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Primera parte

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Jesus died for somebody’s sins, but not mine.

PATTI SMITH

¡Anuarí! ¡Anuarí!

Espíritu profundo, vuelve del caos.

Torna en misteriosa envoltura, huésped de mis noches glaciales. Que tus dedos de sueño posen sobre mis párpados desvelados. Ciérralos, Anuarí.

Veneno sublime, da muerte a mi cerebro aterrado. Quédate sobre mi fosa sonriendo enigmático.

Sonrisas de ultratumba, sombra y luz, sonrisa tremenda que me ha aniquilado.

¡Espíritu profundo, vuelve del caos!

Se han muerto todas mis flores, sólo queda para tu hambre la sangrienta herida de mi corazón partido. Anuarí, Anuarí. ¡Sucumbo en el torbellino de los astros locos que se precipitan!

¡Vuelve del caos!

TERESA WILMS MONTT

León, oscuridad de mi vida, ácido de mis entrañas.

Le-ón. La lengua hace un viaje oblicuo que roza el paladar rosa, hacia afuera, casi chocando con los dientes; luego, la boca se transforma en una especie de círculo pagano en el que se dicen las últimas letras, que dejan el rastro de una pequeña vibración de aleteo de mosquito, con la sensación de haber dado un beso no correspondido. León.

Era León, formalmente, para todos los que lo conocían desde hace menos de veinticuatro horas. Leoncito, como a su madre le gustaba llamarlo con cariño cuando pasaba los dedos largos por su cabello corto, mucho antes de que fuera profanado por las tijeras de algún baño de un amigo. Era Lo para todos los que le tomaban cariño y Lo cuando era pequeño y le preguntaban su nombre.

Era mi Lo, para mí, en aquellos momentos de oscuridad en los que las respiraciones agitadas eran lo único que nos daba a entender que tanto uno como otro estábamos despiertos. Lo para llamarlo cuando estaba lejos y me encontraba desesperado por encontrarlo.

Debería haberlo llamado Dolores, hubiera sido más profético y, de forma paradójica, hubiera tenido el mismo encanto, el mismo apodo.

La llegada de León cambiaría mi vida por completo, por segunda vez, con su metro sesenta y nueve de altura, el cabello con rastros de haber sido aclarado y, luego, tintado de un rojo que, a su llegada, tenía un difuminado naranja. La oreja derecha con complejo de campana, ya que, cuando movía su cuello pálido de cisne hacia algún lugar, sus aros lo anunciaban. Muchos decían que no lo escuchaban, pero, a veces, por las noches, podía jurar oír en los pasillos de casa, junto con sus pasos —que siempre eran realizados con los dedos de los pies, de una manera tan especial y delicada, casi como si estuviera intentando ir por encima de las aguas—, el compás de sus aros.

¡Ah, Lo, Lo...! ¿Quién diría que me mostrarías lo monstruoso del amor y me harías sucumbir bajo sus garras de motosierra oxidada?

Lolito

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