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Once

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Aquella noche, como siempre, me costó conciliar el sueño.

Mucho tiempo atrás, cuando acababa de publicar un nuevo libro, asistía a eventos e incluso hacía alguna que otra gira para firmar ejemplares. Generalmente iba solo y me alojaba después en habitaciones desconocidas de hoteles, echando de menos a mi familia. Siempre me costaba dormir sin Rebecca a mi lado.

Y seguía costándome, ahora que nunca volvería a estarlo. Antes, si extendía el brazo hacia el lado frío de la cama de un hotel, podía imaginarme que ella estaba haciendo lo mismo en casa, que podíamos percibir nuestros propios fantasmas. Pero después de su muerte, siempre que extendía el brazo en nuestra cama, no percibía otra cosa que no fuera el gélido vacío de las sábanas impolutas. Pensaba que tal vez una nueva casa y una nueva cama cambiarían esa sensación, pero no había sido así. Cuando extendía el brazo en nuestra antigua casa, sabía al menos que Rebecca había dormido allí.

Permanecí mucho rato despierto, echándola de menos. Por mucho que la mudanza hubiera sido la decisión acertada, era consciente de que la distancia entre Rebecca y yo había aumentado. Dejarla atrás era terrible. Y no podía dejar de imaginarme su espíritu en nuestra antigua casa, mirando por la ventana, preguntándose dónde se habría ido su familia.

Lo cual me hizo pensar en la amiga imaginaria de Jake. En la niña que había dibujado. Intenté alejar de mi cabeza aquella imagen, concentrarme en la tranquilidad que se respiraba en Featherbank. El mundo, detrás de las cortinas, parecía silencioso e inmóvil. La casa estaba inmersa en silencio.

Y así, al cabo de un buen rato, comencé a adormilarme.

Cristales rotos.

Mi madre chillando.

Un hombre gritando.

—Papá.

Me desperté sobresaltado de la pesadilla, desorientado, apenas consciente de que Jake me estaba llamando y de que, en consecuencia, tenía que hacer algo.

—¡Espera! —grité.

Vi una sombra moverse a los pies de la cama y el corazón me dio un vuelco.

Me senté rápidamente.

«Dios mío».

—Jake, ¿eres tú?

La pequeña sombra avanzó desde los pies de la cama hasta situarse a mi lado. Por un momento, no estuve en absoluto convencido de que fuera él, pero luego se acercó lo bastante como para reconocer la forma de su pelo. Aunque no le veía la cara. Quedaba totalmente oculta por la oscuridad de la habitación.

—¿Qué haces, colega? —Seguía con el corazón acelerado, tanto por lo que estaba sucediendo como por el residuo de la pesadilla de la que acababa de despertarme—. Aún no es hora de levantarse. Ni mucho menos.

—¿Puedo dormir contigo esta noche?

—¿Qué?

No lo había hecho nunca. De hecho, Rebecca y yo siempre nos habíamos mantenido firmes en las escasas ocasiones en las que lo había sugerido, ya que dábamos por supuesto que si cedíamos, aunque fuese solo una vez, sería adentrarse en terreno resbaladizo.

—Eso nunca lo hacemos, Jake. Lo sabes.

—Por favor.

Me di cuenta de que estaba hablando bajito expresamente, como si hubiera alguien en otra habitación, alguien que no quería que nos oyera.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—He oído un ruido.

—¿Un ruido?

—Fuera, al otro lado de mi ventana, hay un monstruo.

Seguí sentado en silencio, recordando el verso que había pronunciado antes de irse a dormir. Aunque el verso hablaba sobre la puerta. Y, de todos modos, era imposible que hubiera alguien al otro lado de la ventana de su cuarto. Estábamos en un primer piso.

—Seguro que estabas soñando, colega.

Jake hizo un gesto de negación con la cabeza que vislumbré a pesar de la oscuridad.

—Me ha despertado. Me he acercado a la ventana y allí se oía más fuerte. Y he querido abrir las cortinas, pero me ha dado miedo.

«Habrías visto el campo que hay al otro lado de la calle, completamente a oscuras —pensé—. Y nada más». Pero me estaba hablando tan serio, que comprendí que no podía decírselo.

—De acuerdo. —Salí de la cama—. Vayamos a comprobarlo.

—No vayas, papá.

—A mí no me dan miedo los monstruos, Jake.

Me siguió hacia el pasillo y encendí la luz de lo alto de la escalera. Pero cuando entré en su cuarto, dejé su luz apagada y me aproximé a la ventana.

—¿Y si hay algo ahí fuera?

—No hay nada —dije.

—¿Pero y si lo hay?

—Pues me ocuparé del tema.

—¿Le darás un puñetazo en toda la cara?

—Claro. Pero ahí afuera no hay nada.

Sin embargo, en realidad no me sentía tan confiado como aparentaba. Las cortinas cerradas parecían un mal presagio. Me detuve un momento a escuchar, pero no había nada que oír. Y era imposible que allí fuera hubiera alguien.

Descorrí las cortinas.

Nada. Solo la diagonal del camino en el jardín, la calle vacía más allá y luego la extensión oscura del campo perdiéndose en la distancia. El tenue reflejo de mi cara miraba hacia la habitación. Pero allí fuera no había nada más. El mundo entero parecía estar durmiendo pacíficamente, todo lo contrario de lo que me sucedía a mí.

—¿Lo ves? —Me esforcé por mostrarme paciente—. Ahí fuera no hay nadie.

—Pero lo había.

Cerré la cortina y me puse en cuclillas.

—Jake, a veces los sueños pueden llegar a parecer muy reales. Pero no lo son. ¿Cómo quieres que haya alguien al otro lado de esta ventana si estamos en un primer piso?

—Podría haber escalado por la tubería.

Me dispuse a replicar, pero entonces recordé el exterior de la casa. La tubería de desagüe del tejado pasaba justo al lado de aquella ventana. Se me pasó por la cabeza una idea ridícula. Si cierras la puerta con llave y cadena de seguridad para que no pueda entrar un monstruo, ¿qué otra alternativa le queda que trepar y entrar por otra vía?

Una estupidez.

—Ahí fuera no hay nadie, Jake.

—¿Puedo dormir contigo esta noche, papá? ¿Por favor?

Suspiré para mis adentros. Era evidente que Jake no pensaba dormir solo en su habitación y era demasiado tarde o demasiado temprano para ponerse a discutir. No sabía si tarde o temprano. Lo más fácil era ceder.

—De acuerdo. Pero solo esta noche. Y sin moverse mucho, ¿vale?

—Gracias, papá. —Cogió su Estuche de Cosas Especiales y me siguió—. Te prometo que no me moveré mucho.

—A ver si es verdad. ¿Y qué me dices de robarme la manta?

—Eso tampoco lo haré.

Apagué la luz del pasillo y nos metimos en la cama, Jake en el que tendría que haber sido el lado de Rebecca.

—¿Papá? —preguntó—. ¿Estabas teniendo una pesadilla?

Cristales rotos.

Mi madre chillando.

Un hombre gritando.

—Sí —respondí—. Supongo que sí.

—¿Y de qué iba?

El sueño se había desdibujado un poco, pero era tanto un recuerdo como una pesadilla. Me veía yo de pequeño, caminando hacia la puerta que daba acceso a la cocina de la casa en la que me había criado. En el sueño, era tarde, y el ruido de la planta de abajo me había despertado. Me había quedado en la cama tapado hasta arriba con las mantas y agazapado de miedo, intentando simular que todo iba bien, aun sabiendo que no era así. Al final, había bajado de puntillas las escaleras, no por el deseo de ver qué estaba pasando, sino atraído por ello, sintiéndome pequeño, aterrado e impotente.

Recordaba haberme aproximado por el pasillo oscuro hacia la cocina iluminada, haber oído los gritos procedentes de allí dentro. La voz de mi madre sonaba enojada pero sin subir el tono, como si creyera que yo seguía durmiendo e intentara mantenerme al margen de todo aquello, pero la voz del hombre era potente e indiferente. Las palabras de los dos se solapaban. Era imposible saber qué estaban diciendo, pero yo sabía que eran cosas desagradables y que la discusión iba en aumento, acelerándose hacia algo realmente espantoso.

La puerta de la cocina.

Llegué a ella justo a tiempo de ver la cara colorada del hombre, contorsionada por la rabia y el odio, en el momento en que lanzaba con todas sus fuerzas un vaso contra mi madre. A tiempo de verla apartarse, aunque demasiado tarde, y de oírla gritar.

Fue la última vez que vi a mi padre.

Hacía muchísimo tiempo, pero el recuerdo seguía ascendiendo a la superficie de vez en cuando. Seguía abriéndose paso a tientas hasta lograr desenterrarse.

—De cosas de mayores —le dije a Jake—. A lo mejor te lo cuento algún día, pero no era más que un sueño. Y no pasa nada. Tenía un final feliz.

—¿Qué pasaba al final?

—Pues que aparecías tú.

—¿Yo?

—Sí. —Le alboroté el pelo—. Y entonces te ibas a dormir.

Cerré los ojos y nos quedamos tanto rato en silencio que di por sentado que Jake se había quedado dormido. En un momento dado, extendí el brazo hacia el lado y descansé la mano sobre la colcha, por encima de él, como si quisiera asegurarme de que seguía allí. Los dos juntos. Mi pequeña y herida familia.

—Susurros —dijo Jake en voz baja.

—¿Qué?

—Susurros.

Su voz sonaba tan remota que pensé que ya estaba soñando.

—Que en la ventana se oían susurros.

Susurran tu nombre

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