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Trece

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—A ver, quédate junto a la pared para que te vea bien —dije—. Un poco más a la derecha. No, hacia mi derecha. Un poquito más. Eso es. Ahora, sonríe.

Era el primer día de Jake en su nueva escuela y yo estaba mucho más nervioso que él. ¿Cuántas veces se puede llegar a abrir un cajón para asegurarse de que toda la ropa está correctamente preparada? ¿Le habría puesto la etiqueta con el nombre a todo? ¿Dónde había metido la mochila con los libros y la cantimplora? Había muchísimas cosas a tener en cuenta y quería que todo fuese perfecto para él.

—¿Puedo moverme ya, papá?

—Espera.

Enfoqué con la cámara del teléfono a Jake, que estaba delante de la única pared vacía de su dormitorio vestido con su nuevo uniforme escolar: pantalón gris, camisa blanca y jersey azul; todo nuevo y limpio, por supuesto, con la etiqueta con el nombre en absolutamente todas las prendas. Sonreía con timidez y dulzura. Con el uniforme, se le veía más mayor, aunque también seguía pareciendo pequeño y vulnerable.

Di un par de golpecitos en la pantalla.

—Hecho.

—¿Puedo verlas?

—Por supuesto que sí.

Me arrodillé y Jake se apoyó en mi hombro mientras le mostraba las fotografías que acababa de hacerle.

—Estoy bien —dijo, casi sorprendido.

—Se te ve superformal —le dije.

Y era cierto. Intenté disfrutar del momento, aun estando teñido con cierta tristeza porque Rebecca tendría que haber estado también presente. Como la mayoría de los padres, Rebecca y yo habíamos hecho fotografías de Jake en el día de inicio del curso escolar, pero yo había cambiado de teléfono recientemente y a principios de semana me había dado cuenta de lo que había pasado: todas mis fotografías habían desaparecido, se habían marchado para siempre. Y para sumarle más insulto a ese dolor, tenía el teléfono de Rebecca, con todas las fotografías en su interior, pero no tenía manera de acceder a ellas. Durante más de un minuto, me había quedado mirando su teléfono con frustración, enfrentándome a la dura verdad: Rebecca se había ido, y con ella todos aquellos recuerdos.

Había intentado consolarme diciéndome que aquello no tenía importancia. Que no era más que otra broma pesada que me había jugado su pérdida, y que era una nimiedad desde el punto de vista global de las cosas. Pero me había dolido. Era un nuevo fracaso que sumar a mi cuenta.

«Haremos muchas más».

—Vamos, colega.

Antes de irnos, subí las fotos a la nube.

La escuela de enseñanza primaria Rose Terrace estaba ubicada en un edificio de escasa altura de tamaño considerable, separado de la calle mediante una verja de hierro. La parte principal era antigua y con carácter: una sola planta con tejados a dos aguas. Por encima de puertas de acceso distintas, esculpido en la piedra negra, podía leerse NIÑOS y NIÑAS, aunque indicaciones mucho más modernas daban a entender que la separación de la época victoriana se utilizaba ahora para diferenciar distintos niveles. Había visitado la escuela antes de matricular a Jake. En el interior, había un vestíbulo con suelo de parqué pulido que funcionaba como intercambiador central de las distintas aulas. Entre las puertas, las paredes estaban cubiertas con huellas de manitas impresas con pinturas de colores, con una anotación de la fecha en la que sus dueños estudiaron allí.

Jake y yo nos quedamos junto a la reja.

—¿Qué piensas?

—No sé —dijo.

Se me hacía duro culparlo por tener dudas. El patio que se extendía detrás de la verja estaba lleno a rebosar de niños y padres, hablando en grupitos. Era el primer día del nuevo curso, pero allí todo el mundo —tanto niños como padres— se conocía de los dos años anteriores y Jake y yo íbamos a hacer nuestra entrada como desconocidos para todos excepto para nosotros mismos. Su antigua escuela era más grande y más anónima. Aquí todo parecía tan estrechamente entretejido que era imposible imaginarse que no acabáramos sintiéndonos siempre como extraños. Confiaba en que Jake acabara adaptándose.

Le presioné un poco la mano.

—Vamos —dije—. Seamos valientes.

—Estoy bien, papá.

—Me refería a mí.

Un chiste, aunque solo a medias. Faltaban cinco minutos para que se abrieran oficialmente las puertas y sabía que tenía que hacer un esfuerzo y hablar con los demás padres para empezar también a formar vínculos. Pero me limité a apoyarme en la pared y esperar.

Jake se quedó a mi lado, mordiéndose un poco el labio. Los demás niños correteaban a nuestro alrededor y pensé que me gustaría que mi hijo se acercase a ellos e hiciese un esfuerzo para jugar.

«Déjalo ser él mismo», me dije.

Porque con eso ya estaría bien, ¿no?

Al final, se abrió la puerta con el cartel de Primero de Primaria y la nueva maestra de Jake apareció sonriente. Los niños cogieron sus mochilas y formaron filas. Como era el primer día de curso, la mayoría llevaba la mochila vacía, pero Jake no. Como era habitual, había insistido en llevar con él su Estuche de Cosas Especiales.

Le pasé la mochila y su cantimplora.

—Cuídalo bien. ¿Lo harás?

—Sí.

Confiaba en que lo hiciera. Pensar en que pudiera perderlo era seguramente tan intolerable para mí como para él. El Estuche era para mi hijo el equivalente al osito de peluche favorito, y era imposible que saliera de casa sin él.

Echó a andar hacia la fila de niños.

—Te quiero, Jake —dije en voz baja.

—Yo también te quiero, papá.

Y me quedé allí, mirando, hasta que entró, con la esperanza de que se girara para decirme adiós. No lo hizo. Lo cual, imaginé, era buena señal, esa ausencia de apego. Demostraba que no estaba intimidado por el día que tenía por delante y que no necesitaba mi consuelo.

Ojalá pudiera decir lo mismo sobre mí.

«Por favor, por favor, que todo le vaya bien».

—¿Chico nuevo, eh?

—¿Perdón?

Me volví y vi que había una mujer a mi lado. A pesar de que el día era cálido, vestía un abrigo largo de tono oscuro y tenía las manos hundidas en los bolsillos, como si estuviera preparada para soportar una ventolera invernal. Llevaba el pelo teñido de negro, a la altura de los hombros, y parecía reírse un poco de la expresión de mi cara.

«Chico nuevo».

—Oh —dije—. ¿Te refieres a Jake? Es mi hijo, sí.

—Me refería a los dos, de hecho. Se te ve preocupado. Sinceramente, estoy segura de que le irá muy bien.

—Sí, claro que sí. Ni siquiera se ha girado para decirme adiós.

—El mío dejó de hacerlo ya hace un tiempo. La verdad es que en cuanto llegamos al patio por las mañanas, es como si yo dejara de existir. Al principio te parte el corazón, pero luego te acostumbras. Es bueno, en realidad. —Se encogió de hombros—. Me llamo Karen, por cierto. Y mi hijo es Adam.

—Tom —repliqué—. Encantado de conocerte. ¿Karen y Adam, has dicho? Tengo que empezar a aprenderme todos los nombres nuevos.

La mujer sonrió.

—Lleva su tiempo. Pero estoy segura de que Jake no tendrá ningún problema. Cuando te mudas a un lugar nuevo siempre es duro, pero es un grupito de niños estupendo. Adam empezó a mediados del curso pasado. Y la escuela también es muy buena.

Cuando se alejó hacia la verja, me propuse memorizar los nombres. Karen. Adam. Parecía una mujer agradable y era consciente de que tenía que hacer un esfuerzo en ese sentido. A lo mejor, a pesar de que las evidencias indicaran lo contrario, tal vez pudiera acabar convirtiéndome en uno de esos adultos normales que hablaban con los demás padres en el patio de la escuela.

Cogí el teléfono y me puse los auriculares dispuesto a emprender el corto trayecto hasta casa, pensando en una nueva cosa por la que ponerme nervioso. Cuando Rebecca murió, llevaba escrito un tercio de una nueva novela, y a pesar de que muchos autores se habrían volcado en su trabajo a modo de distracción, yo no había vuelto ni siquiera a mirar una sola palabra de lo que había escrito. El concepto sobre el que había estado trabajando me parecía ahora completamente vacuo y sospechaba que tendría que acabar abandonando el proyecto y dejar que se pudriera en mi disco duro como una tontería incompleta.

En cuyo caso, ¿qué podía escribir?

Ya en casa, encendí el ordenador, abrí un documento de Word en blanco y guardé el archivo con el nombre «malas ideas». Era lo que siempre hacía para empezar. Reconocer que estaba solo en los inicios me ayudó a liberarme un poco de la presión psicológica. Y entonces, como siempre había sido de la opinión de que prepararme un café no contaba como procrastinación, entré en la cocina, enchufé el hervidor, me apoyé en la encimera y miré por la ventana que daba al jardín de atrás.

Y vi a un hombre allí fuera.

Estaba de espaldas a mí y me dio la sensación de que estaba manipulando el candado de la puerta del garaje.

¿Pero qué demonios hacía?

Di unos golpecitos al cristal.

El hombre se sobresaltó y se giró rápidamente. Tendría algo más de cincuenta años, era bajito y corpulento, con el cabello gris y esa calva típica de los monjes. Iba pulcramente vestido con un traje, abrigo gris y bufanda, y su aspecto no tenía nada que ver con el que yo habría imaginado para un ladrón.

Utilicé las manos y la expresión de mi cara para esbozar un gesto que tradujera el «¿pero qué demonios?» que me acababa de pasar por la cabeza. El hombre se quedó mirándome un instante, sorprendido aún, y entonces dio media vuelta y echó a andar en dirección al camino de acceso a la casa.

Dudé un momento, conmocionado aún por lo que acababa de ver, y entonces crucé la casa, decidido a plantarle cara y averiguar qué estaba haciendo.

Cuando llegué a la puerta, sonó el timbre.

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