Читать книгу Los Desposados - Alessandro Manzoni - Страница 7

CAPÍTULO TERCERO

Оглавление

Índice

Lucía entró en la sala baja, en donde mientras tanto Renzo, mortalmente afligido, estaba informando á Inés de todo lo ocurrido, la cual lo escuchaba con la mayor inquietud. Ambos se volvieron, á mirar á la que estaba mejor informada que ellos, y de quien esperaban una aclaración que no podía dejar de ser sumamente dolorosa. Los dos dejaban entrever en medio de su pesadumbre y con el distinto cariño que cada uno profesaba á Lucía, cierta incomodidad por haberles callado ésta tales y tales cosas. Inés, aunque ansiosa de oir hablar á su hija, no pudo menos de echárselo en cara: “¡No decir nada á tu madre de semejante cosa!”.

—Ahora os lo diré todo, respondió Lucía, enjugándose los ojos con su delantal.

—¡Habla, habla! ¡Hablad, hablad!, gritaron á la vez la madre y el novio.

—¡Virgen Santísima!, exclamó Lucía. ¡Quién hubiera creído que las cosas podían llegar á semejante extremo! En seguida, con la voz entrecortada por los sollozos, contó cómo pocos días antes, cuando volvía del trabajo, se había quedado detrás de sus compañeras, y pasó por delante de ella D. Rodrigo, en compañía de otro señor; que aquél se había acercado á prodigarla una multitud de requiebros (según decía Lucía) de muy mal género; pero ésta, sin prestarle atención, había apretado el paso y reunídose con sus citadas compañeras; que entretanto había oído al otro señor reir estrepitosamente, y á D. Rodrigo decir: “Apostemos”. Al día siguiente los había vuelto á encontrar; pero Lucía iba con los ojos bajos en medio de sus compañeras. El amigo de D. Rodrigo se mofaba, y éste decía: “Lo veremos, lo veremos”. Gracias al cielo, continuó Lucía, aquel día era el último en que se hilaba la seda. Yo lo conté en seguida...

—¿Á quién se lo has contado?, preguntó Inés, interrumpiéndola, no sin manifestarse un tanto enojada al tratar de saber el nombre del preferido confidente.

—Al padre Cristóbal bajo confesión, mamá, respondió Lucía con dulce acento de disculpa. Se lo referí todo la última vez que fuimos juntas á la iglesia del convento; y si queréis recordar aquella mañana, yo no dejaba de hacer, ya una cosa, ya otra, para ganar tiempo, tanto para que pasasen otras gentes del país que hiciesen el mismo camino é ir en su compañía, cuanto porque después de aquel encuentro, las calles me causan un miedo tan grande...

Al respetable nombre del padre Cristóbal, el enojo de Inés se apaciguó: “Has hecho bien, dijo; mas ¿por qué no confiárselo también á tu madre?”.

Lucía había tenido dos justas razones: la una, el no afligir y asustar á la pobre mujer con un asunto al cual ella no hubiera podido hallar remedio; la otra, no correr el riesgo de ver pasar de boca en boca una historia que deseaba sepultar en su interior para siempre, tanto más, cuanto que esperaba que su casamiento pondría término desde luego á aquella abominable persecución. Sin embargo, de las dos razones citadas, no alegó más que la primera.

—Y á vos, dijo en seguida, volviéndose á Renzo, con aquel tono que quiere hacer reconocer á un amigo que ha obrado mal: “¿Debía yo también hablaros de esto? ¡Demasiado lo sabéis ahora!”.

—¿Y qué te ha dicho el padre?, preguntó Inés.

—Me ha dicho que tratase de apresurar la boda todo lo posible, y que mientras, me estuviese encerrada; que rogase fervientemente al Señor, esperando que aquel hombre, no viéndome, no se acordaría más de mí. Entonces fué cuando yo me violenté, prosiguió, volviéndose de nuevo á Renzo, pero sin atreverse á levantar los ojos, y en extremo ruborizada; entonces fué cuando con la mayor impudencia os supliqué que apresuraseis nuestro casamiento y lo concluyeseis antes del tiempo prefijado. ¡Qué concepto habréis formado de mí! Mas yo lo hacía con la mejor intención, y porque me lo habían aconsejado, y lo tenía por cierto!... Esta mañana estaba tan lejos de pensar... Aquí sus palabras fueron ahogadas por un copioso raudal de lágrimas.

—¡Ah malvado! ¡Ah maldito asesino!, gritaba Renzo, recorriendo la estancia de un lado á otro, y apretando el mango de su cuchillo.

—¡Oh qué maquinación, santo Dios!, exclamaba Inés.

El mancebo se paró de improviso delante de Lucía, que estaba anegada en llanto, la miró con cierto aire de ternura mezclada de rabia, y la dijo: Ésta es la última que hace ese asesino.

—¡Ah, no Renzo, por el amor de Dios!, gritó Lucía. ¡No, no, por el amor de Dios! El señor protege á los desgraciados; ¿y cómo queréis que él nos ayude si obramos mal?

—¡No, no, por el amor del cielo!, repetía Inés.

—Renzo, dijo Lucía con aire de confianza y resolución más tranquila: vos tenéis un oficio, y yo sé trabajar; vámonos tan lejos, que ese hombre no oiga hablar jamás de nosotros.

—¡Ah, Lucía! ¿Y luego? ¡No somos aún marido y mujer! ¿El cura querrá dar fe de nuestro estado? ¿un hombre como él? Si estuviéramos casados, ¡oh! entonces...

Lucía echó de nuevo á llorar: los tres quedaron en silencio y en un abatimiento que formaba un triste contraste con la pompa festiva de sus vestidos.

—Escuchadme, hijos míos; prestadme atención, dijo Inés después de un breve rato. Yo he venido al mundo primeramente que vosotros, y por lo tanto le conozco un poco. No es necesario, pues, alarmarse tanto; no es tan fiero el león como lo pintan, á nosotros los pobres, las madejas nos parecen siempre mas enredadas, porque no sabemos encontrar el cabo; mas á veces un aviso, la más pequeña palabra de un hombre que ha estudiado... yo bien sé lo que quiero decir. Hacedlo á mi modo, Renzo: id á Lecco, y allí buscad al doctor Azzecca Garbugli, y referidle... pero por Dios no le llaméis así; es un apodo: es preciso decirle el señor doctor... ¿Cómo, pues, se llama?... ¡Ah, vaya!... No sé su verdadero nombre: todo el mundo lo llama de ese modo. Bastará que preguntéis por un doctor alto, enjuto, calvo, con la nariz colorada y un antojo de frambuesa en la mejilla.

—Lo conozco de vista, dijo Renzo.

—Bien, continuó Inés; él es un grande hombre. Yo he visto á más de uno, que estaba más embarazado que un polluelo dentro de la estopa, no sabiendo hacia qué lado volverse, y después de haberse avistado con el doctor Azzecca-Garbugli (tened cuidado de no llamarle así); lo he visto, repito, no hacer otra cosa más que reírse. Tomad aquellos cuatro capones, ¡pobrecitos!, á los cuales debía yo retorcer el pescuezo para el banquete del domingo, y llevádselos; porque nunca es bueno ir con las manos vacías á las casas de esos señores. Contadle todo lo ocurrido, y veréis cómo él os dirá de buen grado lo que nosotros no hubiéramos calculado, ni se nos habría ocurrido, en un año.

Renzo estimó mucho aquel parecer; Lucía lo aprobó: é Inés, orgullosa de haberlo dado, cogió del gallinero uno á uno á los pobres animales, reunió sus ocho patas, como si hiciese un ramillete de flores, las envolvió y ató con un bramante, y los puso en la mano de Renzo, el cual, después de haber dado y recibido palabras de esperanza, salió por la parte del jardín con el objeto de no ser visto de los muchachos, que hubieran corrido tras él, gritando: “¡el novio, el novio!”. Se lanzó á través de los campos y veredas, lleno de cólera, pensando en su desgracia, y meditando en la conversación que iba á tener con el Dr. Azzecca-Garbugli. Dejo á la consideración del lector, cuán poco tranquilo hubo de ser el camino para aquellos pobres animales, de tal modo atados y cogidos por las patas, boca abajo, en las manos de un hombre que, agitado de tantas pasiones, acompañaba con el gesto los pensamientos que pasaban tumultuosamente por su imaginación. Ora extendía el brazo, dominado por la cólera; ora lo levantaba por la desesperación; ora lo sacudía en el aire como por amenaza, y hacía saltar aquellas cuatro cabezas suspendidas, las cuales, entre tanto, se entretenían en picarse mutuamente, según sucede con frecuencia entre tales compañeros de infortunio.

Habiendo llegado al pueblo, preguntó por la morada del doctor; fuéle indicada, y se dirigió á ella. Al entrar se sintió sobrecogido de aquella timidez que la gente del pueblo poco instruida experimenta en presencia de un señor y de un sabio. Olvidó todos los discursos que llevaba preparados de antemano; pero dió una ojeada á los capones y se serenó. Entró en la cocina y preguntó á la criada si se podía hablar al señor doctor: ella atisbó los animales, y como estaba acostumbrada á semejantes regalos, les echó la mano encima, aunque Renzo se hacía para atrás, porque quería que el doctor viera y supiese que le llevaba algo. Éste llegó en el momento mismo en que la sirvienta decía: “Traed y pasad adelante”.

Renzo hizo una grande reverencia; el doctor lo acogió bondadosamente con un “venid, hijo mío”, y lo hizo entrar consigo en su despacho. Era una pequeña estancia, en la cual en tres de sus paredes se veían colocados los retratos de los doce césares; la cuarta estaba cubierta con un enorme estante lleno de libros viejos y empolvados, en el centro una mesa atestada de alegaciones, súplicas, folletos, ordenanzas, con tres ó cuatros sitiales alrededor, y en un lado un sillón de brazos, de alto y cuadrado respaldo, terminado en los ángulos por dos adornos de madera, que se prolongaban en forma de cuernos, cubierto de vaqueta salpicada de gruesas tachuelas, algunas de las cuales, caídas ya desde largo tiempo, la dejaban en completa libertad para que se arrollase por todas partes. El doctor vestía el traje que se usaba en los tribunales; esto es, una toga muy raída que ya le había servido muchos años atrás para perorar en los días solemnes, cuando iba á Milán á defender alguna causa de importancia. Cerró la puerta, y animó al mancebo con estas palabras: “Hijo mío, referidme vuestro negocio”.

—Quisiera deciros una cosa en confianza.

—Ya os escucho, respondió el doctor, hablad. Y se acomodó en su sillón. Renzo, de pie delante de la mesa, puesta una mano en la copa del sombrero, y con la otra haciéndole dar vueltas, replicó: Yo quisiera saber de vos, caballero, que habéis estudiado...

—Contadme el hecho tal cual es, interrumpióle el doctor.

—Es indispensable que me disculpéis; nosotros los pobres no sabemos hablar bien. Yo quisiera, pues, saber...

—¡Benditas gentes! todos sois lo mismo; en vez de referir el hecho, queréis interrogar, porque ya tenéis en la imaginación vuestro designio.

—Disculpadme, señor doctor. Querría saber si uno puede ser castigado por amenazar á un cura que rehúsa el verificar un casamiento.

—Ya entiendo, dijo el doctor: en verdad, nada había comprendido; ya entiendo. Y de pronto se puso serio, pero con una seriedad mezclada de compasión é interés: apretó fuertemente los labios, dejando oir un sonido inarticulado, expresión de un sentimiento que demostró más claramente por sus primeras palabras: “Éste es un caso grave, hijo mío; un caso previsto. Habéis hecho bien en venir á mí; es un caso muy claro, y previsto en cien ordenanzas, y... á propósito, en una del año último del señor gobernador actual; ahora os la haré ver y tocar con vuestra propia mano”.

Así diciendo, se levantó del sillón, y sepultó las manos en aquel caos de papelotes, revolviéndolos de arriba abajo, como si echase grano en una medida.

—¿Dónde está, pues? ¡Sal, sal! Ya se ve, tiene uno tantas cosas en qué pensar. Pero seguramente debe estar allí, porque es una ordenanza muy importante. ¡Ah! ¡Hela aquí, hela aquí! La tomó, abrió y miró la fecha; y habiéndose puesto aún más serio, exclamó: “Del 15 de octubre de 1627: ciertamente, es del año pasado; ordenanza reciente; son las que dan más que hacer. Hijo mío, ¿sabéis leer?”.

—Un poquito, señor doctor.

—Bien, acercaos: seguid con la vista, y veréis.

Y teniendo en el aire la ordenanza desplegada, empezó á leer, mascullando precipitadamente en algunos pasajes, y apoyándose distintamente y con grande expresión en otros, según la necesidad.

Si bien por el bando publicado de orden del señor duque de Feria, en 14 de diciembre de 1620, y confirmada por el Illmo. y Exmo. Sr. D. Gonzalo Fernández de Córdoba, &c... se haya prevenido con rigorosos y ejemplares castigos las vejaciones, exacciones y actos tiránicos que algunos osan cometer contra los muy fieles vasallos de S. M.; los excesos de toda especie han llegado á ser tan frecuentes, y la malicia... &c... ha crecido hasta tal punto, que S. E. se ha visto obligado... &c... Por lo cual, de acuerdo con el senado y una junta... ha resuelto que se publique el presente bando.

Y empezando por los actos vejatorios, la experiencia ha demostrado que muchos individuos, tanto en las ciudades como fuera de ellas... ¿comprendéis? de este estado tiranizan con exacciones, y oprimen de varios modos á los más débiles, obligándoles á que hagan contratos forzosos de compras, arrendamientos... &c.... ¿Dónde voy? ¡Ah! Helo aquí: escuchad: Que se hagan ó no los matrimonios: ¡eh! ¿qué tal?

—Éste es mi caso, dijo Renzo.

—Atended, atended además este otro; y después veremos la pena que les impone. Que haya ó no testigos; que el uno abandone el lugar donde habita... &c... que el otro pague una deuda; que aquél no lo moleste, y que vaya á su molino: todo esto no tiene nada que ver con nosotros. ¡Ah! aquí está: Que el sacerdote que no haga lo que tiene obligación de hacer por razón de su ministerio, ó se mezcle en cosas que no le pertenezcan... ¿eh?

—Parece que hayan hecho el bando expresamente para mí.

—¡Eh! ¿No es verdad? Oíd, oíd: y otras semejantes violencias, ejecutadas, ya sea por los feudatarios, nobles, de la clase media, villanos y plebeyos. Nadie escapa; todos están comprendidos, lo mismo que lo estarán en el valle de Josafat. Escuchad ahora la pena: Todas estas y otras semejantes malas acciones, aunque están prohibidas; sin embargo, conviniendo usar de mayor rigor, S. E. por el presente, no derogando, &c... ordena y manda que el que contraviniere á cualquiera de los citados: artículos ú otros equivalentes, se proceda por todos los jueces ordinarios de este Estado, imponiéndole penas pecuniarias y corporales, así como el destierro y galeras, y aun hasta la pena capital... ¡Es una friolera! al arbitrio de S. E. ó del senado, según la cualidad de los casos, personas y circunstancias; y esto ir-re-mi-si-ble-men-te y con todo rigor, &c.... ¡Eh! ¿qué tal? ¿Es esto un grano de anís? Y mirad aquí las firmas: Gonzalo Fernández de Córdoba: y más abajo, Platonus: y además aquí, Vidit Ferrer: no falta ningún requisito.

Mientras leía el doctor, Renzo lo seguía lentamente con la vista, tratando de profundizar el verdadero sentido, ver por sí mismo aquellas benévolas y santas palabras que, según él, debían ser su amparo; el doctor se maravillaba de ver á su cliente más atento que aterrado. Debe estar inscrito en la asociación de los bravos, decía para sí.—¡Ah, ah! dijo en seguida: vos os habéis hecho sin embargo, cortar el tupé: habéis sido prudente; pero queriendo poneros en mis manos, no era necesario. El caso es serio; mas vos no sabéis de todo lo que soy capaz en ciertas ocasiones.

Para comprender el sentido de esta salida del doctor, es preciso saber ó acordarse de que en aquel tiempo los bravos de profesión y los malvados de todas clases acostumbraban llevar un largo tupé, que se echaban luego á la cara como una visera en el momento de atacar á alguno, en el caso de que no quisiesen ser conocidos, y la empresa fuese de aquéllas que requieren fuerza y al propio tiempo prudencia.

Las ordenanzas tampoco habían guardado silencio sobre este punto. S. E. (el marqués de la Hinojosa) ordena: Que cualquiera que lleve los cabellos de tal longitud, que cubran la frente hasta las cejas inclusive, ó la red hasta las orejas, ó que pase de ellas, incurrirá en una multa de trescientos escudos; y en caso de insolvencia, de tres años á galeras por la primera vez; y por la segunda, á más de la pena mencionada á una aún mayor pecuniaria y corporal al arbitrio de S. E.

Sin embargo, se permite al que con motivo de ser calvo, ó por otra razonable causa, como por señal ó herida, pueda, para su mayor decoro y salud llevar los cabellos tan largos como sea preciso para cubrir semejantes defectos, y nada más, con el bien entendido que no se excedan un ápice de lo estrictamente preciso, y de lo que está prevenido, so pena de incurrir en el castigo impuesto á los demás contraventores.

Igualmente manda á los barberos, bajo la multa de cien escudos, ó de tres carreras de azotes dados en la plaza pública, y aun mayor pena corporal, siempre al arbitrio de S. E., que no dejen á aquellos á quienes corten el pelo ninguna clase de trenzas, tupés, rizos ni cabellos más largos que lo de ordinario, así en la frente como á los lados, ni más bajo de las orejas, teniendo cuidado que estén todos iguales, exceptuando los calvos y otros defectuosos, según va dicho anteriormente.

El tupé era, pues, casi como una parte de la armadura y un distintivo de los matones y gentes de mal vivir; y de ahí el origen de llamárseles ciuffo. Esta palabra ha quedado y subsiste todavía en la significación más reducida en el dialecto; y acaso no habrá ningún milanés que no se acuerde de haber oído decir en su niñez, bien á sus padres ó al maestro, ya á algún amigo de la casa, ó por último á algún criado: es un ciuffo, un pequeño ciuffo.

—En verdad, yo, pobre muchacho, repuso Renzo, puedo jurar que jamás he llevado tupé.

—Nada hacemos, replicó el doctor, meneando la cabeza con una sonrisa entre maliciosa é impaciente. Si no tenéis confianza en mí, nada hacemos. Mirad, hijo mío: el que no dice la verdad al doctor es un imbécil, que la dirá al juez. Es preciso que al abogado se le cuenten las cosas como son en sí; á nosotros toca después el embrollarlas. Si queréis que yo os ayude, es absolutamente indispensable que me lo digáis todo, desde el principio hasta el fin, como si dijéramos, con el corazón en la mano, del mismo modo que al confesor. Debéis nombrarme la persona de la cual habéis recibido el mandato: naturalmente será de importancia; y en este caso me personaré con él, y haré lo que deba hacerse. No le diré: mirad que yo sé que habéis mandado tal cosa; decidme si es cierto. Le manifestaré que voy á implorar su protección á favor de un infeliz mancebo calumniado, y tomaré con él las oportunas medidas para concluir el negocio honrosamente. Tened entendido que salvándose él, os salvará á vos también. Mas si esta pequeña travesura fuese exclusivamente vuestra, ¡bah! no me vuelvo atrás; de otros peores embrollos he salido bien... Porque entendámonos: con tal de que no hayáis ofendido á ninguna persona de categoría, me empeño en sacaros del atolladero, mediante un pequeño gasto; es necesario que nos entendamos bien. En primer lugar debéis decirme quién es el ofendido, y cómo se llama; en segundo, la posición, cualidad y carácter del protector, y entonces se verá si conviene tener á raya al que ofende, amenazándole con el que protege, ó buscando de cualquier modo el atacarle criminalmente; porque, mirad, para el que conoce y sabe manejar bien las ordenanzas, ninguno es culpable; y tampoco ninguno es inocente. Con respecto al cura, si es persona de juicio, él se estará quieto; si fuese un mala cabeza, tengo yo un buen remedio para curarle. Se puede salir bien de todas las intrigas, pero es preciso ser hombre capaz para ello; y vuestro caso es serio, serio repito, y muy serio. La ordenanza está clara; y si la cosa ha de decidirse entre la justicia y vos, así, entre cuatro ojos, ya estáis fresco. Yo os hablo como amigo: las travesuras es necesario pagarlas. Si queréis salir purificado, es indispensable dinero y sinceridad, tener confianza en el que bien os quiere, obedecer y seguir en un todo aquello que se os prescriba.

Mientras el doctor hablaba de aquel modo, Renzo, estático, lo estaba mirando atentamente de la misma manera que un rústico contempla en la plaza á un jugador de manos, que después de haber escondido en su boca estopa y más estopa, empieza á sacar de ella cintas, cintas, y más cintas, siendo cosa de nunca acabar. Sin embargo, cuando hubo comprendido bien lo que el doctor quería decir, y en qué sentido tan equivocado lo había tomado, le cortó la cinta en la boca, diciendo: “¡Oh, señor doctor! ¿de qué modo lo habéis entendido? ello es precisamente todo al revés. Yo no he amenazado á nadie; yo no hago tales cosas: preguntad más bien á todo mi lugar, y veréis cómo se os dirá, que yo jamás he tenido que hacer con la justicia. La bribonada ha sido hecha á mí, y vengo á saber de vos qué es lo que he de hacer para obtener justicia, estando muy satisfecho de haber visto esa ordenanza”.

—¡Diablo! exclamó el doctor, abriendo sobremanera los ojos. ¿Qué galimatías me hacéis? Todos sois por el mismo estilo. ¿Es posible que no sepáis jamás decir las cosas claras?

—Perdonad, vos no me habéis dado tiempo; ahora os lo contaré como ello es en sí. Sabed, pues, que yo debía casarme hoy; y aquí la voz de Renzo se conmovió: debía casarme con una joven con la cual llevaba relaciones amorosas desde fines del verano, y hoy, como digo, era el día fijado por el señor cura, y todo estaba dispuesto. Mas he aquí que éste empieza á proponer ciertas excusas... Basta; por no ser molesto: yo le he hecho hablar claro, como era justo, y me ha confesado que se le había prohibido, bajo pena de la vida, el hacer este casamiento. ¡Ese prepotente de D. Rodrigo!...

—¡Y bien! le interrumpió súbitamente el doctor, frunciendo las cejas, arrugando su colorada nariz y torciendo la boca; ¡y bien! ¿qué venís á quebrarme la cabeza con esas patrañas? Id á referir tales cuentos á gentes de vuestra calaña, ya que no sabéis medir las palabras; y no venir á un hombre como yo que sabe todo lo que valen. Marchaos, marchaos; no sabéis lo que decís: yo no me comprometo por chiquillos; no quiero oir semejantes despropósitos y palabras vacías de sentido.

—Os juro.

—Marchaos, os digo; ¿qué queréis que yo haga de vuestros juramentos? Yo no me mezclo en esas cosas, yo me lavo las manos; y se las restregaba como si efectivamente se las estuviera lavando. Aprended á hablar; no se viene á sorprender así á una persona de pundonor.

—Pero oídme, oídme, repetía en vano Renzo; el doctor gritando siempre, le empujaba con ambas manos fuera de la habitación. Cuando lo hubo echado abrió la puerta de par en par, llamó á la criada y la dijo: “Volved pronto á este hombre lo que ha traído: yo no quiero nada, no quiero nada”.

Aquella mujer, en todo el tiempo que hacía que estaba en la casa, no había jamás cumplido una orden semejante; pero había sido proferida con tal resolución, que no vaciló un instante en obedecerla. Tomó los cuatro pobres animales, y se los dió á Renzo echándole una mirada de desdeñosa compasión, que parecía querer decir: es preciso que hayáis cometido una gran necedad. Renzo quería hacer algunos cumplimientos, mas el doctor fué inexpugnable, y el joven más atónito y enfurecido que nunca de tener que volver á tomar las víctimas rehusadas y volver al pueblo á referir á sus señoras el buen éxito de su expedición.

Éstas, durante la ausencia de Renzo, después de haberse despojado tristemente de sus vestidos de boda, cambiándolos con los de los días de trabajo, se pusieron á consultar de nuevo, sollozando Lucía y suspirando Inés. Cuando esta última hubo hablado bastante de los grandes efectos que debían esperarse de los consejos del doctor, Lucía dijo que era indispensable ver de buscar auxilios de todos modos; que el padre Cristóbal era hombre, no sólo para dar consejos, sino también para ponerlos en ejecución cuando se trataba de socorrer á los pobres, y que sería muy conveniente el poderle hacer saber todo lo que había sucedido. Seguramente, dijo Inés; y se pusieron á reflexionar en los medios de que se valdrían, ya que no se sentían con valor aquel día para ir al convento, distante de allí cerca de dos millas, y que ciertamente ninguna persona sensata se lo hubiera aconsejado. Pero mientras examinaban los partidos que se presentaban á su imaginación, he aquí que oyeron un golpecito dado á la puerta, y en el mismo momento un humilde pero distinto Deo gratias. Lucía, imaginándose quién podía ser, corrió á abrir; y luego, habiendo hecho una pequeña inclinación familiar, entró seguida de un capuchino fraile lego, con sus alforjas pendientes en el hombro izquierdo, cuya abertura retorcida y estrecha sujetaba con ambas manos sobre su pecho. ¡Oh, hermano Galdino! dijeron las dos mujeres.

—El Señor sea con vosotras, dijo el fraile. Vengo en busca de las nueces.

—Ve á buscar las nueces para el padre, dijo Inés.

Lucía se levantó y se encaminó á otra estancia; mas antes de entrar, se paró detrás de Fr. Galdino, que permanecía de pie en la misma postura, y llevando un dedo á su boca, dirigió á la madre una mirada, en la cual se traslucía que le encargaba el secreto con ademán tierno y suplicante, aunque también con cierta autoridad.

El mendicante, que se conservaba á bastante distancia de Inés, mirando á esta al soslayo, dijo: “¿Y esa boda? Á la verdad que debía verificarse hoy; he notado en el lugar una cierta confusión, como si hubiese ocurrido alguna novedad. ¿Qué ha sucedido?”.

—El señor cura está enfermo, y ha sido preciso diferirla, repuso con prontitud la mujer. Si Lucía no la hubiese hecho aquella señal, la respuesta habría sido probablemente distinta. ¿Y cómo va de colecta? añadió en seguida para variar de conversación.

—No muy bien, buena señora, no muy bien; aquí está toda. Y esto diciendo, se quitó las alforjas del hombro, y las hizo saltar entre sus dos manos. Aquí está toda, y para reunir esta gran abundancia, he tenido que tocar á diez puertas.

—Pero el año es escaso, Fr. Galdino, y cuando tiene que haber medida en el pan, no se puede alargar la mano en lo demás.

—Y para hacer volver el buen tiempo, ¿qué remedio hay, señora mía? La limosna. ¿Tenéis noticia del milagro de las nueces, que tuvo lugar hace ya muchos años en nuestro convento de la Romaña?

—No, en verdad; contádmelo.

—¡Oh! Pues debéis saber que en dicho convento había un padre, el cual era un santo, y se llamaba el padre Macario. Un día de invierno, pasando por una pequeña senda practicada en medio del campo de un bienhechor nuestro, tan hombre de bien como el mismo padre Macario, vió éste al citado bienhechor cerca de un gran nogal de su propiedad, y á cuatro aldeanos que con el hacha levantada empezaban á excavar el pie para poner las raíces al sol.—“¿Qué hacéis á este pobre árbol? preguntó el padre Macario.—¡Ay padre! hay una porción de años que no me quiere dar nueces; por lo tanto, yo hago leña de él.—Dejadlo estar, dijo el padre: sabed que este año dará más nueces que hojas”. El bienhechor, que conocía muy bien al que acababa de pronunciar las anteriores palabras, ordenó prontamente á los trabajadores que echasen de nuevo la tierra sobre las raíces, y habiendo llamado al padre, que continuaba su camino,—“Padre Macario, le dice: la mitad de la cosecha será para el convento”. Se esparció la voz de semejante pronóstico, y todos corrían á ver el nogal. En efecto, llegada la primavera echó flores con fuerza, y á su debido tiempo nueces, pero nueces en grande. El honrado bienhechor no tuvo el consuelo de varearlo, porque antes de la recolección fué á recibir el premio de su caridad. Mas el milagro fué mucho mayor, según vais á oir. Aquel digno hombre había dejado un hijo, cuyas cualidades eran bien diferentes de las suyas. Estando ya en la época de la recolección, el hermano mendicante fué á recoger la mitad que era debida al convento; pero el hijo, fingiendo la mayor extrañeza, tuvo la temeridad de responder que jamás había oído decir que los capuchinos supiesen hacer nueces. Ahora bien: ¿pues sabéis lo que sucedió? Cierto día (atended bien á esto), el libertino había invitado á varios de sus amigos de la misma calaña que él: y en medio de la francachela que tenían, les contaba la historia de las nueces, burlándose á su sabor de los frailes. Aquellos imprudentes jovenzuelos tuvieron deseos de ir á ver una tan enorme porción de nueces, y él los condujo al granero. Mas oíd bien: abre él la puerta, se dirige al rincón en donde estaba colocado el gran montón, y mientras dice mirad, mira él mismo, y ve... ¿qué es lo que ve? un bello montón de hojas secas de nogal. ¿No fué esto un magnífico ejemplar? Y el convento, en vez de perder con eso ganó mucho; porque después de tan gran suceso, los donativos de las nueces rendían tanto y tanto, que un bienhechor, movido á compasión hacia el hermano mendicante, tuvo la caridad de regalar un asno al convento, con el objeto de ayudar á dicho hermano á conducirlas al mismo. Además, se hacía con ellas tanto aceite, que todos los pobres iban á buscar según sus necesidades; porque nosotros somos como el mar, que recibe agua de todas partes para volver á distribuirla luego á todos los ríos.

En esto volvió á aparecer Lucía con el delantal tan lleno de nueces, que con trabajo podía soportar su peso, sosteniendo en alto ambos extremos con los brazos extendidos y separados; mientras que el hermano Galdino se quitaba de nuevo las alforjas del hombro, las hacía descansar en el suelo, y ponía expedita la abertura para introducir la abundante limosna. La madre miró á Lucía con semblante atónito y severo á la vez por su prodigalidad; pero esta última le echó una ojeada que quería significar, yo me justificaré. Fr. Galdino se deshizo en elogios, promesas y favorables predicciones, manifestándose sumamente agradecido; y volviendo á colocar las alforjas en su lugar, iba á partir; mas Lucía, llamándole de nuevo le dice: “Quisiera que me hicieseis un favor: desearía que dijeseis al padre Cristóbal que tengo gran necesidad de hablarle, y que haga la caridad de venir á nuestra humilde casa, pronto, pronto; porque á nosotras no nos es posible ir á la iglesia”.

—¿No queréis otra cosa? No se pasará una hora sin que el padre Cristóbal sepa vuestro deseo.

—Cuento con ello.

—No lo dudéis: y dicho esto se fué un poco más encorvado y más contento de lo que había venido.

Al ver que una pobre muchacha mandaba llamar con tanta confianza al padre Cristóbal y que el mendicante aceptaba la comisión sin maravilla y sin dificultad, no se juzgue por esto que dicho padre Cristóbal fuese un fraile adocenado, una persona despreciable; todo lo contrario, era un hombre que ejercía mucha influencia entre los suyos y en todo el contorno; pero era tal la condición de los capuchinos, que para ellos nadie había ni demasiado bajo, ni demasiado elevado. Servir á la clase ínfima y hacerse servir por los poderosos; entrar en los palacios y en las chozas con el mismo continente de modestia y seguridad; ser tal vez en una misma casa un objeto de pasatiempo, á la par que un personaje sin el cual nada se decida; pedir limosna por todas partes y hacerla á todos los que iban á pedirla al convento; á todo esto estaba acostumbrado un capuchino. Viajando, podía igualmente tropezar con un príncipe que le besase reverentemente la punta del cordón, ó con una cuadrilla de pilluelos que fingiendo reñir entre sí le salpicasen de barro la barba. La palabra fraile era pronunciada en aquella época con el mayor respeto y con el más amargo desprecio: y los capuchinos, acaso más que los de ninguna otra orden, eran objeto de dos contrarios sentimientos, y experimentaban las dos opuestas fortunas; porque no poseyendo nada, revestidos de hábitos más extraños y distintos que de ordinario, y haciendo más abierta profesión de humildad, se exponían más de cerca á la veneración y al vilipendio que estas cosas pueden inspirar á los hombres, según la diversidad de su carácter ó su modo de pensar.

Habiendo partido Fr. Galdino, Inés exclamó: “¡Tantísimas nueces en un año como éste!”.

—Mamá, perdonadme, respondió Lucía; mas si hubiésemos hecho una limosna como las de costumbre, ¡Dios sabe cuántas vueltas hubiera tenido que dar Fr. Galdino antes de llenar las alforjas; Dios sabe cuándo habría vuelto al convento, y con los cuentecillos que hubiera referido ó escuchado, Dios sabe si él se habría acordado!...

—Has pensado muy bien; y luego que toda caridad trae siempre buen fruto, dijo Inés, la cual, á pesar de sus defectillos, era una excelente mujer, y se hubiera, según vulgarmente se dice, arrojado al fuego por su única hija en quien tenía puesto todo su cariño.

En esto llegó Renzo, y entrando con semblante mortificado á la par que de despecho, echó los capones sobre una mesa: ésta fué la última vicisitud de aquellos pobres animales por aquel día.

—¡Qué hermoso consejo me habéis dado! dijo á Inés; ¡me habéis mandado á casa de bellísimo sujeto, de uno que ayuda verdaderamente á los infelices! Esto dicho, refirió su entrevista con el doctor. La mujer, estupefacta de tan triste resultado, quería meterse á demostrar que el consejo sin embargo era bueno, y que Renzo no debía haber sabido expresarse; mas Lucía interrumpió esa cuestión, anunciando que esperaba haber encontrado un auxilio mejor. Renzo acogió todavía esta esperanza, como acontece á los que están en el mayor embarazo y aflicción.—Mas si el padre, dijo él, no halla algún medio, yo le hallaré de un modo ú de otro. Las mujeres le aconsejaron que tuviese prudencia, calma y paciencia.—Mañana, dijo Lucía, vendrá seguramente el padre Cristóbal, y veréis cómo encontrará algún remedio de aquellos que nosotros ni siquiera podemos imaginar.

—Así lo espero, dijo Renzo; mas en todo caso sabré hacerme razón, ó declarármela por otros. En este mundo, ésta es finalmente la justicia.

Con tan dolorosos discursos, y con tantas idas y venidas, según va referido, se había pasado el día, y empezaba ya á oscurecer.

—Buenas noches, dijo tristemente Lucía á Renzo, el cual no sabía resolverse á marchar.

—Buenas noches, respondió éste con más tristeza todavía.

—Algún santo nos ayudará, replicó Lucía; sed prudente y resignaos.

La madre añadió otros consejos del mismo género, y el novio se fué con el corazón agitado, repitiendo siempre estas extrañas palabras: “En este mundo, ésta es finalmente la justicia. ¡Tan cierto es que un hombre abrumado por el dolor, no sabe siquiera lo que se dice!”.

Los Desposados

Подняться наверх