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2. Contextos académicos y teoría social

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En el prólogo a la edición argentina de ¿Para qué sirve la sociología?, bajo la dirección del sociólogo francés Bernard Lahire (2006), Lucas Rubinich coloca la problemática que surge con la sacralización de las técnicas (en ese sentido recuerda al sociólogo americano Robert Nisbet) y establece la importancia de la teoría en la lógica del descubrimiento. Ciertamente no podía faltar en la fundamentación el recuerdo a la “imaginación sociológica” que colocaba Charles Wright Mills en el contexto que le tocó vivir de la sociología norteamericana.

El título de este conocido libro en el ámbito de la sociología se convirtió en una expresión con notable éxito, pero recordado solo parcialmente en su proyección. En el apéndice sobre “artesanía intelectual” argumentaba ese carácter que implica combinación de ideas y un impulso para dar sentido al mundo, como propio del oficio y lo que “separa al investigador social del mero técnico” (Mills, 1997: 222).

Ahora bien, la sacralización de las técnicas no puede disociarse de un problema central en el mundo académico que son las relaciones de poder, propias de cualquier espacio social y que Pierre Bourdieu, en la vastedad de sus preocupaciones, examinó particularmente como homo academicus (Bourdieu, 2008). Porque las posibilidades de desarrollo de teorías y preocupaciones de investigación que de allí emanan suponen relaciones de poder, aunque un observador externo al espacio social –nuevamente, como en cualquier espacio social– no llegue a visualizarlas en todo lo que implican.

Siguiendo con el ejemplo de Mills, a través de las cartas recopiladas por sus hijas (Mills, 2004) sabemos hoy las dificultades de enfrentarse a la hegemonía sociológica de la visión de Talcott Parsons en el mundo académico de Estados Unidos de los años 50 y cómo las repercusiones que tuvo un libro como La elite del poder, aparecido en 1956 (Mills, 1969), le ayudaron a sobrellevar esa situación. Por ejemplo, cuando le escribe a Hans Gerth (Mills, 2004: 248) luego de que el libro en cuestión estaba circulando, le señala su soledad intelectual y la “aplastante carga de algunas reseñas de los cabrones a sueldo que las escriben”. Como sea, también reconocía que el libro le permitió acceder al cargo de profesor titular en Columbia (1956) gracias al decano (pero no gracias al departamento donde trabajaba –añade–, dando cuenta de los juegos de poder académico). En otras cartas igualmente muestra que no tuvo un trayecto fácil en ese ámbito y ello también lo han reconocido trabajos contemporáneos.

Efectivamente, de lo mucho que se ha dicho sobre Mills, por ejemplo, se puede establecer que representó a una generación “que se sentía frustrada con las ciencias sociales controladas por los intereses del establishment y los teóricos de las universidades financiadas con contratos del Estado”, como señala el sociólogo Marco Gandásegui (h.) (2010: 184), quien luego agrega específicamente que, para el autor, “las ciencias sociales de su tiempo reducían la realidad a un conjunto de funciones y correlaciones estadísticas que no podían explicar los procesos sociales generados por el desarrollo capitalista y el papel de las clases sociales de Estados Unidos”.

Llegados aquí –y para quienes no lo tienen presente–, paradójicamente debe señalarse algo: el libro en cuestión (al que luego le siguieron otros) no es precisamente fuerte desde el punto de vista teórico. Con inspiración weberiana y la “importación” que hace a la sociología de la teoría de las elites, no es justamente lo sustantivo del libro el armazón teórico que vuelca. El concepto de elite asimilado al de minoría selecta que surge casi automáticamente en cualquier grupo grande o pequeño resulta muy discutible. Pero, casi contradictoriamente, podría decirse que igualmente es clave en términos de contexto de descubrimiento y de discusiones que habilita.

Por ejemplo, en esto último entra nada menos que una teoría del poder. Mills critica la visión de “suma cero” por la cual se considera el poder como una cantidad dada dentro de una sociedad. Así, toda clase o grupo social tendría todo el poder que no tendría otra, traduciéndose toda reducción del poder de un grupo dado directamente en el aumento del poder de otro grupo, y así sucesivamente, de manera que si la repartición del poder cambia, este sigue siendo siempre una cantidad invariable.

En la misma línea, también critica la teoría del equilibrio como si existiera una suerte de regulación automática del equilibrio de intereses en competencia, de modo que en un momento queda satisfecho un interés, luego otro y así sucesivamente en turnos simétricos, de forma que, entre transacciones, todo el mundo obtiene algo. Por supuesto, las cosas son más complicadas, pero esto se vuelve sentido común.

Por cierto, el fondo de la cuestión era nada menos que la caracterización y explicación de los “altos círculos” y quienes en verdad tienen el poder en Estados Unidos, su concentración y entrelazamiento de lo económico, político y militar y cuáles son los mecanismos que permiten reproducirlo. Es una amplia pregunta de actualidad, por supuesto. En ese sentido, puede ser útil ejemplificar tal reproducción de poder con el reclutamiento de esas “elites” en establecimientos de educación superior en Estados Unidos para advertir de qué se está hablando.

El sociólogo Rick Fantasia (2004), catedrático de Sociología en el Smith College, analizaba cómo George Bush y John Kerry eran miembros de la misma “secta académica”, la Skull & Bones Society, que no solo provee a la elite política, sino también funciona como correa de transmisión hacia la Corte Suprema, la CIA y los gabinetes de abogados y consejeros de administración. También en la misma línea y bajo el llamativo título de “Cómo logró papá que entrara en Harvard”, el investigador Richard Kahlenberg (2018) examina cómo las instituciones de educación más prestigiosas consideran, además de resultados escolares, origen étnico, lugar de residencia, linaje familiar del candidato, en lo cual obviamente también aparece el tema de las “donaciones”.2 Para quienes leyeron previamente a Mills, lo que revelan ambos artículos genera una evidente conexión con una problemática de fondo que pone en cuestión la habitual e indulgente cantinela democrática.

De modo que, por un lado, el centro temático hace pensar inmediatamente en un término como elite, admisible académicamente para la captación de la realidad, pero que desde el punto de vista conceptual se revela al menos como conflictivo y espinoso. La crítica principal que le hizo el economista de raíz marxista Paul Sweezy en 1956 desde la Monthly Review (Sweezy, 1968), es decir, desde fuera de la academia y en el mismo año de la aparición del libro, se relaciona justamente con ese concepto. Luego de aplaudir el libro de Mills, lamenta el uso del concepto elite y recuerda de dónde viene esa perspectiva (Wilfredo Pareto, por ejemplo), los diferentes tipos de elite, etc. Esa preocupación central ya aparece en el título del artículo: “¿Elite en el poder o clase dirigente?”.

Pero, por otro lado, debe reconocerse que no termina siendo solo el libro en cuestión y su apoyatura empírica, sino esa discusión teórica sobre la potencialidad de la captación lo que contribuye a problematizar el tema de la reproducción del poder en Estados Unidos, lo cual, a la vez que proyecta actualidad, habilita a pensar paralelismos y diferencias con otros casos.

Las posibilidades de producción creativa en sociología demuestran, entonces, la importancia de contar con autonomía académica y con capacidad de debatir conceptualmente. Esto no siempre es posible y tiene consecuencias en la forma de leer la sociedad desde la academia, lo cual no es menor. Siguiendo con el ejemplo de Estados Unidos, su contexto académico conservador podía haber llevado a consecuencias negativas importantes a nivel global para la “cultura de la sociología”.

Immanuel Wallerstein recordaba en uno de sus trabajos que esa lista común de autores clave de la disciplina que incluye a Marx, Weber y Durkheim suena hoy coherente, pero podía haber sido otra. Suena coherente porque hace a tres grandes bases para la elaboración de teoría social: en un caso está la perennidad del conflicto social, en otro la existencia de mecanismos de legitimación para contener el conflicto y en el último caso la realidad de los hechos sociales.

Pero igualmente el sociólogo norteamericano fallecido en 2019 recordaba que esa lista debe mucho al fracaso de Parsons, cuya preferencia era “canonizar” la tríada Durkheim, Weber y Pareto. También corresponde señalar que, de los tres autores finalmente aceptados, Durkheim fue el más “autoconsciente” sociólogo. Esta constatación, por supuesto, no implica en absoluto jerarquizar sus aportes con relación a los otros dos. Marx en particular fue añadido a la lista (que en verdad es una lista posterior a 1945) “a pesar de los mejores esfuerzos de Parsons por mantenerlo fuera de ella” (Wallerstein, 2001: 253).

En cuanto a Durkeim, en la primera edición en Estados Unidos de Las reglas del método sociológico en 1938, Wallerstein (2001: 254) recuerda que la introducción realizada por George Catlin requiere integrar un alegato para tenerlo en cuenta como sociólogo y fundamentar entonces que el libro en cuestión merece la publicación, aunque sus ideas hayan sido anticipadas por Wundt, Espinas, Tönnies y Simmel, según se dice. Y sobre Weber, debe recordarse, por ejemplo, que en 1937 no era enseñado en Alemania, y que la traducción al francés y al inglés es tardía.

Pierre Bourdieu toma en cuenta este contexto académico para ponderar la sociología desarrollada en Estados Unidos más allá del estructural-funcionalismo. De esta manera, si bien señala –nuevamente a modo de ejemplo– críticas a Erving Goffman, en particular a la filosofía del mundo social que a menudo subyace en el interés por los detalles de la práctica social y la “miopía” teórica que ello favorece, no deja de considerar sus contribuciones en un contexto académico desfavorable, signado por el “metodologismo” y la teoría “ostentoria” o “teoricista” (Bourdieu y Wacquant, 1995, 2014).

En suma, pueden existir contextos académicos mejores o peores, autores y libros que generan cierta proyección y por tanto logran generar reacomodamientos teóricos o, al contrario, intentos que no logran cambiar la situación y quedan olvidados en las historias intelectuales, y todo esto debe tenerse presente. Y, ciertamente, lo anterior no puede desanclarse de contextos más generales, de “época”, en donde puede aparecer mayor o menor creatividad, pero de ello se hablará más adelante, especialmente en el capítulo 3.

Por cierto, lo mismo puede ocurrir con otras disciplinas que trabajan lo social. En relación con la historia, cabe ejemplificar con el caso de Marc Bloch y Lucien Febvre en Francia en la primera mitad del siglo XX. Ellos proferían sus críticas desde la Universidad de Estrasburgo contra los “mandarines historiográficos” que controlaban el departamento de historia de la Sorbona, la más prestigiosa universidad francesa. La Universidad de Estrasburgo ofrecía –por contexto geográfico e histórico– un ambiente favorable a la innovación intelectual (Barros, 2018, retomando al reconocido historiador Peter Burke). Aquellos autores –debe recordarse– fueron claves en la generación de la renovadora escuela de los Annales (Barros, 2018).

Resumiendo: la producción y el uso de teoría social exige tener presente un conjunto de requerimientos o desafíos que pueden significar un enorme trabajo invisibilizado y siempre sospechado en cuanto a su utilidad. En ese sentido y en cualquier caso, el temor a las consecuencias académicas adversas no puede regir la producción de conocimiento a riesgo de –ahí sí– volverlo inútil por conformista (por más revistas arbitradas internacionales a que se tenga acceso). En los próximos capítulos –se advertirá– este tema emerge una y otra vez. Porque ahora, establecidos ya riesgos y limitaciones, se hace necesario entrar en el fondo de la discusión e identificar los requerimientos o desafíos que hacen al razonamiento teórico.

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