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Cinco

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El día que Rebecca murió, me había encargado yo de ir a recoger a Jake.

Era uno de aquellos días que supuestamente tenía que dedicar a escribir, y cuando Rebecca me pidió si podía ir yo a buscar a Jake en su lugar, mi primera reacción fue de fastidio. Tenía que entregar mi siguiente libro en pocos meses y apenas había sido capaz de escribir nada bueno en todo el día, de manera que, a aquellas alturas, contaba con poder tener media hora final de trabajo que produjera un milagro. Pero como había visto que Rebecca estaba pálida y temblorosa, había accedido a su petición.

En el coche, de camino de vuelta a casa, me había esforzado por preguntarle a Jake qué tal le había ido el día, pero sin resultados. Era lo normal. O bien no se acordaba o era que no quería hablar. Y, como solía pasar, había tenido la sensación de que sí que le habría respondido a Rebecca, lo cual, sumado al fracaso en mi empeño de sacar adelante el libro, me había hecho sentirme más ansioso e inseguro que nunca. Al llegar a casa, Jake había salido a la velocidad del rayo del coche. ¿Podía ir a ver a mamá? Sí, le había dicho yo. Estaba seguro de que a ella le gustaría. Le dije que no se encontraba muy bien y que fuera cariñoso con ella, y también que se acordara de quitarse los zapatos al entrar en casa porque ya sabía que a su madre no le gustaba nada que ensuciara.

Y luego yo me había entretenido un poco en el coche, tomándome mi tiempo, sintiéndome mal por ser un despreciable fracasado. Había entrado sin prisas en casa, había dejado las cosas en la cocina y me había dado cuenta de que mi hijo no se había quitado los zapatos para dejarlos allí como yo le había pedido. Porque, evidentemente, a mí nunca me hacía caso. Reinaba el silencio. Imaginé que Rebecca se habría acostado arriba y que Jake habría subido a verla y que todo el mundo estaba bien.

Excepto yo.

Hasta que finalmente entré en el salón y vi a Jake de pie en el extremo opuesto de la habitación, junto a la puerta que daba acceso a la escalera, mirando algo que había en el suelo y que yo no alcanzaba a ver. Estaba completamente quieto, como hipnotizado por lo que estaba viendo. Cuando me acerqué despacio hasta allí, me di cuenta de que no es que estuviera inmóvil, sino que estaba temblando. Y entonces vi a Rebecca, en el suelo, al pie de la escalera.

Después de aquello, tengo un vacío de memoria. Sé que aparté a Jake de allí. Sé que pedí una ambulancia por teléfono. Sé que hice todo lo correcto. Pero no recuerdo haberlo hecho.

Y lo peor del caso es que, a pesar de que nunca lo había comentado conmigo, estaba seguro de que Jake lo recordaba todo.

Diez meses más tarde, entramos en una cocina donde todas las superficies parecían estar ocupadas por platos y tazas y en la que el poco espacio de encimera visible estaba sucio con manchas y migas. En el salón, los juguetes repartidos por el suelo de parqué estaban desperdigados y parecían olvidados. A pesar de mis discursos sobre la necesidad de clasificar los juguetes antes de la mudanza, daba la impresión de que ya habíamos examinado todas nuestras posesiones, cogido lo que necesitábamos y dejado el resto esparcido por todas partes, como si fuera basura. Hacía meses que sobre la casa se cernía constantemente una sombra, cada vez más oscura, como un día que gradualmente va llegando a su fin. Era como si nuestro hogar hubiera empezado a derrumbarse el día que Rebecca murió. Porque ella siempre había sido su alma.

—¿Me das mi dibujo, papá?

Jake ya estaba arrodillado en el suelo, reuniendo los rotuladores de colores que habían quedado desperdigados por la mañana.

—¿Y la palabra mágica?

—Por favor.

—Sí, claro que sí. —Se lo dejé a su lado—. ¿Un sándwich de jamón?

—¿Puedo comer un caramelo en vez de eso?

—Después.

—Vale.

Despejé un poco de sitio en la cocina, unté con mantequilla dos rebanadas de pan, puse tres lonchas de jamón en el sándwich y lo dividí en cuatro partes. Intentando luchar contra la depresión. Un pie detrás de otro. Siempre avanzando.

No pude evitar pensar en lo que había pasado en el Club 567, en Jake diciéndole adiós a una mesa vacía. Mi hijo siempre había tenido amigos imaginarios, de toda la vida. Siempre había sido un niño solitario; tenía un carácter tan cerrado e introspectivo que parecía ahuyentar a los demás niños. Los días buenos, me imaginaba que era porque tenía una personalidad independiente y se sentía feliz siendo así, y me decía a mí mismo que no pasaba nada. La mayoría de las veces, sin embargo, me preocupaba.

¿Por qué no podía ser Jake más parecido a los demás niños?

¿Más «normal»?

Era un pensamiento desagradable, lo sabía, pero era simplemente porque quería protegerlo. Cuando eres tan callado y solitario como Jake, el mundo puede llegar a ser brutal contigo, y no quería que pasase por lo que yo había pasado a esa edad.

Pero hasta ese momento, los amigos imaginarios se habían manifestado sutilmente, en forma de pequeñas conversaciones que mantenía consigo mismo, y aquel nuevo avance no me gustaba nada. No me cabía la menor duda de que la niña con la que me había dicho que se había pasado el día hablando solo existía en su cabeza. Además, era la primera vez que reconocía un hecho como aquel en voz alta, que hablaba con alguien delante de otra gente, y la situación me asustaba un poco.

Rebecca nunca se había mostrado preocupada por el tema. «Jake está bien, hay que dejar que sea él mismo». Y como ella sabía más que yo sobre prácticamente todo, siempre había intentado obedecerla. ¿Pero y ahora? Ahora empezaba a preguntarme si Jake necesitaba ayuda.

Aunque, a lo mejor, simplemente estaba siendo él mismo.

Era una cosa abrumadora más que tendría que haber sido capaz de gestionar, pero no sabía cómo. No sabía cuál era el camino correcto a seguir, ni cómo ser un buen padre para mi hijo. Ojalá Rebecca siguiera aquí.

«Te echo de menos…».

Pero si continuaba con aquella corriente de pensamientos sabía que acabaría llorando, de modo que la corté en seco y cogí el plato. Y entonces, oí que Jake estaba hablando en voz baja en el salón.

—Sí —dijo.

Y luego a modo de respuesta a algo que no pude oír:

—Sí, ya lo sé.

Sentí un escalofrío.

Me acerqué sin hacer ruido a la puerta, pero no crucé el umbral todavía, sino que me quedé allí escuchando. Desde donde estaba, no podía ver a Jake, pero la luz del sol que se filtraba a través de la ventana proyectaba su sombra junto al sofá: una forma amorfa, no reconocible como humana, pero que se movía ligeramente, como si estuviese balanceándose sobre sus rodillas.

—Sí que lo recuerdo.

Hubo unos segundos de silencio en los que el único sonido que escuché fue el latido de mi corazón. Me di cuenta de que contenía la respiración. Cuando volvió a hablar, lo hizo subiendo el tono de voz, y parecía enfadado.

—¡No quiero decirlo!

Y finalmente, crucé la puerta.

Por un momento, no supe qué iba a encontrarme. Pero Jake estaba agachado en el suelo, exactamente donde lo había dejado, con la diferencia de que ahora estaba mirando hacia un lado y había dejado abandonado el dibujo. Seguí la dirección de su mirada. No había nadie, claro está, pero miraba tan fijamente el espacio vacío, que me resultó fácil imaginarme una presencia allí mismo.

—¿Jake? —dije sin levantar mucho la voz.

No me miró.

—¿Con quién hablabas?

—Con nadie.

—Te he oído hablar.

—Con nadie.

Y entonces, se giró un poco hacía mí, cogió de nuevo el rotulador y empezó a dibujar otra vez. Avancé un paso más hacia él.

—¿Podrías dejar el rotulador y responderme, por favor?

—¿Por qué?

—Porque es importante.

—No estaba hablando con nadie.

—¿Y por qué no dejas el rotulador si acabo de decirte que lo hagas?

Pero siguió dibujando. La mano empezó a moverse con más pasión y el rotulador a trazar círculos desesperados alrededor de las figuritas.

Mi frustración aumentó hasta transformarse en enfado. A menudo, me daba la sensación de que Jake era un problema que yo era incapaz de resolver y me odiaba a mí mismo por ser tan inútil y tan poco efectivo. Por otro lado, me ofendía también que no me diera nunca ni una sola pista. Que no pudiéramos alcanzar algún tipo de acuerdo entre ambas partes. Yo quería ayudarlo; quería saber que estaba bien. Pero no me daba la impresión de que pudiera conseguirlo solo.

Me di cuenta de que, inconscientemente, estaba sujetando el plato con una fuerza excesiva.

—Ya tienes preparado el sándwich.

Lo dejé en el sofá, sin esperar a ver si dejaba o no de dibujar. Y volví directamente a la cocina, me apoyé en la encimera y cerré los ojos. Sin saber por qué, el corazón me latía a toda velocidad.

«Te echo mucho de menos —pensé, dirigiendo mi lamento a Rebecca—. Ojalá estuvieras aquí. Por muchos motivos, pero ahora mismo, porque creo que me veo incapaz de hacer esto».

Rompí a llorar. Daba igual. Sabía que Jake pasaría un rato dibujando o comiendo y que no aparecería por la cocina. ¿Por qué iba a hacerlo, si solo me encontraría a mí? De modo que daba igual. Mi hijo podía pasarse un buen rato hablando en voz baja con gente que ni siquiera existía. También podía hacerlo yo, mientras no levantara mucho la voz.

—Te echo de menos.

Aquella noche, como siempre, subí a Jake en brazos a la cama. Desde la muerte de Rebecca, siempre lo habíamos hecho así. Jake se negaba a mirar hacia el lugar donde había descubierto su cuerpo y se aferraba a mí con fuerza, conteniendo la respiración y con la cara pegada a mi hombro. Todas las mañanas, todas las noches, cada vez que necesitaba ir al baño. Yo lo entendía, pero empezaba a pesarme, y no solo en sentido literal.

Confiaba en que eso cambiara pronto.

En cuanto se hubo dormido, bajé y me senté en el sofá con una copa de vino y mi iPad y cargué la página con los detalles de nuestra nueva casa. Mirar las fotografías me hizo sentirme incómodo, pero de otra manera.

Podría decir, sin miedo a equivocarme, que la casa la había elegido Jake. Yo no había conseguido verle la gracia de entrada. Era una casa pequeña, a cuatro vientos, vieja, de dos plantas, con el aspecto de una cabaña destartalada. Y, además, era un poco rara. Las ventanas presentaban una disposición algo estrambótica y costaba imaginar cómo sería la planta interior y, por otro lado, el ángulo del tejado estaba un poco descuadrado, de tal modo que cuando lo mirabas de frente, el edificio parecía adoptar una postura inquisitiva, tal vez incluso de enojo. Pero transmitía también una sensación más general, un cosquilleo en la nuca. Cuando la había visto por primera vez, aquella casa me había puesto nervioso.

Pero aun así, Jake se había visto instalado en ella desde el instante en que la había encontrado. Aquella casa tenía algo que lo había dejado tremendamente fascinado, hasta el punto de que se había negado a seguir buscando más.

Cuando me acompañó a visitarla por primera vez, el lugar lo dejó hipnotizado. Yo no estaba convencido del todo. El interior tenía un tamaño más que aceptable, pero, por otro lado, era lóbrego. Había armarios y sillas cubiertos de polvo, montones de periódicos viejos, cajas de cartón, un colchón en la habitación de invitados de la planta baja. La propietaria, una anciana que respondía al nombre de señora Shearing, se había disculpado diciendo que todos aquellos trastos eran del inquilino que había estado arrendando la casa y que cuando la vendiera, lo retiraría todo.

Pero Jake se había mostrado inflexible y, en consecuencia, había decidido programar una segunda visita, esta vez solo. Fue entonces cuando empecé a ver la casa con otros ojos. Sí, era rara, pero eso era precisamente lo que le daba un encanto similar al que tienen los chuchos callejeros. Y lo que de entrada me había parecido un aire huraño, me pareció entonces más bien de cautela, como si aquella casa hubiera sufrido en el pasado y hubiera que ganarse su confianza.

Tenía carácter, imaginé.

Incluso así, pensar en la mudanza me aterraba. De hecho, aquella tarde, una parte de mí confiaba en que el director del banco se diera cuenta de las medias verdades que le estaba contando con respecto a mi situación financiera y rechazara concederme la hipoteca. Pero ahora me sentía aliviado. Porque al mirar a mi alrededor y ver en el salón los restos polvorientos e ignorados de la vida que en su día habíamos disfrutado, era evidente que ni él ni yo podíamos seguir en aquella situación. Por muchas dificultades que el cambio pudiera depararnos, teníamos que salir de aquella casa. Y por muy duros que me resultaran los meses venideros, mi hijo lo necesitaba. Los dos lo necesitábamos.

Teníamos que empezar de cero. Llegaría un momento en que Jake ya no necesitaría que lo subiera y bajara en brazos por las escaleras. En el que encontraría amigos fuera de su cabeza. En el que yo no vería mis propios fantasmas en cada esquina.

Miré de nuevo a aquella casa y pensé que, sin saber por qué extraña razón, encajaba con Jake y conmigo. Que, igual que nosotros, era como un marginado al que le costaba adaptarse. Que nos llevaríamos bien. Incluso el nombre del pueblo sonaba cálido y reconfortante.

Featherbank.

Parecía un lugar donde viviríamos seguros.

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