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Siete

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Y no es que quisiera estar implicado.

La filosofía de Pete era relativamente simple, y el paso de los años la había incrustado hasta tal punto en su persona, que en aquel momento era algo más implícito que deliberado: una plantilla sobre la que estaba construida su vida.

El diablo siempre acaba encontrando trabajo para las manos ociosas.

Y los malos pensamientos encuentran cabezas vacías.

Por eso procuraba mantener las manos atareadas y la mente ocupada. La disciplina y la estructura eran importantes para él, y después de la ausencia de resultados en el descampado, había pasado la mayor parte de las últimas cuarenta y pico horas haciendo exactamente lo mismo que hacía siempre.

A primera hora de la mañana estaba en el gimnasio del departamento: levantamiento de pesas, dorsales, deltoides posterior. Cada día trabajaba una parte distinta del cuerpo. No era una cuestión de vanidad o de salud, sino que la soledad y la concentración que conllevaban el ejercicio físico le proporcionaban una distracción reconfortante. Después de tres cuartos de hora, siempre se sorprendía al descubrir que su mente se había quedado prácticamente vacía durante todo aquel rato.

Y aquella mañana, había conseguido no pensar en absoluto en Neil Spencer.

Luego, había pasado la mayor parte de la jornada arriba, en su despacho, donde la multitud de casos menores que se apilaba sobre su mesa le había mantenido distraído. Cuando era más joven e impetuoso, seguramente habría anhelado gestionar casos más emocionantes que los crímenes triviales que lo ocupaban ahora, pero en la actualidad valoraba la calma que le proporcionaban aquellas aburridas minucias. La emoción no solo era algo excepcional en el trabajo policial, sino que además era mala, puesto que normalmente significaba que la vida de una persona había sido segada. Desear emociones era desear dolor, y Pete ya había tenido una ración más que suficiente de ambas cosas. Los robos de coches, los atracos en tiendas, las comparecencias en los tribunales por interminables crímenes banales, le aportaban consuelo. Hablaban a voces de una ciudad que latía en silencio; quizás no era perfecta, ni mucho menos, pero que tampoco se desmoronaba.

Sin embargo, a pesar de no estar directamente implicado en la investigación relacionada con Neil Spencer, era imposible evitarla por completo. La desaparición de un niño proyecta siempre una sombra muy alargada y el caso se había convertido rápidamente en el más destacado del departamento. Los agentes hablaban sobre él por los pasillos: dónde puede estar Neil, qué puede haberle pasado, y luego estaban los padres, claro. Las especulaciones en este sentido eran las más murmuradas y aunque habían sido desaconsejadas oficialmente se seguían oyendo de todas formas: la irresponsabilidad de dejar que un niño tan pequeño vuelva andando a casa solo. Sin poder evitarlo, empezó a rememorar conversaciones similares que había oído veinte años atrás y por ello no se entretuvo a escucharlas; ahora, igual que sucedió en su día, no pensaba fomentarlas.

Justo antes de las cinco, estaba sentado tranquilamente en su despacho planteándose qué haría por la noche. Vivía solo y apenas socializaba, de modo que había adquirido la costumbre de estudiar libros de cocina y realizar a menudo platos elaborados que disfrutaba luego a solas en la mesa. Después, veía alguna película o leía un libro.

Y el ritual, por supuesto.

La botella y la fotografía.

Y aun así, mientras recogía sus cosas para irse, se dio cuenta de que tenía el pulso más acelerado de lo normal. La noche anterior, la pesadilla había vuelto por vez primera en muchos meses: Jane Carter susurrándole al teléfono: «Tiene que darse prisa». Sin poder evitarlo, le había resultado imposible escapar por completo del caso de Neil Spencer, lo que significaba que los pensamientos y los recuerdos oscuros estaban algo más cerca de la superficie de lo que le gustaría. Y por eso, mientras se estaba poniendo la chaqueta, no le sorprendió del todo que empezara a sonar el teléfono. Era imposible saberlo con total seguridad, pero, con todo y con eso, lo supo.

Descolgó con mano temblorosa.

—Pete —dijo el inspector jefe Colin Lyons desde el otro lado de la línea—. Me alegro de encontrarte aún por aquí. Me gustaría hablar un momento contigo.

Sus sospechas quedaron confirmadas en cuanto entró en el despacho del inspector jefe. Lyons no le había revelado nada en el transcurso de la llamada, pero la inspectora Amanda Beck estaba también presente, sentada de espaldas a él junto a la mesa, en el extremo más próximo a la puerta. Y, en aquel momento, ella solo estaba trabajando en una investigación, lo que significaba que únicamente existía un motivo por el que podían requerir su presencia.

Cerró la puerta intentando mantener la calma. Intentando, muy especialmente, no pensar en la escena que lo aguardaba cuando por fin pudo acceder al edificio anexo a la casa de Frank Carter, veinte años atrás.

Lyons le recibió sonriente. Tenía una sonrisa capaz de iluminar una habitación entera.

—Me alegro de que hayas subido. Toma asiento.

—Gracias. —Pete se sentó al lado de Beck—. Hola, Amanda.

Beck hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo y le dirigió una leve sonrisa, un equivalente de bajo voltaje al haz de luz que proyectaba la del inspector jefe, que apenas consiguió iluminarle la cara. Pete no la conocía muy bien. Era veinte años más joven que él, aunque en aquel momento parecía mayor de lo que realmente era. Claramente agotada, pensó, y nerviosa, además. Tal vez estuviera preocupada por la posibilidad de que su autoridad se viese socavada y le retiraran el caso; Pete había oído comentar que era ambiciosa. Pero en este sentido, podía estar muy tranquila. Por mucho que Lyons pudiese ser implacable y decidiese retirarla de la investigación si lo consideraba adecuado, sabía que jamás le traspasaría el caso a Pete.

Lyons y él eran relativamente contemporáneos, pero a pesar de la disparidad de sus cargos, Pete se había incorporado al departamento un año antes y, en muchos sentidos, su carrera había sido más condecorada. Si el mundo fuera distinto, Lyons y Pete habrían estado sentados en aquel momento en lados opuestos de la mesa, y tal vez incluso deberían estarlo. Pero Lyons siempre había sido ambicioso, mientras que Pete, consciente de que los ascensos iban acompañados de conflictos y dramas, no tenía ganas de seguir ascendiendo en la escala profesional. Y esto siempre había exasperado a Lyons, Pete lo sabía. Cuando se persigue una meta con el ahínco con que la perseguía él, pocas cosas había que fastidiaran más que alguien que podría haberla alcanzado con más facilidad y no aspirara a ella.

—¿Estás al corriente de la investigación sobre la desaparición de Neil Spencer? —dijo Lyons.

—Sí. La primera noche estuve presente en la inspección de aquel descampado.

Lyons se quedó mirándolo unos instantes, evaluando tal vez si aquello era o no una crítica.

—Vivo cerca de allí —añadió Pete.

Lyons vivía también en la zona, pero aquella noche no había estado allí rastreando las calles. Al cabo de un segundo, sin embargo, el inspector hizo un gesto de asentimiento. Sabía que Pete tenía sus propios motivos para estar interesado en cualquier caso de niños desaparecidos.

—¿Estás al corriente de los avances que se han producido desde entonces?

«Estoy al corriente de la ausencia de avances». Pero sabía que eso sonaría como un reproche dirigido hacia Beck y aquella mujer no se lo merecía. Por lo poco que Pete había visto, Beck había gestionado bien la investigación y había hecho todo lo que estaba en sus manos. Y, más concretamente, había sido la que había recomendado a los agentes no criticar a los padres, un detalle que le había gustado.

—Estoy al corriente de que Neil no ha sido localizado —respondió—. A pesar de todas las labores de búsqueda y los interrogatorios.

—¿Cuál sería tu teoría?

—No he seguido la investigación tanto como para poder elaborar alguna.

—¿No la has seguido? —Lyons se quedó sorprendido—. Me ha parecido entender que la primera noche estuviste colaborando en la búsqueda.

—Por aquel entonces pensaba que lo encontrarían.

—¿Y ahora piensas que no?

—No lo sé. Espero que lo encuentren.

—Creía que habrías seguido el caso, teniendo en cuenta tu historia.

La primera mención. La primera pista.

—A lo mejor, precisamente es mi historia lo que me da motivos para no hacerlo.

—Sí, es comprensible. Fue una época difícil para todos nosotros.

El comentario de Lyons era aparentemente solidario, pero Pete sabía que aquello había sido otra fuente de rencores entre ellos. Pete había sido el responsable de cerrar el caso más importante que había tenido lugar en la zona en los últimos cincuenta años, pero Lyons había acabado siendo el jefe. Por distintos motivos, la investigación a la que le estaban dando vueltas era incómoda para ambos.

Lyons fue el que acabó cogiendo el toro por los cuernos.

—También doy por hecho que eres el único con quien Frank Carter estaría dispuesto a hablar.

Ahí estaba.

Hacía bastante tiempo que Pete no oía aquel nombre pronunciado en voz alta y tal vez por eso tendría que haberlo sobresaltado. Pero lo único que su mención provocó fue el ascenso a la superficie de aquella sensación de hormigueo que percibía en su interior. Frank Carter. El hombre que había secuestrado y asesinado a cinco niños en Featherbank hacía ya veinte años. El hombre a quien Pete había conseguido finalmente capturar. Con tan solo mencionar el nombre evocaba tanto horror, que siempre había tenido la sensación de que nunca jamás debería pronunciarse otra vez en voz alta; era como un conjuro capaz de convocar la presencia de un monstruo a tus espaldas. Peor todavía era el nombre que habían decidido utilizar los periódicos para referirse a él. «El Hombre de los Susurros». Estaba basado en la idea de que Carter había entablado amistad con sus víctimas, niños vulnerables y desatendidos, antes de llevárselos. Hablaba en voz baja con ellos por las noches desde el otro lado de la ventana de su habitación. Era un apodo que Pete jamás se había permitido utilizar.

Tuvo que contener la necesidad de salir corriendo de aquel despacho.

«Eres el único con quien estaría dispuesto a hablar».

—Sí.

—¿Por qué piensas que es así? —preguntó Lyons.

—Porque disfruta mofándose de mí.

—¿Mofándose de qué?

—De las cosas que hizo entonces. De las cosas que nunca llegué a descubrir.

—¿Y nunca te las ha contado?

—No.

—¿Y por qué te tomas entonces la molestia de hablar con él?

Pete se quedó dudando. Era una pregunta que se había formulado a sí mismo infinidad de veces a lo largo de todos aquellos años. Temía aquellos encuentros, y siempre se veía obligado a disimular los escalofríos que le entraban en cuanto tomaba asiento en la sala de interrogatorios de la cárcel y esperaba a que llegara Carter. Después se quedaba destrozado, a veces durante semanas. Había días en los que temblaba de forma incontrolable, y noches en las que se le hacía más difícil resistirse a la tentación de la botella. Luego, Carter se le aparecía en sueños, una sombra acechante y malévola que acababa provocándole un despertar a gritos. Cada encuentro con aquel hombre dejaba a Pete un poco más perjudicado.

Pero seguía yendo.

—Imagino que sigo esperando que un día tenga un desliz —respondió con cautela—. Que quizás revele algo importante por casualidad.

—¿Algo relacionado con dónde enterró el cuerpo del pequeño Smith?

—Sí.

—¿Y sobre su cómplice?

Pete no respondió.

Porque ahí estaba, otra vez.

Veinte años atrás, en casa de Frank Carter se encontraron los restos de cuatro de los niños desaparecidos, pero el cuerpo de su última víctima, Tony Smith, nunca se recuperó. A nadie le quedaba la menor duda de que Carter era el responsable de los cinco asesinatos, y él nunca lo había negado. Pero también era cierto que el caso presentaba algunas inconsistencias. Nada que pudiera haber exonerado al criminal; simplemente pequeños cabos sueltos que dejaron la investigación deshilachada y poco limpia. Uno de los secuestros se había producido dentro de un periodo de tiempo determinado, pero Carter tenía una coartada para la mayor parte de aquel periodo, lo que no hacía imposible que hubiera secuestrado al niño, pero sí ampliaba las probabilidades. Por otro lado, había relatos de testigos que, pese a no ser definitivos, describían a un individuo distinto en determinadas escenas. Las pruebas forenses encontradas en casa de Carter eran abrumadoras y había declaraciones de testigos que eran mucho más concretas y fiables, pero siempre había quedado una sombra de duda con respecto a si Carter había actuado solo.

Pete no estaba seguro de si compartía o no esa duda, y prácticamente siempre se esforzaba por ignorar aquella posibilidad. Pero era evidente que esa era la razón por la que lo habían convocado a aquel despacho. Y como cualquier horror al que no quedaba otro remedio que enfrentarse, era preferible sacarlo a la luz y abordarlo. De modo que decidió ignorar la pregunta del inspector jefe e ir al grano.

—¿Puedo preguntar de qué va todo esto?

Lyons se quedó dudando.

—Lo que vamos a hablar ahora no puede salir de las cuatro paredes de este despacho, ¿queda claro?

—Por supuesto.

—Las filmaciones de las cámaras de videovigilancia sugieren que Neil Spencer caminó en dirección hacia aquel descampado y que, en algún punto de los alrededores, desapareció. La búsqueda ha sido infructuosa hasta el momento. Hemos rastreado todos los lugares donde podría haber sufrido un accidente. No está ni con amigos ni con familiares. Nos vemos, por lo tanto, obligados a considerar otras posibilidades. ¿Inspectora Beck?

Fue como si Amanda Beck, que estaba sentada al lado de Pete, cobrara vida de repente. Y cuando habló, lo hizo un poco a la defensiva.

—Hemos considerado el resto de las posibilidades desde el principio, claro está. Hemos hecho visitas puerta a puerta. Hemos entrevistado a todos los candidatos habituales. Pero nuestros esfuerzos no nos han llevado aún a ningún lado.

«Aquí hay algo más», pensó Pete.

—¿Y?

Beck respiró hondo.

—Y hace una hora, he entrevistado de nuevo a los padres. En busca de algo que se me hubiera pasado por alto. De algún tipo de pista. Y la madre me ha contado una cosa. Que no había mencionado antes porque lo consideraba una tontería.

—¿Y esa cosa es?

Pero supo la respuesta incluso antes de formular la pregunta. Tal vez no la forma exacta que adoptaría, pero sí bastante aproximada. Era como si en el transcurso de la reunión, se hubieran ido uniendo las piezas de una nueva pesadilla hasta formar una sola imagen.

Un niño desaparecido.

Frank Carter.

Un cómplice.

Beck añadió entonces la última pieza.

—Hace unas semanas, Neil despertó a su madre en plena noche. Le dijo que había visto un monstruo al otro lado de la ventana de su habitación. Las cortinas estaban abiertas, como si realmente hubiera estado mirando al exterior, pero allí no había nada…

Hizo una pausa.

—El niño dijo que le habían estado hablando en susurros.

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