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Nací en México, con el nombre de Gael, en 1970, en la abarrotada ciudad del D. F., con la bulla y la gente junta y revuelta unas con otras, intentando capear calor. Era así como yo veía la ciudad cuando mi padre me llevaba en su carro a hacer las compras, ya que la situación económica de la familia siempre fue muy acomodada.

Mi padre era un hombre de semblante duro, los ojos pequeños, las manos siempre pulcras y suaves, siempre ataviado de trajes inmaculados de dos piezas mientras conducía su propio carro, ya que tener chófer, según sus palabras, era muy ostentoso.

Siempre me decía que hay que ser humilde. A los siete años, creo que fue la primera vez que empecé a sentir un poco de rencor hacia la figura de mi padre, ya que, en ese momento, miré los barrios bajos y variopintos del D. F. y me sentí fuera de lugar, tanto como con mi carne, mi persona; incluso sentí que estaba fuera de lugar la figura que, en ese momento, estaba cuidándome y hablándome. Todo me pareció un horrible bosquejo sin comenzar.

—Es fácil ser humilde cuando se tiene dinero —dije.

Padre soltó una enorme carcajada que casi provoca que nos estrellemos cerca de la plaza de la Constitución.

En ese momento, creo yo, fue cuando decidió que yo estudiaría y que me pagaría la universidad. Con mis otros hermanos, no lo hizo, simplemente, les dijo que tenían que aprender los negocios de la familia y que, si querían hacer otra actividad relacionada con su futuro, tendrían que pagarlo ellos mismos. Pudo haber sido una palabra de condena parental, ya que hice frente a la autoridad que me había traído al mundo. Extrañamente, fue la carta de libertad.

Pero no se confundan, papá era una muy buena persona, un tanto excéntrico en lo que concierne a sus gustos, a sus palabras y a su forma de relacionarse con la gente. Gente que parecía aclamar fraternidad hacia su figura; en verdad, estaban todos algo alejados de esas afirmaciones. Por dentro, les molestaba su presencia, sus ojos brillaban de rabia al escucharlo en la mesa cuando conversaban. No decía nada en especial, ahora que echo la memoria atrás. Simplemente, lo detestaban, su aura, su olor, un no sé qué. Mamá era completamente distinta. Y se notaba, sobre todo, cuando se lanzaba con alegría desde el trampolín de la piscina de aguas celestes y ondulantes por el sol y la brisa.

Ella era de gritar alegre, con el pelo alborotado, la sonrisa radiante con sus dientes de nácar, al tiempo que el agua subía en un chorro hacia el cielo. Las risas de mis hermanos no se hacían esperar.

Papá, simplemente, movía la cabeza de izquierda a derecha mientras se bebía un whisky en las rocas. De igual manera, se reía, no tanto como nosotros, pero su faz mostraba una ligera curva de diversión.

Mamá siempre le gritaba que se metiera dentro, que el agua estaba rica. «No, mujer, no tengo tiempo», era la respuesta. Papá nunca perdió el acento de su Cataluña natal.

Ellos se conocieron en un día caluroso en el D. F., cuando mamá se presentó, como una hermosa catrina rellena de carne y una bandeja de limonada, con amabilidad para tan guapo turista.

A veces, los veía discutir. La peor discusión que tuvieron fue por la piscina, ya que mamá, por querer hacerlo reír, lo jaló desde dentro. El peor dolor que sufrió papá fue por la piscina la noche en que él decidió que dormiría en el sofá.

Mamá fue a nadar «para ahogar las penas», como decía ella. Se lanzó en clavado, con el cabello largo y sin amarrar. Un cabello cortó su cuello de manera fina, pero letal.

Un accidente bastante tonto, la verdad, tan tonto que duele escribirlo...

La piscina despertó del color del jardín de rosas que tanto deseó mamá. Papá se encerró en su despacho una semana después del entierro.

Por suerte, estaban las criadas, que nos atendieron y nos mimaron.

Padre nos separó a mí y a mis hermanos, en su idea de que teníamos que ser fuertes por si, alguna vez en la vida, nos tocaba pasar algo tan duro nuevamente. Me enviaron a un internado en Cataluña.

Lolito

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