atrás muy despacio, sin hacer ruido, para que Perpetua no se apercibiera de la dirección que tomaba; mas cuando conoció que ya no podía oirle la buena mujer, redobló el paso. En un momento llegó á la puerta de D. Abundio; entró, corrio en derechura al salón donde lo había dejado; lo encontró, se dirigió á él con ademán airado, y los ojos saltándosele de sus órbitas.
—¿Qué novedad es ésta? dijo D. Abundio.
—¿Quién es el poderoso, replicó Renzo con el acento de un hombre que está resuelto á obtener una respuesta categórica: quién es el poderoso que no quiere que me case con Lucía?
—¿Qué... qué... qué? balbuceó el pobre cura sorprendido, con el rostro más desencajado y blanco que el lienzo cuando sale de la colada. Balbuceando unos sonidos confusos dió un salto de su sillón para lanzarse hacia la puerta; mas Renzo, que había esperado aquel movimiento, y estaba alerta, se precipitó antes que él, echó la llave y la guardó en el bolsillo.
—¡Oh, oh! Que queráis ó no, ahora hablaréis, señor cura. Todos saben mis negocios menos yo. ¡Por vida mía! yo quiero saberlos también. ¿Cómo se llama ese hombre?
—¡Renzo, Renzo! Por caridad: tened cuidado con lo que hacéis; pensad en vuestra alma.
—Lo que pienso es que lo quiero saber todo al punto, al instante.
Y al decir esto, puso las manos sin querer sobre el mango de su cuchillo, que salía de su faltriquera.
—¡Misericordia! exclamó D. Abundio con voz desfallecida.
—Quiero saberlo.
—¿Quién os ha dicho?...
—No, no más rodeos. Hablad claro y pronto.
—Pero si hablo, soy hombre muerto. ¿Acaso no ha de interesarme mi vida más que todo?
—Pues hablad.
Dicho pues, fué pronunciado con tal energía, el aspecto de Renzo llegó á ser tan amenazador, que D. Abundio no se atrevió á desobedecerle.
—¿Me prometéis, me juráis, dijo, de no hablar á nadie de ello, de no decir nunca?...
—Os prometo que haré un disparate si no me decís su nombre pronto, muy pronto.
Á esta nueva amenaza, D. Abundio con el semblante y la mirada del paciente que tiene en la boca las tenazas de un dentista, profirio con voz apagada: Don...
—¿Don? repitió Renzo, como para ayudar al desgraciado á decir el resto; y se tenía encorvado, con el oído inclinado sobre la boca de D. Abundio, extendidos los brazos y apretados los puños.
—¡D. Rodrigo! pronunció con presteza el cura, precipitando algunas sílabas y estrechando las consonantes, en parte á causa de su turbación, en parte porque disponiendo en aquel momento de la poca atención que quedaba libre á su espíritu, parecía querer retener y hacer retroceder la palabra en el momento mismo en que se veía forzado á que saliera.
—¡Ah perro! gritó Renzo. ¿Y cómo habéis hecho: qué le habéis dicho para?...
—¡Eh, eh! ¿Cómo, cómo pues? respondió con voz casi indignada D. Abundio, el cual, después de tan gran sacrificio, se figuraba en cierto modo ser ya acreedor del joven: “¡Cómo, eh! Yo hubiera querido que hubierais hecho vos el encuentro que hice: seguramente no os hubiera quedado tanto calor en el cerebro”. Y en esto se puso á pintar con terribles colores el fatal acontecimiento; y al seguir su narración, aumentándose por grados la cólera que sentía en su interior, y que hasta entonces había permanecido oculta y sujeta por el temor; viendo al mismo tiempo que Renzo, medio colérico y confuso estaba inmóvil con la cabeza baja, prosiguió vivamente: “¡Os habéis portado bien por cierto; me habéis hecho un gran servicio; violentar de este modo á un hombre de bien, á vuestro cura, y en su misma casa, en un lugar sagrado! ¡Habéis hecho una linda proeza! ¡Arrancarme de este modo vuestra pérdida y la mía, lo cual quería ocultaros por prudencia y por vuestro bien! Y ahora que ya lo sabéis, desearía saber qué vais á hacer... ¡Por Dios, no lo echéis á broma! No se trata de injusticia ó de razón, se trata de violencias cometidas; y cuando esta mañana os daba un buen consejo... ¡huy! en seguida os encolerizasteis. Yo conservaba el juicio por vos y por mí; pero cómo hacerlo... Abrid á lo menos, dadme la llave”.
—Puedo haber faltado, respondió Renzo, dirigiéndose á D. Abundio con acento más sosegado, pero en el cual se percibía el furor de que estaba poseído contra el ya descubierto enemigo; puedo haber faltado; mas meted la mano en vuestro pecho, y decidme si en mi lugar...
Así diciendo, sacó del bolsillo la llave y fué á abrir. D. Abundio lo siguió, y mientras aquél daba la vuelta á la citada llave, se le acercó, y con ademán grave y lleno de ansiedad, levantando los tres primeros dedos de la mano derecha á la altura de los ojos del joven, como para expresar más su concepto. “Jurad á lo menos...”, le dijo.
—Puedo haber faltado, y os pido mil perdones, contestó Renzo, abriendo la puerta y disponiéndose á salir.
—Jurad... replicó D. Abundio, cogiéndole con mano trémula el brazo.
—Puedo haber faltado, repitió Renzo, desprendiéndose de él; y partió furioso, cortando de este modo la cuestión, que á ejemplo de una de literatura ó de filosofía hubiera podido durar diez siglos, pues que ambas partes no hacían más que repetir sus argumentos.
—¡Perpetua, Perpetua! gritó D. Abundio, después de haber llamado en vano al fugitivo. Perpetua no respondió, y D. Abundio perdía ya la cabeza.
Muchas veces ha sucedido á personajes de más importancia que D. Abundio encontrarse en circunstancias difíciles, tan inciertos acerca del partido que deberían tomar, que acostarse con fiebre les parecía el medio de salir del aprieto. Dicho medio no hubo de ir á buscarlo, porque desde luego se le ocurrió á D. Abundio. El susto del día anterior, las angustias de una noche pasada en vela, el miedo que acababa de experimentar, la incertidumbre del porvenir, todo hizo su efecto. Apesadumbrado y aturdido, se arrojó en su sillón: empezó á sentir un horrible frío que se introducía hasta en la médula de sus huesos; se miraba las uñas suspirando, y llamaba de cuando en cuando con trémula é indignada voz: ¡Perpetua! Apareció ésta, por último, con una enorme col debajo del brazo, y con apacible semblante, como si nada hubiera pasado. Dejo á la consideración del lector los lamentos, llantos, acusaciones y defensas, los vos sois la única que puede haber hablado; los yo no he dicho nada; todos los incidentes, en fin, de aquella conversación. Baste decir que D. Abundio mandó á Perpetua que atrancase bien la puerta, que por ningún concepto la abriese; y si alguien venía á buscarle, que contestara, desde la ventana, que el cura estaba en la cama con calentura. Después subió la escalera lentamente, diciendo á cada tres escalones: “Estoy aviado;” y se metió de veras en la cama, donde le dejaremos.
Entretanto Renzo caminaba apresuradamente hacia su casa, sin haber determinado lo que debía hacer; pero iba reflexionando en su interior el poner en práctica alguna cosa extraña y terrible. Los provocadores, los malvados, todos aquellos que de algún modo dañan á otros, son culpables, no sólo del mal que causan, sino también de la corrupción, á la cual arrastran los ánimos de los ofendidos. Renzo era un muchacho pacífico y ajeno de derramar sangre, sincero y enemigo de toda clase de asechanzas, pero en aquel momento sólo respiraba venganza y traición, sólo proyectaba homicidios. Hubiera querido dirigirse incontinenti á la morada de D. Rodrigo, cogerle por la garganta y... pero recordó que su palacio era una fortaleza, guarnecida y guardada por bravos, interior y exteriormente; que sólo los íntimos amigos y los servidores, entraban allí sin ser registrados de la cabeza á los pies; que un infeliz artesano desconocido, no podría introducirse sin sufrir un minucioso examen, y que él sobre todo... sería, quizá, reconocido sin tardanza.
Optaba entonces por tomar su arcabuz, apostarse detrás de un matorral, y esperar á que su enemigo pasara solo por aquel sitio; y recreándose con feroz complacencia en estos pensamientos, le parecía oir el ruido de las pisadas de D. Rodrigo, creíale verle levantar dulcemente la cabeza, reconocía al malvado, preparaba el arma, tomaba la puntería, disparaba, lo veía caer y exhalar el último suspiro, le lanzaba una maldición, y se apresuraba á ganar la frontera para ponerse en salvo. Pero, ¿y Lucía? Apenas se presentó este nombre á su acalorada fantasía, cuando mejores sentimientos ocuparon el corazón de Renzo. Viniéronle á la memoria los postreros consejos de sus padres, se acordó de Dios, de la Virgen y de los santos: pensó en el consuelo que con frecuencia había hallado al verse inocente de todo crimen, y el horror que tantas veces le había inspirado la narración de un asesinato; y despertó de aquel sueño de sangre con espanto, con remordimientos, y al propio tiempo con una especie de alegría de haberlo tan sólo imaginado. ¡Pero cuántos pensamientos venían en pos de la imagen de Lucía! ¡Tantas esperanzas y tantas promesas marchitadas, un porvenir tan deseado y que tan seguro creía en aquel tan suspirado día! ¿Cómo anunciarle aquella nueva? No sabía qué partido tomar, ni cómo hacerla su esposa á pesar de cuanto intentaba el poder de aquel injusto magnate. Y en medio de tantas angustias, vino á aumentar su congoja una vana inquietud de celos. D. Rodrigo no podía haber urdido aquella infernal trama sino impelido por una brutal pasión hacia Lucía. ¿Y Lucía? La idea de que le hubiese correspondido, de que le hubiese dado la más pequeña esperanza, no podía tener cabida un solo instante en la mente de Renzo. ¿Pero sabía su amada la pasión que había inspirado? ¿Había podido aquel hombre concebir tan infame amor, sin darlo á conocer al envidiado objeto? ¡Y sin embargo, Lucía no me ha dicho una palabra á mí que soy su prometido!
Absorto en estas ideas, pasó sin detenerse por delante de su casa, situada en el centro del pueblo; y habiéndola atravesado, llegó á la de Lucía, que estaba en el extremo opuesto. Había enfrente de esta casa un pequeño patio cercado de una tapia que lo separaba de la calle. Renzo entró en él y oyó un murmullo confuso y continuo que salía del piso superior. Juzgó que serían las amigas y comadres del vecindario que querían acompañar á Lucía, y se detuvo allí, pues no quería presentarse en aquella reunión con el semblante inmutado y con tan desagradable nueva en su ser. Una niña que se hallaba en el patio, corrio gritando: ¡El novio, el novio!
—Paz, Bettina, paz, dijo Renzo; ven acá, niña mía: sube á la habitación de Lucía, llámala aparte y dile al oído... pero que nadie lo oiga ni sospeche, nada, ¿entiendes?... Dile que tengo que hablarla, que la aguardo en la sala del entresuelo, y que venga al instante.
La niña subió la escalera á toda prisa, alegre y orgullosa de llevar una comisión secreta.
En aquel momento su madre acabó de vestirla y salió á la sala para saludar á sus amigas, adornada con sus últimas galas virginales.
Sus buenas amigas se disputaban la posesión de la novia, y la violentaban casi para que se dejara examinar de los pies á la cabeza: ésta se esquivaba con la modestia algo tosca de las aldeanas, ocultando su rostro con el brazo, inclinándolo sobre su seno, y frunciendo sus pobladas y negras cejas, mientras que su boca se entreabría risueña. Sus negros cabellos, que una blanca raya dividía sobre su frente, se juntaban detrás de su cabeza formando ondulantes trenzas, atravesados por largas agujas de plata que dibujaban un círculo á manera de los rayos de una aureola; peinado que usan todavía las aldeanas del Milanesado. Adornaba su garganta un collar de granate con botones de oro afiligranado: cerraba su delicada cintura un corpiño de vistoso brocado con mangas abiertas que preciosos lazos de cinta podían cerrar; unas enaguas de seda labrada, adornada con varios y menudos pliegues; medias encarnadas y chinelas bordadas. Éste era el adorno especial del día de boda; pero Lucía ostentaba también el que le era habitual: era éste una belleza modesta, realzada y aumentada entonces por los diversos sentimientos que se pintaban en su rostro; una alegría moderada por una ligera turbación, y aquella dulce inquietud que se manifiesta de vez en cuando en el semblante de las novias, que sin disminuir su hermosura las da un carácter particular. La pequeña Bettina se abrió paso por entre las comadres que rodeaban á Lucía; se acercó á ésta; la dió á entender con disimulo que tenía que comunicarle cierta cosa, y la manifestó al oído el mensaje que traía. “Me voy un momento, y vuelvo”, dijo Lucía á las amigas, y bajó precipitadamente. Al ver el demudado semblante é inquieto ademán de Renzo,—¿qué ha sucedido? dijo, no sin cierto presentimiento de terror.
—Lucía, respondió Renzo, por hoy todo ha fracasado; y, ¡Dios sabe cuándo podremos ser marido y mujer!
—¿Qué decís? replicó Lucía llena de turbación. Renzo le contó brevemente la historia de aquella mañana: ella escuchaba con angustia; y cuando oyó el nombre de D. Rodrigo, ¡ah! exclamó, trémula y ruborosa: ¡Cómo, hasta ese punto ha llegado!
—Pues qué, ¿sabíais ya?... dijo Renzo.
—¡Demasiado! respondió Lucía; pero, ¡hasta ese punto!
—¿Qué es lo qué sabéis?
—No me hagáis hablar ahora; no me hagáis llorar. Corro á buscar á mi madre y despedir á nuestras amigas: es necesario que quedemos solos.
Al ir á marcharse Lucía, Renzo murmuró: “¡Jamás me habéis dicho nada acerca de esto!”.
—¡Ah, Renzo! repuso aquélla volviéndose un momento hacia él, pero sin detenerse. Renzo comprendió perfectamente que su nombre, pronunciado por Lucía en aquel instante, con aquel tono, quería decir: ¿Podéis dudar que yo haya callado sin tener motivos justos y puros para ello?
Entretanto la buena Inés (así se llamaba la madre de Lucía), habiendo entrado en sospechas y curiosidad por las palabras que Bettina dijo al oído de su hija, y la desaparición instantánea de ésta, había bajado á ver lo que ocurría. Lucía la dejó con Renzo, y se dirigió adonde estaban sus compañeras, y componiendo como mejor pudo su aspecto y su voz, dijo: “El señor cura está enfermo, por lo que nada se hará hoy”; dicho esto, las saludó apresuradamente, y volvió á bajar.
Las convidadas se dispersaron y fueron á contar lo sucedido: dos ó tres se dirigieron á casa del cura, para cerciorarse si éste realmente estaba enfermo.—Tiene un gran calenturón, respondió Perpetua, desde la ventana; y la triste noticia, pasando de unas á otras, destruyó las conjeturas que germinaban en sus cabezas, y que ya habían empezado á propagar con aire misterioso.