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Cuatro

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Cuando llegué, la mayoría de los niños estaba jugando en la zona exterior del Club 567. Mientras aparcaba, se oían las risas. Todos parecían la mar de felices, la mar de «normales» y, por un momento, recorrí el grupillo con la mirada en busca de Jake, esperando encontrarlo entre ellos.

Pero, naturalmente, mi hijo no estaba allí.

Lo encontré dentro, sentado de espaldas a mí, inclinado sobre un dibujo. Se me partió un poco el corazón al verlo. Jake era pequeño para su edad, y aquella postura lo hacía parecer más menudo y vulnerable que nunca. Era como si estuviese intentando desaparecer en el dibujo que tenía delante de él.

¿Y por qué culparlo? Jake odiaba ir al club, yo lo sabía, por mucho que nunca pusiera pegas cuando tenía que ir ni se quejara al salir de allí. Pero me daba la impresión de que no me quedaba otra alternativa. Desde la muerte de Rebecca se habían producido muchas situaciones insoportables: la primera vez que tuve que llevarlo a cortarse el pelo, cuando tuve que encargarme de comprarle todo el uniforme escolar, cuando abrí con torpeza los regalos de Navidad porque las lágrimas me impedían ver nada. Una lista interminable. Pero por alguna razón, lo más duro habían sido las vacaciones escolares. Por mucho que quisiera a Jake, me resultaba imposible pasar todo el día, cada día, con él. No tenía la sensación de que dentro de mí quedara lo suficiente como para poder llenar todas aquellas horas, y a pesar de que me odiaba a mí mismo por no saber ser el padre que mi hijo necesitaba, la verdad era que a veces necesitaba tiempo para mí. Para olvidar la distancia que se expandía entre nosotros. Para ignorar mi incapacidad creciente para saber abordar la situación. Para permitirme derrumbarme y llorar un rato, sabiendo que Jake no podía entrar en cualquier momento y descubrirme.

—Hola, colega.

Le posé la mano en el hombro. No levantó la vista.

—Hola, papá.

—¿Qué has estado haciendo?

—Poca cosa.

Noté bajo la mano un gesto de indiferencia casi imperceptible. Era como si su cuerpo apenas estuviera allí, como si fuese incluso más ligero y más blando que el tejido de la camiseta que llevaba puesta.

—He jugado un poco con alguien.

—¿Con alguien?

—Con una niña.

—Eso está muy bien. —Me incliné y miré el papel—. Y también has estado dibujando, por lo que veo.

—¿Te gusta?

—Pues claro. Me encanta.

De hecho, no tenía ni idea de qué pretendía ser aquello. Algún tipo de batalla, supuse, aunque era imposible discernir quién era quién o qué estaba pasando. Jake rara vez dibujaba cosas estáticas. Sus dibujos cobraban vida, eran una animación que se desplegaba sobre papel, y el resultado final era como una película en la que podías ver todas las escenas a la vez, superpuestas unas sobre otras.

Pero era creativo, y eso me gustaba. Era en una de las cosas en las que se parecía a mí, una conexión que teníamos. Aunque la verdad era que apenas había escrito una sola palabra en los diez meses que habían transcurrido desde la muerte de Rebecca.

—¿Vamos a irnos a vivir a la casa nueva, papá?

—Sí.

—¿Así que esa persona del banco te ha hecho caso?

—Digamos que he sido convincentemente creativo sobre el precario estado de mis finanzas.

—¿Qué quiere decir «precario»?

Fue casi una sorpresa que no lo supiera. Mucho tiempo atrás, Rebecca y yo acordamos hablarle a Jake como un adulto, y si no conocía una palabra, explicársela. Jake lo asimilaba todo y, como resultado de ello, a veces nos salía con cosas raras. Pero en aquel momento, no era una palabra que quisiera explicarle.

—Quiere decir que es algo de lo que solo debemos preocuparnos la persona del banco y yo —dije—. No tú.

—¿Cuándo nos iremos?

—Lo antes posible.

—¿Y cómo nos lo llevaremos todo?

—Alquilaremos una furgoneta. —Pensé en el dinero y reprimí un amago de pánico—. O a lo mejor con el coche nos basta. Lo llenamos hasta arriba y hacemos varios viajes. Es posible que no podamos llevárnoslo todo todo. Podríamos repasar todos tus juguetes y ver qué es lo que quieres guardar.

—Quiero guardarlos todos.

—Ya veremos, ¿vale? No quiero que te deshagas de nada que no quieras, pero tienes muchos que son de niño pequeño. Y a lo mejor podríamos hacerle un favor a otro niño.

Jake no replicó. Tal vez fueran juguetes para un niño más pequeño, pero todos tenían un recuerdo unido a ellos. Rebecca siempre había sido mejor en todo con Jake, también en jugar con él, y yo seguía visualizándola, arrodillada en el suelo, moviendo figuritas de un lado a otro. Incansable y hermosamente paciente con él, en todos los sentidos en que a mí me costaba tanto serlo. Los juguetes de Jake eran objetos que ella había tocado. Cuanto más viejos fueran, más huellas de ella debían de contener. Una acumulación invisible de su presencia en la vida de Jake.

—Como te he dicho, no quiero que te deshagas de nada que no quieras.

Lo que me hizo pensar en su Estuche de Cosas Especiales. Estaba allí, en la mesa al lado del dibujo, una cartera de cuero desgastado, del tamaño de un libro de tapa dura, que se cerraba con cremallera por tres de sus cuatro lados. No tenía ni idea de lo que habría sido en una vida anterior. Era como una agenda de anillas grande, pero sin las hojas; a saber qué habría hecho Rebecca con ellas.

Unos meses después de su fallecimiento, revisé todas sus cosas. Mi esposa había sido siempre de esas personas a las que les gusta guardarlo todo, aunque también era práctica, y gran parte de sus cosas más antiguas estaban metidas en cajas que guardábamos apiladas en el garaje. Un día, metí unas cuantas de esas cajas en casa y empecé a examinar su contenido. Allí dentro había objetos incluso de su infancia, que no tenían nada que ver con nuestra vida en común. Imaginé que aquello haría que la experiencia resultara más fácil, pero no fue así. La infancia es, o debería ser, una época feliz, pero yo sabía que aquellos objetos, llenos de esperanza y desenfadados, habían tenido un final infeliz. Rompí a llorar. Jake había entrado en aquel momento y había descansado una mano en mi hombro, y al no responder yo de inmediato, me había rodeado con sus bracitos. Después, habíamos estado mirando juntos más cosas y él había descubierto lo que acabaría convirtiéndose en el Estuche y me había preguntado si podía quedárselo. Por supuesto que podía, le había respondido yo. Podía quedarse con todo lo que quisiera.

El Estuche estaba vacío en aquel momento, pero pronto empezó a llenarlo. Parte de su contenido provenía de las posesiones de Rebecca. Había cartas, fotografías y chismes de todo tipo. Dibujos que él había hecho y objetos que consideraba importantes. Como si fuese un objeto relacionado con la brujería, el Estuche rara vez se apartaba de su lado y, a excepción de algunas cosas, yo no tenía ni idea de qué guardaba Jake allí dentro. Y no lo hubiera mirado ni siquiera si hubiera podido hacerlo. Eran sus Cosas Especiales, al fin y al cabo, y tenía derecho a tenerlas.

—Vamos, colega —dije—. Recojamos tus cosas y salgamos de aquí.

Dobló la hoja con el dibujo que estaba haciendo y me lo dio para que se lo llevara. Fuera lo que fuese aquella imagen, no era lo bastante importante como para guardarla en el Estuche, que Jake cogió a continuación. Cruzó entonces la sala en dirección a la salida, junto a la cual colgaba de una percha su cantimplora. Pulsé el botón verde para abrir la puerta y miré hacia atrás. Sharon estaba ocupada con la limpieza.

—¿Quieres decir adiós? —le pregunté a Jake.

Jake se giró al llegar a la puerta y, por un instante, su expresión se volvió de tristeza. Me imaginaba que se despediría de Sharon, pero se limitó a decirle adiós con la mano a la mesa vacía en la que estaba sentado cuando yo llegué.

—Adiós —dijo—. Prometo que no se me olvidará.

Y antes de que me diera tiempo a hacer algún comentario, se escabulló por debajo de mi brazo.

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