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Diez

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El inspector Pete Willis había pasado el fin de semana a bastantes kilómetros de Featherbank, caminando por el campo y removiendo con un palo todos los matorrales que encontraba. Había inspeccionado también todos los setos. Y de vez en cuando, si en los campos no había vegetación sobresaliente, había saltado por encima de los cercados y rastreado la hierba.

Cualquiera que estuviera observándolo, lo habría tomado por un senderista, y a todos los efectos, suponía que eso era. De hecho, había decidido considerar aquellas expediciones como caminatas y excursiones, una forma más de llenar el tiempo para un hombre mayor. Al fin y al cabo, ya habían pasado veinte años de aquello. Pero aun así, una parte importante de él seguía concentrada. Y más que capturar la belleza del mundo que lo rodeaba, examinaba sin cesar el suelo en busca de fragmentos de hueso y restos de tela.

Pantalón azul de chándal. Camiseta tipo polo, negra.

Por algún motivo que desconocía, siempre acababa teniendo fijación con las prendas.

Por mucho que intentara no pensar en ello, Pete no olvidaría jamás el día que vio aquellos horrores en el interior del edificio anexo a la casa de Frank Carter. Cuando después volvió al departamento, estaba aún tambaleándose por la experiencia que acababa de vivir. Pero en cuanto cruzó las puertas de apertura automática, se sintió algo más aliviado. Cuatro niños habían muerto asesinados. Y a pesar de que Carter seguía en paradero desconocido por el momento, el monstruo tenía por fin un nombre —un nombre real, no el que le habían puesto los periódicos— y aquel cabrón ya no provocaría más víctimas. En aquel momento, creía que la pesadilla estaba a punto de terminar.

Pero entonces había visto a Miranda y Alan Smith sentados en la recepción. Incluso ahora, seguía visualizándolos con una claridad soberana. Alan iba vestido con traje y estaba sentado con la espalda erguida, con la mirada perdida y las manos formando un corazón entre sus rodillas. Miranda tenía las manos debajo de los muslos y estaba inclinada hacia su marido, descansando la cabeza sobre su hombro, con su larga melena castaña cubriéndole el pecho. Era última hora de la tarde, pero parecían agotados, como esos viajeros de largo recorrido que intentan dormir en cualquier lugar donde pueden sentarse.

Tony, su hijo, había desaparecido.

Y veinte años después de aquella tarde, seguía desaparecido. Frank Carter había conseguido permanecer huido durante un día y medio antes de ser finalmente arrestado cuando se localizó su furgoneta aparcada en una carretera rural, a más de ciento cincuenta kilómetros de Featherbank. Las pruebas forenses demostraron que Tony Smith había sido retenido en aquella furgoneta, pero no se encontró ni rastro del cuerpo del niño. Y a pesar de que Carter reconoció haber matado a Tony, se negó a revelar dónde había enterrado sus restos.

Las semanas siguientes se consagraron a la inspección de la inmensa cantidad de rutas posibles que Carter podía haber seguido, siempre con resultados infructuosos. Pete había estado presente en varias de las expediciones. Con el tiempo, el número de buscadores había ido menguando hasta que ahora, dos décadas después, él era el único que aún continuaba buscando. Incluso Miranda y Alan Smith habían seguido adelante. Ahora vivían lejos de Featherbank. Si Tony siguiera con vida, tendría ahora veintisiete años. Pete sabía que Claire, la hija de Miranda y Alan, nacida durante los tumultuosos años posteriores al suceso, acababa de cumplir dieciséis años de edad. No culpaba a los Smith por haber rehecho su vida después del asesinato de su hijo, pero la realidad era que él no podía quitarse aquel peso de encima.

Había desaparecido un niño.

Había que encontrar a un niño y devolverlo a su casa.

Las casas próximas a la carretera, de camino de vuelta a Featherbank, parecían confortables. Sus ventanas resaltaban iluminadas en la oscuridad y era fácil imaginarse las risas y las conversaciones arrastrándose hacia el exterior desde dentro.

Gente junta, tal y como la gente tenía que estar.

Sintió una punzada de soledad al ver aquello, pero luego pensó que el placer siempre se puede encontrar si lo buscas, incluso llevando una vida tan solitaria como la que llevaba él. La carretera estaba flanqueada por árboles enormes y sus hojas se perdían en la oscuridad excepto en los lugares donde las tocaban las farolas, cuya luz salpicaba las calles con intrincadas explosiones de tonos amarillos verdosos que se ondulaban a merced de la suave brisa. Featherbank estaba tan silencioso y tranquilo que resultaba casi imposible creer que en su día hubiera albergado atrocidades tan espantosas como las de Frank Carter.

En una de las farolas del final de la calle habían pegado un cartel, uno de muchos con la palabra DESAPARECIDO que la familia de Neil Spencer había repartido por todas partes durante las semanas previas. Había una fotografía del niño, detalles sobre la ropa que llevaba puesta en el momento de la desaparición y una llamada a cualquier testigo para que brindara información. Tanto la imagen como el texto se habían descolorido bajo el azote incesante del sol de verano y ahora, al pasar en coche por su lado, el cartel le recordó a Pete las flores marchitas depositadas en el escenario de un accidente. Un niño desaparecido empezaba a desaparecer por segunda vez.

Habían pasado casi dos meses desde la desaparición de Neil Spencer, y a pesar de los recursos, y también del corazón y el alma que se habían puesto en la investigación, la policía sabía poco más que lo que sabía la tarde de su desaparición. En opinión de Pete, Amanda Beck había hecho todo lo correcto. Y, de hecho, que incluso el inspector jefe Lyons, un hombre que nunca perdía de vista su propia reputación, se hubiera mantenido al margen y la hubiera dejado al cargo del caso, era un reflejo de su eficiencia. La última vez que Pete se había cruzado con Amanda por los pasillos, sin embargo, la había visto tan exhausta que se había preguntado si aquello no sería también algún tipo de castigo.

Le habría gustado poder decirle que la situación mejoraría. Después de ser llamado al despacho del inspector jefe, Pete había estado informando a Amanda sobre los detalles de su antigua investigación, pero su implicación en el caso había acabado siendo muy superficial. Luego, había experimentado aquella sensación habitual de miedo cuando había solicitado ir a visitar a Frank Carter. Se había imaginado sentado delante del monstruo, siendo tratado como un juguete. Y como siempre, se había preguntado si sería capaz de hacerlo, si aquel encuentro sería el que finalmente acabara demostrándole que aquello era demasiado para él. Pero sus miedos habían sido en vano. Por primera vez desde que alcanzaba a recordar, su petición de entrevista con Carter había sido rechazada. Al parecer, el llamado Hombre de los Susurros, había decidido guardar silencio.

Pete lo había visitado en diversas ocasiones y se había preparado para volver a hacerlo, pero a pesar de ello, contener la sensación de alivio que le había embargado al conocer su negativa le había sido imposible. Y junto con esa sensación había experimentado también culpabilidad y vergüenza, evidentemente, pero se había convencido a sí mismo de que no había que darle importancia. Sentarse delante de Frank Carter era una tortura. Era malo para su salud. Y teniendo en cuenta que la única conexión con el caso era que la madre de Neil decía que su hijo había visto y oído algo al otro lado de la ventana de su habitación, no había motivos para pensar que la visita pudiera servir de algo.

La respuesta correcta era sentirse aliviado.

Al llegar a su casa, Pete dejó las llaves en la mesa del comedor y empezó a pensar en la cena que se prepararía y en los programas que vería para llenar las horas que faltaban antes de irse a la cama. Al día siguiente tendría gimnasio, papeleo, gestiones administrativas. Lo habitual.

Pero antes, llevó a cabo el ritual.

Abrió el armario de la cocina y sacó la botella de vodka que guardaba allí. Le dio varias vueltas, sopesándola, palpando el grosor del cristal. Había una capa protectora sólida entre él y el líquido sedoso del interior. Hacía mucho tiempo que no abría una botella como aquella, pero seguía recordando a la perfección el reconfortante «clic» que se oía al girar el tapón y romper el precinto.

Sacó la fotografía de un cajón.

Se sentó a la mesa del comedor, con la botella y la fotografía delante de él, y se formuló la pregunta.

«¿Quiero hacer esto?».

A lo largo de los años, el ansia había ido y venido, aunque, hasta cierto punto, siempre había estado presente. Había muchísimas cosas que podían despertarla, pero había también momentos en los que parecía agitarse a su antojo, siguiendo su propia y retorcida agenda. La botella solía permanecer tan muerta e impotente como un teléfono móvil sin batería, pero a veces emitía una especie de destello. Y en aquel momento, el ansia era más intensa que nunca. Durante aquellos dos últimos meses, de hecho, la botella le había estado hablando cada vez con más fuerza.

«Simplemente estás retrasando lo inevitable», le decía ahora.

«¿Por qué obligarte a sufrir así?».

Una botella llena, eso era importante. Servirse una copa de una botella a medias era menos reconfortante que romper el precinto de una nueva. El consuelo estaba en saber que ya habías tenido bastante.

Palpó el precinto, tentándose. Si ejercía un poco más de presión, el precinto se rompería y la botella quedaría abierta.

«Podrías ceder».

«Te sentirías inútil, pero los dos sabemos que eso es lo que eres».

La voz podía ser tanto cruel como amistosa. Tocar tanto la fibra más sensible como la menos sensible.

«Eres un inútil. Un inepto».

«Abre la botella».

Y, muy a menudo, la voz era de su padre. El hombre había muerto hacía mucho tiempo, cuarenta años ya, pero Pete seguía viéndolo como si fuera ayer: gordo y despatarrado en un sillón andrajoso del sucio salón de su casa, mirándolo con desdén. Nada de lo que hacía Pete de pequeño era suficiente para él. «Inútil» e «inepto» eran palabras que había aprendido desde muy pronto y que se había acostumbrado a escuchar a menudo.

Con la edad, Pete había acabado comprendiendo que su padre era un don nadie, que estaba decepcionado con la vida que había llevado, y que su hijo no había sido más que una especie de saco de boxeo donde descargar sus muchas frustraciones. Pero aquel ejercicio de comprensión de la realidad había sido muy tardío. Y a aquellas alturas, tenía el mensaje totalmente asimilado y formaba ya parte de su programación. Desde un punto de vista objetivo, sabía que no era cierto que fuera un inútil y un fracasado. Pero siempre tenía la sensación de que era verdad. El truco, bien explicado, seguía convenciéndolo.

Cogió la fotografía de Sally. Tenía muchos años y había ido perdiendo el color; era como si el papel estuviera intentando borrar la imagen que tenía impresa para volver a su estado original. Los dos aparecían felices, con la cara del uno pegada a la del otro. La fotografía era de un día de verano. Sally rebosaba alegría y sonreía al sol, mientras que Pete entrecerraba los ojos para protegerse de la luminosidad y también esbozaba una sonrisa.

«Esto es lo que te pierdes si bebes».

«Por eso no merece la pena».

Se quedó unos minutos más allí sentado, respirando despacio, hasta que guardó la botella y la fotografía y empezó a preparar la cena. Era fácil entender por qué el ansia se había reforzado en las últimas semanas y por eso era bueno que su implicación en el caso se hubiera quedado finalmente en nada.

«Dejemos que el ansia se intensifique a la luz de los recientes acontecimientos —pensó—. Que tenga su momento. Y que luego se extinga».

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