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IV

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El deseo de volver a ver a la señora Carmen crecía y se insinuaba cada vez más con mayor fuerza entre los fríos centinelas que custodiaban los recuerdos, camuflado de inocencia. No pasó más que un día y la invitación de la librera fue aceptada por el singular cliente que había llegado a México desde la lejana España, como los conquistadores de otros tiempos.

Al día siguiente, en las primeras horas de la tarde, el señor Mendieta estaba delante del negocio y Carmen Villalba dentro, ocupada con dos personas.

El español la vio a través de la vidriera antes de entrar, mientras hablaba con el cliente más canoso; el segundo escuchaba y de tanto en tanto asentía sin intervenir. El señor Mendieta entró en la librería con discreción y se ubicó en un lugar apartado para no interrumpir la conversación. Carmen Villalba siguió discutiendo unos minutos y, finalmente, acompañó a ambos hasta la salida. Recién entonces lo buscó entre las estanterías con evidente impaciencia.

–Venían de Tlaxcala –le dijo, demostrando que lo había visto desde el principio–. Los que acaban de salir son dos ciudadanos distinguidos, el presidente y el secretario de la Legislatura. ¿Le dice algo el nombre de la ciudad?

Volvió a colocar en el expositor un voluminoso libro que probablemente había sido el objeto del diálogo con los dos clientes.

–Los habitantes originales se convirtieron en los grandes aliados de Cortés –le respondió el señor Mendieta–, los tlaxaltecas, que odiaban a los aztecas por el aislamiento al que los sometía un pueblo más aguerrido que había llegado al valle en los últimos tiempos.

La respuesta fue una especie de señal y la discusión interrumpida en la visita anterior se reanudó como por ensalmo. La epopeya española en México, las alianzas que la hicieron posible, el valor civilizador que tuvo, los documentos y las fuentes históricas, pero nada de todo eso interesaba al único cliente que había quedado en la librería, quien permanecía extrañamente inmóvil con la espalda apoyada en una estantería. Era de piel oscura, alto y bastante delgado, y no daba ninguna señal de estar interesado en los libros.

–Los pobres… –Suspiró Carmen Villalba notando la atención que había despertado en Mendieta–. Cada uno debería ocuparse de las personas que la Providencia le pone delante.

Caminó rápidamente hacia la puerta con aire de complicidad, pasó por detrás de Mendieta y dio vuelta el cartel que colgaba contra el vidrio, dejando hacia afuera el lado que decía que la librería estaba momentáneamente cerrada y su dueña regresaría en unos minutos. El extraño cliente se acurrucó en un rincón y permaneció allí, inmóvil y silencioso, gozando –se hubiera dicho– de una inmotivada satisfacción.

–Se queda aquí, mira, escucha, revisa una cajita de cartón donde guarda cosas suyas… le gusta todo lo que sea brillante, ¿sabe? Como las urracas ladronas. ¿Alguna vez ha visto cómo roban las monedas? Se acercan saltando, mirando para todos lados como si estuvieran interesadas en otra cosa; después, de pronto, agarran la moneda con el pico y se la llevan. Él es igual, cuando ve algo que brilla, cualquier reflejo, rápidamente trata de apoderarse de ese objeto.

–Los libros no brillan –observó el señor Mendieta.

–Es cierto, pero tienen muchos colores y por eso él siempre vuelve por aquí –le contestó la señora Villalba–. Todo porque un día le abrí la puerta del negocio. Lo querían echar del barrio. Tres hombres del vecindario, honestos padres de familia, le habían ofrecido dinero para que se fuera a otra parte, lejos de sus casas, de sus hijos y de sus perros. Él se metió en el bolsillo los billetes de cien pesos y durante una semana desapareció. Después, un buen día, volvió como si nada, recuperó su lugar para dormir aquí enfrente de la librería y siguió rondando por las calles de Chimalistac que conocía al dedillo. Los tres hombres volvieron a hablar con él, amenazando con echarle los perros que hacen guardia en los patios. ¡Ya habrá visto usted cuántos hay! –agregó la librera–. Pero él siguió deambulando por el barrio con un palo en la mano. A veces ni siquiera me doy cuenta de que está aquí. Ya me ha pasado que cierro la librería y lo dejo dentro. A la mañana siguiente lo encuentro aquí como si nada. Es mi guardia personal, ¿no es cierto, don Pacheco?

El vagabundo levantó en dirección a la voz de la mujer la cabeza pequeña, medio achatada debajo de los pómulos, como si una mala maniobra en el momento del parto se la hubiera estrujado haciéndole saltar los ojos de las órbitas. Asintió con un sonido corto e indescifrable, volviendo después a su posición original entre las estanterías.

La tercera visita del señor Mendieta a la librería fue dos días más tarde, en la vigilia de la fiesta que los mexicanos dedican a la tilma, el lienzo milagroso confiado a un indio llamado Juan Diego. Para la ocasión, la librera había expuesto en la vitrina los títulos más famosos dedicados a la historia de la célebre Virgen Morena y su igualmente célebre poncho, hasta la reciente bula del papa reinante para aceptar las conclusiones de la comisión que había estudiado la reliquia y se había pronunciado a favor de su naturaleza extraordinaria. Esto desató no pocas polémicas, una de ellas encabezada por la escuela de pensamiento de un destacado profesor de la Universidad Nacional de México, quien precisamente ese día había lanzado una alarma en el principal diario del país que no pasó desapercibida al señor Mendieta. “La luz de las velas ilumina las calles”, había escrito el profesor Marcelo Espinosa en El Universal, “el perfume del incienso cubre el antiguo copal, los coros sagrados ocupan cada día más los espacios públicos; clérigos insolentes y arrogantes abandonan las sacristías para volcarse a las plazas, donde predican porfiadamente una moral autoritaria y anticuada”.

En la cuarta visita a la librería, el señor Mendieta reveló a Carmen Villalba el luto que lo había afligido recientemente. La muerte trágica de su esposa, su traslado a México, la investigación que realizaba sobre Cortés el conquistador y su genio.

–El que conoce la historia comprende mejor a los seres humanos; también comprende mejor que nada se pierde, amigo mío, absolutamente nada –le susurró la librera tomando sus manos entre las suyas con tranquilizadora jovialidad–. La historia es un río incontenible que corre hacia su desembocadura arrastrando a su paso los guijarros de nuestros destinos. Allí volverás a encontrar lo que has perdido. La vida continúa y tú debes vivirla. Verónica te diría lo mismo…

A partir de ese momento, las incursiones a la librería se intensificaron, y cada vez el señor Mendieta volvía a su casa de la calle Pasaje del Río con su botín dentro de una bolsa de papel rústico que llevaba escrito “Villalba, libros nuevos y antiguos, compraventa”. El trato formal de usted se convirtió en un afectuoso , el punto en el registro de clientes de la librería se convirtió en azul y el nombre del culto visitante fue incluido en un segundo cuaderno, reservado a los clientes especiales, cimentando una amistad que a partir de ese momento contenía una promesa inesperada.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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