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Seis

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Igual que Pete Willis, la inspectora Amanda Beck conocía muy bien la importancia de las primeras cuarenta y ocho horas. Ordenó a su equipo pasar las doce horas siguientes a la desaparición inspeccionando las diversas rutas que Neil Spencer podía haber seguido, además de entrevistar a todos los familiares y empezar a construir un perfil del niño desaparecido. Se consiguieron fotografías. Se cotejaron relatos. Y luego, a las nueve de la mañana del día siguiente, se celebró una rueda de prensa en el transcurso de la cual se dio a conocer a los medios de comunicación la descripción de Neil y la ropa que llevaba puesta.

Los padres de Neil permanecieron sentados sin decir nada al lado de Amanda, mientras ella llevaba a cabo los llamamientos de rigor y animaba a los potenciales testigos a comunicar cualquier tipo de información que tuvieran. Las cámaras dispararon sus flashes hacia los tres de forma intermitente. Amanda intentó ignorar la situación, pero notó que a los padres de Neil les afectaba y que cada vez iban encogiéndose un poco más, como si los fotógrafos estuvieran golpeándolos.

—Animamos a la gente a buscar a fondo en los garajes y los cobertizos de sus casas —dijo Amanda a la audiencia.

Se trataba de mantener el perfil más bajo posible y de conservar la calma. El principal objetivo de Amanda en aquel momento, aparte de localizar a Neil Spencer, era aplacar el miedo de la población, y a pesar de que no podía afirmar con toda seguridad que Neil no había sido secuestrado, sí quería dejar claro dónde se situaba, por el momento, el foco de la investigación.

—La explicación más probable es que Neil haya sufrido algún tipo de accidente —dijo—. Aunque lleva quince horas desaparecido, seguimos albergando esperanzas de encontrarlo bien y a salvo, además de muy pronto.

Pero, para sus adentros, no confiaba tanto en que fuera a ser así.

Una de las primeras decisiones que tomó Amanda en cuanto estuvo de vuelta en la sala de operaciones una vez terminada la rueda de prensa, fue pedir que trajeran discretamente a comisaría a los agresores sexuales de la zona para luego interrogarlos de manera más pública.

El área de búsqueda se amplió a lo largo del día. Se drenaron secciones del canal —una propuesta improbable— y se iniciaron intensos interrogatorios puerta a puerta. Se analizaron filmaciones de cámaras de videovigilancia, una tarea que llevó a cabo personalmente Amanda. Las filmaciones mostraban el inicio del recorrido de Neil, pero lo perdían antes de que llegara al descampado y no volvían a recuperarlo después. El niño había desaparecido en algún lugar entre aquellos dos puntos.

Agotada, Amanda intentó espabilarse un poco.

Los agentes volvieron al descampado, esta vez con luz de día, y la exploración de la cantera continuó.

Pero seguía sin haber señales de Neil Spencer.

El niño, sin embargo, hizo su aparición a su modo, y cada vez más a medida que la jornada avanzaba: empezaron a circular fotografías en las noticias, sobre todo una en la que se veía a Neil sonriendo tímidamente y vestido con la camiseta de un equipo de fútbol, una de las pocas fotografías que tenían sus padres en las que se le veía feliz. En los reportajes aparecían mapas sencillos con los lugares clave marcados con círculos de color rojo y las posibles rutas que el niño habría podido seguir señaladas con puntitos amarillos.

Asimismo, salieron a la luz las imágenes de la rueda de prensa. Por la noche, Amanda las estuvo viendo en la cama, en su tableta, y pensó que los padres de Neil se veían más desanimados de lo que le habían parecido en directo. Parecían sentirse culpables. Y si no se sentían todavía, se sentirían pronto; les harían sentirse culpables. En la reunión que había mantenido por la tarde con sus agentes, muchos de los cuales eran padres, les había advertido de que, pese a que las circunstancias que rodeaban la desaparición de Neil Spencer podían ser controvertidas, había que tratar con sensibilidad tanto a la madre como al padre. A nadie se le escapaba que ni de lejos eran unos padres modelo, pero Amanda no sospechaba que estuvieran directamente implicados. El padre tenía algunos delitos menores en su historial —borracheras con desorden público y una advertencia como consecuencia de una pelea—, pero nada que disparara las alarmas. El historial de la madre estaba limpio. Y lo que era evidente era que ambos parecían sinceramente destrozados por el suceso. No había habido recriminaciones entre ellos, por mucho que se hiciera difícil imaginarlo.

Los dos querían recuperar a su hijo sano y salvo.

Amanda durmió mal y llegó al departamento muy temprano. Con más de treinta y seis horas a sus espaldas, habiendo dormido tan solo unas pocas, tomó asiento en su despacho y empezó a pensar en las cinco categorías de desaparición infantil, viéndose forzada, cada vez más, hacia una conclusión incómoda. No creía que Neil hubiera sido abandonado por sus padres o que de algún modo sus padres se hubieran deshecho de él. De haber sufrido un accidente en el camino de vuelta a casa, a aquellas alturas ya lo habrían localizado. El secuestro por parte de otro familiar parecía improbable. Y a pesar de que tampoco era imposible que se hubiera fugado, se negaba a creer que un niño de seis años, sin dinero y sin comida, la hubiera burlado durante tanto tiempo.

Miró la foto de Neil Spencer que había colgado en la pared y consideró el peor escenario.

Un secuestro fuera del ámbito familiar.

En general, el público lo consideraría como un secuestro por parte de un desconocido, pero era importante ser preciso. Los niños que se ubicaban dentro de esta categoría, rara vez eran secuestrados por perfectos desconocidos. Lo más habitual era que previamente hubieran entablado amistad o establecido un vínculo emocional con personas situadas en la periferia de su vida. Lo cual cambiaba el foco y hacía que aspectos y facetas que habían constituido una parte sutil de la investigación durante el primer día y medio pasaran a jugar un papel protagonista. Amigos de la familia. Familiares de los amigos. Un examen más minucioso de los criminales conocidos. Actividad de internet en casa. Amanda volvió a cargar las filmaciones de las cámaras de videovigilancia y empezó a examinarlas desde otros puntos de vista, concentrándose menos en la presa y más en los depredadores potenciales que pudiera haber.

Los padres de Neil fueron interrogados de nuevo.

—¿Les expresó su hijo algún tipo de preocupación relacionada con la atención no deseada que pudieran prestarle otros adultos? —preguntó Amanda—. ¿Les mencionó que alguien lo hubiera abordado?

—No. —El padre de Neil se sintió casi insultado con aquella sugerencia—. De haber pasado, bien que habría hecho rápidamente algo para solucionarlo, ¿no le parece? Y no jodamos, ¿no cree que ya se lo hubiera mencionado de haber sido así?

Amanda sonrió educadamente.

—No —dijo la madre de Neil.

Aunque con menos rotundidad.

Cuando Amanda la presionó, la mujer dijo que sí que recordaba algo. Y que no se le había pasado por la cabeza informar al respecto en su momento, ni siquiera cuando Neil desapareció, porque había sido una cosa tan extraña, tan tonta, y que, además, estaba tan dormida cuando sucedió, que apenas se acordaba.

Amanda volvió a sonreír educadamente y reprimió el impulso de arrancarle la cabeza a aquella mujer.

Diez minutos más tarde, estaba en la planta de arriba, en el despacho de su superior, el inspector jefe Colin Lyons. Independientemente de que la causa fuera el agotamiento o los nervios, Amanda se vio obligada a llevarse la mano a la pierna para impedir que siguiera temblando. Lyons también estaba afectado. Se había implicado mucho en la investigación y comprendía tan bien como Amanda la situación a la que con toda probabilidad se enfrentaban. Incluso así, aquel último avance no era el que le habría gustado escuchar.

—Esto no tiene que llegar a los medios de comunicación —dijo en voz baja Lyons.

—No, señor.

—¿Y la madre? —Se quedó mirándola, repentinamente alarmado—. Imagino que ya le habrá dicho que no comente nada en público… Nada de nada.

—Sí, señor.

«Sí, señor, ¡no soy gilipollas!». Aunque Amanda dudaba de que hubiera sido necesario. El tono de una buena parte de la prensa era ya crítico y acusatorio, y los padres de Neil tenían suficiente sentimiento de culpa que gestionar sin necesidad de buscar más a propósito.

—Bien —dijo Lyons—. Porque…

—Lo sé, señor.

Lyons se recostó en su asiento, cerró los ojos unos segundos y respiró hondo.

—¿Conoce el caso?

Amanda se encogió de hombros. Todo el mundo conocía el caso. Lo cual no equivalía a «conocerlo».

—No hasta el mínimo detalle —respondió.

Lyons abrió los ojos y se quedó mirando el techo.

—Entonces, necesitaremos ayuda —sentenció.

A Amanda se le cayó el alma a los pies al oír aquello. Para empezar, llevaba dos días trabajando hasta el agotamiento y no le gustaba la idea de tener que compartir ahora el trofeo que podía llegar a reportarle aquel caso. Por otro lado, estaba el espectro que se cernía sobre todo aquello.

Frank Carter.

El Hombre de los Susurros.

Aplacar el miedo de la población sería ahora mucho más complicado. Imposible, incluso, si este nuevo detalle salía a la luz. Tendrían que tener muchísimo cuidado.

—Sí, señor.

Lyons descolgó el teléfono de su mesa.

Y de este modo fue cómo, en el momento en que el tiempo transcurrido desde la desaparición de Neil Spencer se acercaba al final del periodo crucial de las primeras cuarenta y ocho horas, el inspector Pete Willis se vio implicado de nuevo en la investigación.

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