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Doce

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«Tiene que darse prisa».

En el sueño, Jane Carter le susurraba por teléfono a Pete. Su voz sonaba débil y apremiante, como si estuviera diciendo la cosa más aterradora del mundo.

Y estaba haciéndolo, de todos modos. Por fin.

Pete estaba sentado en su despacho y el corazón le aporreaba el pecho. Había hablado con la esposa de Frank Carter varias veces a lo largo de la investigación. La había esperado disimuladamente a la salida de su trabajo o había caminado a su lado por calles concurridas, siempre procurando no ser visto con ella en algún lugar que pudiera conocer su marido. Era como si hubiera estado haciendo intentos encubiertos de convertirla en espía, lo cual imaginaba que no se alejaba mucho de la verdad.

Jane había proporcionado coartadas a su marido. Lo había defendido. Pero desde el primer encuentro que había tenido con ella, Pete había visto claro que, con toda la razón del mundo, le tenía un miedo aterrador a Frank, y había puesto todo su empeño en convertirla: en convencerla de que podía hablar con él sin correr riesgos. De que podía retirar lo que había dicho y contar la verdad sobre su marido: «Hable conmigo, Jane. Y me aseguraré de que Frank no pueda hacerles más daño, ni a usted ni a su hijo».

Y parecía que estaba dispuesta a hacerlo. Con los años, el miedo se había metido en el cuerpo de Jane Carter de tal manera que, incluso en aquel momento, llamándolo por teléfono sin aquel cabrón en casa, era incapaz de hablar más fuerte que en un susurro. Ser valiente no equivale a no tener miedo, Pete lo sabía muy bien. Ser valiente exige la presencia del miedo. Y, por lo tanto, incluso con aquella subida de adrenalina, incluso con la sensación de que el caso empezaba a cerrarse, reconoció la valentía que implicaba aquella llamada.

—Le dejaré entrar —susurró la mujer—, pero tiene que darse prisa. No tengo ni idea de cuánto tardará.

En realidad, Frank Carter nunca volvió a aquella casa. En cuestión de una hora, estaba abarrotada de agentes de policía y detectives especializados y se lanzaría una alerta para localizar a Carter y la furgoneta que conducía. Pero en aquel momento, Pete se dio prisa. El viaje hasta la casa le llevó solo diez minutos, pero fueron los más largos de su vida. Incluso con un equipo de refuerzo a sus espaldas, se sentía solo y asustado cuando llegó allí, como el protagonista de un cuento de hadas en el que el monstruo está ausente pero puede regresar en cualquier momento.

Una vez dentro, las manos temblorosas de Jane Carter abrieron la puerta que daba acceso al anexo con las llaves que le había robado previamente a su esposo. En la casa reinaba el silencio y Pete sintió una sombra cerniéndose sobre ellos.

La cerradura se abrió.

—Ahora apártense, por favor, los dos.

Jane Carter se quedó en medio de la cocina, con su hijo escondido detrás de sus piernas, y Pete se cubrió la mano con un guante y abrió la puerta.

No.

Al instante, percibió el olor caliente a carne podrida. Alumbró el interior con una linterna… y entonces aparecieron las imágenes, una a una y en rápida sucesión, las visiones y las sensaciones iluminadas como si fuesen flashes de una cámara.

No.

Todavía no.

Primero, levantó la mano y enfocó con la linterna las paredes. Estaban pintadas de blanco, pero Carter las había decorado con dibujos de toscas briznas de hierba verde en la parte inferior y mariposas infantiles revoloteando por encima. Cerca del techo, se veía una cosa amarilla y distorsionada que aspiraba a ser un sol. Y en él, había pintado una cara, con unos ojos negros y muertos mirando hacia el suelo.

Pete siguió la dirección de aquella mirada y por fin hizo descender el haz de luz.

Respirar empezó a ser complicado.

Llevaba tres meses buscando a aquellos niños, y a pesar de que siempre había anticipado un resultado como aquel, jamás había perdido la esperanza. Pero allí estaban, yaciendo en aquella oscuridad fétida y caliente. Los cuatro cuerpos parecían reales e irreales a la vez. Muñecos de tamaño natural, rotos e inmóviles, con la ropa intacta excepto la camiseta, que estaba subida para poder taparles la cara.

Tal vez lo peor de aquella pesadilla era que con los años se había vuelto tan frecuente que ya no le interrumpía el sueño. Y por eso fue el despertador lo que lo despertó a la mañana siguiente.

Se quedó tumbado unos segundos más, intentando mantener la calma. Tratar de ignorar el recuerdo era como andar a tientas en la niebla, pero se recordó que las pesadillas habían resurgido como consecuencia de los últimos acontecimientos y que con el tiempo se acallarían. Apagó el despertador.

«Gimnasio —pensó—. Papeleo. Tareas administrativas. Rutina».

Se duchó, se vistió, preparó la bolsa con ropa de deporte y para cuando bajó a prepararse un café y un desayuno ligero, el sueño ya se había aplacado y tenía las ideas bajo control. Aquello no era más que una breve interrupción en su vida, eso era todo. Y era perfectamente comprensible que remover la tierra hubiera desenterrado algún que otro fantasma mordaz, pero pronto desaparecerían. El deseo de beber volvería a debilitarse. La vida recuperaría la normalidad.

Hasta que no entró en el salón con su desayuno no vio el parpadeo de la luz roja en el teléfono móvil. No se había enterado de la llamada; tendría que escuchar el buzón de voz.

Marcó el número y escuchó el mensaje mientras masticaba despacio el desayuno.

Se obligó a engullir. Se le había formado un nudo en la garganta.

Al cabo de dos meses, Frank Carter había accedido a la visita.

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