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III

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De pronto, un gato cruzó la calle. Corrió hasta un portón blanco, se agachó, pasó por debajo y apareció del otro lado. Otro gato saltó el cerco y atravesó el jardín en diagonal. Ambos se sentaron sobre las patas posteriores delante de la entrada de la casa, donde una multitud de gatos ya se había reunido y vigilaba la puerta con ansiedad. El señor Mendieta miró para todos lados, controlando que su extraña actitud frente a la casa de la calle Progreso no hubiera llamado la atención de los vecinos.

Se abrochó el cuello del sobretodo.

Un cielo amenazante y tóxico se cernía sobre la ciudad, líneas violáceas aparecían y desaparecían detrás de las nubes como juegos psicodélicos. Al señor Mendieta no le gustaba el invierno mexicano. El aire contaminado entorpecía la mente empujando los recuerdos hacia arriba como si fueran globos. Había descubierto, alarmado, que debía hacer un esfuerzo para retener los recuerdos. Las imágenes se iban disgregando día a día, los espacios entre un fotograma y otro iban creciendo; un velo sutil desdibujaba los rasgos de Verónica. Debía intervenir el soplo de una voluntad cada vez más firme para dispersar la niebla. Solo entonces, ya limpio, el rostro amado volvía a ser luminoso y transparente. ¿Pero qué ocurriría mañana? ¿Y pasado mañana? ¿Qué podía suceder en el futuro?

Giró la cabeza al escuchar un repiqueteo que se aproximaba. Un mendigo se acercaba golpeando el piso con un bastón como si fuera ciego, pero no lo era y miraba para todos lados con aire desconcertado sin manifestar ningún interés por él. No había nadie más a la vista –lo comprobó–, salvo un perro sin dueño que olisqueaba la base de un arbusto sin preocuparse por la banda de gatos que maullaba no lejos de allí.

No se resignaba a creer que las cosas amadas solo pudieran sobrevivir un tiempo limitado, custodiadas por una memoria ávida de eternidad pero impotente. Las aferraba con fuerza, las encerraba en una habitación oscura donde la luz no pudiera dispersarlas en miles de partículas luminosas. Le daba miedo aquella imposibilidad de retener las presencias amadas en la mente. Se había encontrado desafiando el olvido una y otra vez, seguro de que nada desaparecería sin su permiso. Pero ya no era así.

La espera fue breve. La puerta de la casa se abrió y la joven apareció en el umbral con un recipiente de esmalte blanco en las manos. El señor Mendieta agudizó la atención, al igual que los gatos, que ahora expresaban con cortos maullidos algún tipo de requerimiento.

La joven bajó el único escalón con elegancia, con la cabeza erguida, mirando al frente con la serenidad de una reina azteca.

Era de una belleza extraordinaria. El rostro agraciado, la línea de las mejillas sinuosa y gentil; los ojos pequeños y rasgados de tipo oriental conferían a su aspecto un no sé qué de antiguo. Los labios tenían un color apenas más acentuado que el natural, señal de que una mano había intervenido. El cabello negro, perfectamente lacio, caía con suavidad sobre la espalda y se mecía siguiendo el cuerpo esbelto en sus movimientos. El vestido, color lila, no tenía mangas. La piel también era clara, con una palidez que revelaba el hábito de una vida retirada. Pero si ese era el motivo de aquella palidez, el señor Mendieta sabía que no era la razón última.

La joven no había vuelto a salir nunca más de su casa desde el día de la masacre. “Se ha encerrado como una monja de clausura, santa Virgen bendita”, le había contado doña Celia, deseosa de hacer partícipe de sus secretos al señor Vicente. “Dicen que su cabeza nunca volvió a ser la de antes, pero aun así hay muchachos a montones en este barrio que darían cualquier cosa por hacerse cargo de ella”, había agregado con aire de complicidad, aludiendo a algún interés de tipo sexual.

La joven del vestido lila caminó por el jardín, algunos gatos la recibieron con maullidos y otros corrieron a su encuentro como si hubieran aparecido de la nada. Los animales espiaban sus movimientos con impaciencia, como si quisieran acelerar la llegada del momento que se acercaba. La joven dio unos pocos pasos sobre la alfombra de hierba; después se inclinó y empezó a distribuir entre los felinos los trozos de carne que iba sacando del recipiente. La amorosa gentileza de sus gestos acentuaba el contraste con lo que el señor Mendieta sabía que había ocurrido dentro de las paredes de esa casa.

Imaginó la explosión de violencia, la locura del padre, la fuga de la joven tratando de evitar la furia homicida, las súplicas de la madre, de los hermanos, los disparos, los gritos… el suicidio del padre delante de la hija, única sobreviviente.

¿Por qué? ¿Por qué le había perdonado la vida solo a ella entre todos los miembros de la familia?

La mente del señor Mendieta retrocedió sin encontrar nada que lo ayudara a aclarar semejante misterio. El relato de doña Celia, que había escuchado tantas veces, no le daba acceso a la intimidad de la tragedia, cuyas consecuencias fluían en el presente como una marea: la vida retirada de aquella hermosa criatura, la soledad, el cuidado de los gatos, la locura, probablemente, que resultaba tan singular en un ser de tanta belleza.

La joven, inconsciente de los pensamientos del que la observaba, introducía la mano en el recipiente y lanzaba a su alrededor los trozos de carne como si esparciera pétalos de rosa en la fiesta de la Virgen de Guadalupe. Como si esa fuera su única ocupación desde tiempos inmemoriales, la única tarea que, se hubiera dicho al observarla, le hubiera sido confiada en la vida, como si de ello dependiera no solo el destino de los gatos, sino de toda la humanidad.

¿Quién se la había confiado? ¿Y por qué?

La alimentación de los felinos se prolongó un rato todavía. Un silbido agudo se acercó, una pulsación intermitente sobre el murmullo del tráfico. La sirena de la ambulancia cortó el aire impregnado de gases. Se alejó, reabsorbida por el ruido del tráfico de la avenida de los Insurgentes.

Cuando el señor Mendieta se decidió a reanudar su camino en dirección a la librería de la calle Copilco, los animales se tendieron al sol entre las flores del jardín.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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