Читать книгу El regalo de Navidad del señor Mendieta - Alver Metalli - Страница 7

I

Оглавление

–Un sábado… un sábado a la tarde… ¡Pum! ¡Pum!. –Los labios remedaron una explosión sofocada; la corpulenta señora apretó el puño, separó el índice y el pulgar y lo apuntó a la sien–. Un tiro a la cabeza de ella, dos tiros a los padres de él, otro a su propia cabeza, ¡Virgen santísima de Guadalupe! –exclamó con una vocecita quejumbrosa que parecía salir de las arrugas flácidas del cuerpo.

La mujer se frotó las manos regordetas en el delantal, una, dos veces. La tercera hizo el gesto de secárselas.

–¡Sangre, sangre por todos lados, Virgencita nuestra! –prosiguió, como si quisiera limpiar la prenda salpicada de sangre. Se inclinó sobre la maceta de retamas y la arrastró algunos metros sobre las baldosas del patio; las corolas amarillas se balancearon en señal de protesta.

–Sangre en las paredes, en el techo, y esa pobre criatura… nunca más volvió a ser la misma después de todo lo que pasó en esa casa. ¡No la ha visto, señor Vicente! Siempre con esos condenados animales dando vueltas alrededor de ella…

El terrible episodio era uno de los relatos preferidos de doña Celia, algo más que una empleada por horas, algo menos que un ama de llaves de tiempo completo.

–Un hombre como Dios manda, el doctor Reynoso. Una excelente persona como no hay muchas en estos días. Del trabajo a su casa, nada de cosas raras, esas de los hombres maduros con las jovencitas, usted ya entiende lo que quiero decir –insinuó la empleada simulando un poco de vergüenza por esa alusión atrevida que no correspondía a una mujer decente como ella–. Después pasó lo que pasó, Madre bendita. ¡Vaya uno a saber lo que pasa en la cabeza de la gente!

El señor Mendieta ya había escuchado el relato de la masacre de la calle del Progreso más de una vez y sabía de memoria cómo continuaba. La hermosa hija de los Reynoso no quiso abandonar la casa paterna a pesar de la tragedia, hasta la solícita insistencia de quienes se habían apiadado de tan terrible luto debió ceder ante la compostura con que la sobreviviente defendió su deseo de soledad. Ella seguía viviendo en su casa con la única compañía del ama de llaves, Juana Merina Chamula, una india de largas trenzas, flaca como un palo de escoba, a quien ni siquiera doña Celia había conseguido enredar en los chismes del barrio y que probablemente por esa misma razón miraba con cierto respeto. Sin embargo, la relación entre ellas no era muy amistosa debido a los perros que infestaban el barrio y con los cuales doña Chamula era inflexiblemente hostil, incluyendo el viejo caniche de doña Celia. Doña Chamula no daba confianzas a nadie. Enérgica, taciturna hija de cholos, nacida cuando las tierras todavía pertenecían a sus padres, participaba de la discreción de su desafortunada señora sumada al recelo por el mundo de los blancos propio de su raza.

–Todo sobre las espaldas de la pobre Juanita, Juanita Chamula, todo… Le hace de madre, de padre, de hermana, y ella… –siguió diciendo doña Celia mientras se acercaba a la jaula en el otro extremo del patio, donde dos loritos colgaban con la cabeza para abajo y desde esa posición la giraban hacia un lado y otro, como en el teatro de marionetas en la plaza del barrio.

La robusta empleada abrió la jaula con brusca habilidad, sacó la cazuela con semillas apoyada en el fondo con un movimiento seguro repetido mil veces.

–Y ella, ella solo piensa en los gatos, Virgen santa de Guadalupe.

El señor Mendieta había optado por dejarla hablar, cada vez que volvía sobre aquellos oscuros y dolorosos acontecimientos, cuando comprendió que la mujer interpretaba cualquier interrupción como una señal de interés y eso prolongaba su relato mucho más que si la escuchaba en silencio. Probablemente por eso el relato de la masacre había quedado grabado en su memoria con toda su carga de inexplicable violencia.

Doña Celia introdujo la mano en el frasco del alimento y la retiró sujetando un puñado de minúsculas semillas. Las dejó caer en la cazuela hasta que quedó llena hasta el borde y volvió a introducirla en la jaula de los loritos que observaban la escena colgados de los barrotes.

–Chimalistác ha cambiado, señor Vicente, ya lo creo que cambiado. –Se indignó la criada, criticando la falta de seguridad en la zona.

–Hay que matarlos, matarlos –mascullaba en ese momento masticando las palabras para moderar el exceso de ira, de manera que resultara prácticamente incomprensible la ferocidad de la amenaza a los oídos de quien pudiera escucharla.

Estaba obsesionada con los ladrones y su receta era el exterminio instantáneo de los malvivientes. Doña Celia también era de la opinión, a diferencia de doña Lupita, de que la pena de muerte debía ser precedida por una buena, pública y solemne excomunión de las autoridades de la Santa Madre Iglesia para que el delincuente no pudiera escapar ni siquiera de la condenación eterna en la otra vida.

–No, el barrio ya no es el mismo de antes, no, no; las criaturas inocentes podían jugar en la calle desde que salía el sol hasta la noche… juegos, fiestas a toda hora y amores ocultos en los rincones oscuros. Usted es un caballero, eso está muy claro, pero también es un hombre de mundo y sabe a lo que me refiero… Ahora, en cambio… siempre con el corazón en la boca… –La mano de la corpulenta criada barrió el aire, después volvió a caer inerte sobre el delantal expresando el infinito desconsuelo de su alma de madre frente a la violencia del mundo.

–¿Ha visto ese tipo mal entrazado, ese alto y flaco que anda todo el día por las calles del barrio? ¿Ese que tiene una campera azul? ¡Pero sí, ese vago, bueno para nada que da vueltas por el vecindario! Que gruñe como un cerdo en un chiquero, ¿no lo ha visto?

El silencio del señor Mendieta fue interpretado como un asentimiento y doña Celia, visiblemente satisfecha, caminó hasta la jaula de los canarios.

–¿Quién es? ¿De dónde viene? ¡Vaya uno a saber! Apareció por aquí de un día para otro. ¡Puff! Y ahí estaba, caminando por las calles, lo más campante. ¿Permitiría usted que una hija suya saliera sola con uno como ese dando vueltas, almas santas del paraíso?

La pregunta flotó en el aire unos segundos. El tiempo suficiente para condensarse y precipitar sobre la cabeza del hombre a la que estaba dirigida.

En la vida del señor Mendieta, devastada por la muerte de su esposa, ¿acaso había alguna descendencia? Y si la había, ¿dónde vivía? ¿Y por qué nunca lo había escuchado hacer referencia al respecto, desde que se había mudado a ese barrio de Ciudad de México no mucho tiempo antes? Doña Celia, resignada al misterio de la desaparición de la esposa de su patrón, descolgó la jaula y la apoyó sobre un banco.

–¡A dónde hemos llegado! –canturreó poniendo fin a la breve interrupción, mientras la ancha cabeza en forma de pera se le encajaba entre los hombros– Tanto escribir y escribir, tocar puertas y puertas, y por fin las autoridades se decidieron a abrir un destacamento de policía. Mandaron a un capitán del norte, de la frontera… Un buen hombre, seguramente. Con el vicio del juego, dicen. Pero tendría que venir el ejército y no un solo oficial, Madre de todos los santos.

Doña Celia sacó la pequeña bañera de plástico por la puertita de la jaula y cambió el agua.

–Nada, nada, ya no respetan nada, ni siquiera las limosnas de las iglesias, señor Vicente, ni siquiera eso –suspiró repitiendo su lamento preferido–. Ni a los muertos los dejan en paz, ¡ni siquiera los huesos de los difuntos, Virgencita santa! Al paso que vamos, también van a desnudar a los santos en las iglesias –protestó doña Celia mostrando las palmas regordetas de sus manos para certificar la inocencia de su propio rencor.

La escandalizada exclamación aludía a los huesos robados en la iglesia del Jesús dos días antes; un robo tan inesperado como curioso, que había contribuido a exasperar la obsesión de los vecinos, volviéndolos tan desconfiados que veían malvivientes y ladrones por todos lados.

–Nada, nada, ya no respetan nada, no tienen ninguna consideración, ni siquiera por los muertos. ¡Al infierno hay que mandarlos, para que ardan en el fuego eterno!

Con la maldición divina contra los delincuentes, el monólogo de la doméstica llegó a su fin y el señor Mendieta siguió volcando su tristeza en el trabajo que lo ocupaba y que ese día lo conduciría a una librería de la zona, recientemente descubierta.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

Подняться наверх