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Tres

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—¿Recuerdas lo que te conté? —dijo la niña.

Lo recordaba, pero Jake se esforzaba por ignorarla. Todos los demás niños del Club 567 estaban fuera, jugando al sol. Se oían los gritos y el sonido del balón de fútbol rodando por el asfalto y, de vez en cuando, un golpe sordo contra la pared del edificio. Pero él seguía sentado dentro, trabajando en su dibujo. Habría preferido quedarse solo para acabarlo.

No es que no le gustara jugar con la niña. Claro que le gustaba. De hecho, era la única que quería jugar con él la mayoría de las veces y, en condiciones normales, se alegraba de verla. Pero aquella tarde la niña no tenía ganas de jugar. De hecho, estaba muy seria, y a Jake no le gustaba eso nada de nada.

—¿Lo recuerdas bien?

—Supongo.

—Pues entonces, dilo.

Jake suspiró, dejó el lápiz y se quedó mirándola. Iba vestida, como siempre, con un vestido de cuadros azules y blancos, y en la rodilla derecha tenía aquel rasguño que nunca acababa de cicatrizar. Mientras que las otras niñas siempre iban con el pelo limpio, peinado con una melenita hasta los hombros o recogido en una cola de caballo alta, el de aquella niña se proyectaba alborotado hacia un lado y parecía no haber visto un cepillo en mucho tiempo.

Por la cara que puso la niña, era evidente que no pensaba rendirse, de modo que Jake le repitió lo que ella le había contado.

—Si dejas la puerta entreabierta…

Era sorprendente que se acordara, la verdad, puesto que no había hecho ningún esfuerzo especial para memorizar aquellas palabras. Pero, por algún motivo, las recordaba. Sería por el ritmo. A veces, oía una canción por la CBBC y acababa repitiéndola mentalmente durante horas. Su padre le había dicho que aquello se conocía como «gusano musical», y Jake se había imaginado entonces los sonidos abriendo un orificio en un lateral de su cabeza y abriéndose paso hacia el cerebro.

Cuando hubo terminado, la niña asintió, satisfecha. Y Jake volvió a coger el lápiz.

—¿Y qué significa? —preguntó.

—Es un consejo. —La niña arrugó la nariz—. O algo así. Los niños lo decían cuando yo era pequeña.

—Ya, ¿pero qué significa?

—Es simplemente un buen consejo —dijo la niña—. En el mundo hay mucha gente mala. Y muchas cosas malas. Así que es bueno recordarlo.

Jake frunció el ceño y se puso a dibujar de nuevo. Gente mala. En el Club 567 había un niño mayor, que se llamaba Carl, que a Jake le parecía muy malo. La semana anterior, Carl lo había arrinconado mientras estaba construyendo una fortaleza de Lego y luego se había quedado allí, cerniéndose sobre él como una sombra gigantesca.

—¿Por qué siempre viene a recogerte tu padre? —le había preguntado Carl, a pesar de conocer de sobra la respuesta—. ¿Será porque tu madre está muerta?

Jake no le había respondido.

—¿Y qué pinta tenía cuando la encontraste?

Había seguido sin responderle. Excepto en pesadillas, nunca pensaba en la sensación que había experimentado aquel día cuando había encontrado a su madre. Si lo hacía, se le alteraba el ritmo de la respiración y empezaba a emitir ruidos raros. De lo que le resultaba imposible huir, sin embargo, era del hecho de que su madre ya no estaba allí.

Aquello le hizo recordar tiempos muy pasados, un día que asomó la cabeza por la puerta de la cocina y la vio cortando un pimiento rojo por la mitad y extrayendo la parte central.

—Hola, mi niño bonito.

Eso fue lo que le dijo en cuanto lo vio. Siempre lo llamaba así. Y la sensación que tuvo al recordar que estaba muerta vino acompañada por un sonido parecido al de aquel pimiento, como algo que se desgarra con un «poc» y te deja un vacío.

—La verdad es que me gusta verte llorar como un bebé —había declarado Carl, y luego se había marchado, como si Jake ni siquiera existiese.

No era agradable imaginarse el mundo lleno de gente como él, y Jake no quería creer que fuese así. Empezó a dibujar círculos en el papel. Campos de fuerza alrededor de las pequeñas figuras de palo que libraban una trepidante batalla.

—¿Estás bien, Jake?

Levantó la vista. Era Sharon, una de las adultas que trabajaban en el Club 567. Hasta aquel momento había estado limpiando en el otro extremo de la sala, pero se había acercado y se había puesto en cuclillas, con las manos colgando entre las rodillas.

—Sí —dijo Jake.

—Un dibujo muy bonito.

—Aún no está acabado.

—¿Y qué será?

Jake pensó en cómo explicarle la batalla que estaba dibujando, los distintos bandos que la estaban librando, con las líneas entre ellos y los garabatos tachando a los que habían perdido, pero era demasiado complicado.

—Una batalla.

—¿Estás seguro de que no quieres salir a jugar con los otros niños? Hace un día precioso.

—No, gracias.

—Tenemos protector solar. —Miró a su alrededor—. Y me parece que por aquí encontraremos también alguna gorra.

—Tengo que acabar el dibujo.

Sharon se incorporó y suspiró para sus adentros, pero mantuvo una expresión bondadosa. Estaba preocupada por él y, aunque no era necesario que lo estuviera, Jake lo encontraba agradable. Jake siempre notaba cuándo alguien se preocupaba por él. Su padre solía preocuparse a menudo, excepto cuando perdía la paciencia. A veces gritaba, y decía cosas como «Todo esto sucede porque me gustaría que hablases conmigo, quiero saber qué piensas y qué sientes», y cuando eso pasaba le daba miedo, porque Jake tenía la sensación de estar decepcionando a su padre y poniéndolo triste. Pero no sabía cómo ser distinto a como era.

Círculos y más círculos. Otro campo de fuerza, con las líneas solapándose. ¿Y si en lugar de eso fuese un portal? ¿Para que la figurilla del interior pudiera desaparecer de la batalla y marcharse a un lugar mejor? Jake le dio la vuelta al lápiz y empezó a borrar con mucho cuidado la persona que había dibujado antes.

«Ya está».

«Ya estás a salvo, dondequiera que estés».

Una vez, después de que su padre perdiera los nervios, Jake se encontró una nota en la cama. Y se vio obligado a reconocer que era un dibujo muy bueno de los dos sonriendo, y debajo, su padre había escrito:

Lo siento. Solo quería recordarte que aunque nos peleemos, seguimos queriéndonos mucho. Besos

Jake había guardado la nota en su Estuche de Cosas Especiales, junto con todas las demás cosas importantes que quería guardar. Decidió echarle un vistazo. El Estuche estaba en la mesa, delante de él, justo al lado del dibujo.

—Sé que pronto vas a cambiarte de casa —dijo la niña.

—¿Quién? ¿Yo?

—Tu padre ha ido hoy al banco.

—Sí, ya lo sé. Pero dice que aún no está seguro de que lo hagamos. A lo mejor no le dan esa cosa que necesita.

—La hipoteca —dijo la niña cargándose de paciencia—. Pero se la darán.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque es un escritor famoso, ¿no? Es bueno inventándose cosas. —Miró el dibujo de Jake y sonrió para sus adentros—. Como tú.

Jake se preguntó sobre el porqué de aquella sonrisa. Era una sonrisa extraña, como si estuviera feliz y a la vez triste. Pensándolo bien, él también se sentía así cuando pensaba en lo de cambiar de casa. No le gustaba seguir viviendo allí, y sabía que su padre también se sentía triste, pero mudarse seguía pareciéndole algo que a lo mejor no deberían hacer, por mucho que hubiera sido él quien se había fijado en la nueva casa en el iPad de su padre cuando estaban mirando nuevas propiedades juntos.

—Pero cuando me haya cambiado de casa seguiré viéndote, ¿no? —dijo Jake.

—Pues claro. Ya sabes que sí. —Y entonces, la niña se inclinó hacia delante y le habló en un tono más apremiante—. Pero pase lo que pase, recuerda lo que te dije. Es importante. Tienes que prometérmelo, Jake.

—Te lo prometo. ¿Pero qué significa?

Jake pensó por un momento que la niña iba a explicárselo un poco más, pero justo en aquel momento sonó el timbre en el otro extremo de la sala.

—Demasiado tarde —susurró la niña—. Ya está aquí tu padre.

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