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VII

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El negocio de plantas y flores era una mancha colorida sobre un fondo verde, atrapado en una selva de edificios de aspecto amenazante. Mendieta se abrió paso entre las plantas colocadas por todas partes mientras miraba a su alrededor sin prisa. Un cóctel de perfumes mal amalgamados penetró en su nariz poco a poco. El agresivo de las gardenias, tan prepotente como su color; el penetrante aroma de las violetas y el áspero olor de los tulipanes. Escuchó el sonido del agua que corría detrás de la cortina de jazmines, donde una sombra se movía y orientaba hacia las plantas el chorro de una manguera. Tosió para llamar su atención.

–Ya voy, ya voy, estoy aquí, hermano –contestó la voz alegre de un muchacho.

El ruido del agua que arrojaba la manguera volvió a ocupar el silencio que siguió a sus palabras. Cuando terminó, la voz detrás de la cortina de jazmines se escuchó de nuevo.

–Ya voy, ya llego, hermano.

Entre la selva de flores aparecieron algunas estrellas de Navidad de color rojo fuego y una cabeza de cabellos tan enmarañados como las lilas silvestres que colgaban hasta la acera de la gran avenida desde los cajones alineados frente al negocio.

–Las plantas tienen sed y quieren beber, igual que nosotros. –El joven saludó y recibió al señor Mendieta con la familiaridad que reservaba a los clientes de su vivero.

Llevaba su edad estampada en el frente de la camiseta marrón, a la altura del corazón, como era común entre sus coetáneos: 19 years. El resto era un cuerpo delgado, nervioso, mal alimentado se hubiera dicho, si la energía del conjunto no estuviera demostrando un sano desarrollo de su juventud.

El muchacho apoyó los cajones de las estrellas de Navidad con la brusquedad de alguien acostumbrado a hacerlo con frecuencia.

–Nunca alcanzan. Cuando se acerca la Navidad, todos quieren llevarlas. Después terminan en la basura y no se vuelve a hablar de ellas hasta el año siguiente. –Se lamentó–. Pero con un poco de cuidado las estrellas de Navidad pueden florecer de nuevo, ¿sabe?

El señor Mendieta se dirigió hacia un estante completamente ocupado por rosas de diferentes colores con los precios escritos en la panza de pequeños Papá Noel de cartón.

–Es verdad, ¿sabe?, uno piensa que hay que tirar las Euphorbia pulcherrima cuando se le caen las hojas –tartamudeó el muchacho haciendo alarde de sus conocimientos–, pero no es así, no señor.

–Esas rosas –señaló Mendieta ignorando la lección de botánica–. Quiero una docena; deme las más frescas, por favor.

–¿Las más frescas? Está bromeando. Todas son frescas, nosotros no tenemos flores viejas.

–Bien, prepárelas con tres ramitos de lautaro.

–Veo que entiende de flores.

–Un poco. En Chimalistac hay flores en todos los jardines.

–¡Ah! Vive en Chimalistac –exclamó el florista.

–No hace mucho que llegué.

–Su acento… ¿Usted es español?

–Sí, de Valladolid.

–¡De Valladolid! Es una ciudad importante, ¿verdad? He oído hablar de Valladolid.

–Es como Roma para los italianos –respondió Mendieta–. Tiene mucha historia.

–Ah, sí, Roma… Tengo un amigo que sabe mucho de Roma y también de España. Es un fanático de la historia antigua. Tal vez lo conoce, reparte los diarios precisamente en Chimalistac, donde usted vive…

–… Lo escucho cuando llega con la moto; pero nunca lo he visto.

–Si lo ve, dele saludos. Se llama Valentín, Valentín Carrasco. Para él Madrid es la ciudad más hermosa del mundo. Las corridas, el… el… ¿Cómo se llama ese museo?, ese que es famoso, muy famoso…

–¿El Prado?

–Sí, ese, el Prado. Si pudiera, Valentín se iría a vivir a Madrid. Parece que no hay muchos mexicanos en Madrid… Prefieren ir a Estados Unidos. Hay muchos en Los Ángeles, en San Francisco, allí se sienten más en su casa, están cerca, pueden volver a México cuando quieren, un viajecito, y ya está… ¿Usted se siente bien aquí? ¿Le gusta Chimalistac? Sabe que en ese barrio viven abogados, médicos, toda gente con d… bueno, que viven bien, usted entiende lo que quiero decir. Ya habrá visto las casas… ¿le gustan? ¡Y qué perros hay en los patios! Hermosos perros, ¿no es cierto? A mí me gustan mucho los perros, tengo tres –afirmó mirando a su alrededor sin detenerse en nada en particular.

–¿Quiere poner una tarjetita a las rosas, quiere escribir algo? No se olvide de anotar la dirección. Yo mismo iré a entregarlas. A propósito: Matías Arellano. Soy el dependiente del negocio. El dueño ahora no está.

Mendieta correspondió al saludo. Tomó la tarjeta de manos del empleado y se quedó pensativo unos momentos. Después escribió unas líneas y se la devolvió.

–¿Puede entregar el ramo de rosas antes del mediodía?

–Las preparo y se las llevo.

Mendieta salió a la calle. Esquivó a los barrenderos que amontonaban las hojas contra el borde de las aceras, pasó por encima de un montículo y cruzó en dirección a la parada de taxis que estaba al frente.

Apenas lo vio entrar en el auto, Matías Arellano sacó la tarjeta del sobre y leyó: “Para los aztecas las flores representaban la sonrisa de los dioses, la señal de su benevolencia. A quien ama los libros, le encantan las flores”. Suspiró. Tomó las llaves de la camioneta que estaban sobre la mesa y salió del negocio con el ramo de rosas a la altura del pecho. Contuvo el aliento; detestaba el perfume de las flores. Lo que para otros era un aroma agradable, para él solo eran olores nauseabundos. El fastidio que sentía se veía compensado por el recibimiento que le dispensaban en las casas de los clientes de la florería. Matías Arellano tocaba el timbre con las flores en la mano; las puertas se abrían, las caras se iluminaban, las exclamaciones de admiración subían por las gargantas, las miradas más duras se dulcificaban y, a veces, algunas lágrimas humedecían las mejillas.

–Señora, son para usted. –Saludaba con una sonrisa que reclamaba la propina sin ningún disimulo.

Y la propina llegaba con infalible puntualidad.

¿Quién le hubiera negado diez pesos a un simpático joven de cabello enrulado y cara redonda? ¡Cuántos sentimientos correspondidos había en esas rosas, cuántos recónditos mensajes! Esperanzas renovadas, anheladas confirmaciones, señales de afecto que mitigaban los lutos, sorpresas inesperadas que hacían palpitar el corazón. ¿Quién no hubiera recibido con generosidad esos hermosos adornos, cuidadosamente elegidos para consolar por el dolor de una muerte o alegrar la vida y sus amores además de la casa? Después de la entrega, y antes de la propina, Matías Arellano alentaba ocasionales charlas con su burbujeante locuacidad.

“¿Cómo está usted?”. “¡El que le manda estas magníficas flores sabe cómo hacer las cosas!”. “Usted las merece, señorita”. “Señora, realmente ha sabido elegir; ¡se ve que usted tiene muy buen gusto!”. “Sabe que las Euphorbia pulcherrima pueden volver a florecer después de que se secan?”. “¿Las pongo en la sala? Deje, deje. Permítame que las lleve”. “No se olvide de regar la planta si piensa pasar el fin de semana fuera de la ciudad. Una buena jarra de agua y la encontrará tal cual. ¿Piensa hacer algún viaje?”. “¿Cómo hará cuando se vaya de vacaciones? ¿Ya lo ha pensado? ¿Alguien va a cuidarle estas hermosas plantas?”. “¿Cuándo saldrá de vacaciones? ¿Estará fuera mucho tiempo?”.

No eran preguntas desinteresadas, no para Matías Arellano, quien observaba todo con atención, disimulando su interés. Las ventanas, las puertas, el patio, las medianeras con las construcciones vecinas, las escaleras… En fin, llegaba la propina y especialmente alguna confidencia, que el empleado pensaba utilizar para futuros propósitos.

Y estos no eran precisamente tan amables como entregar las flores.

Se vistió en la oscuridad, como lo había hecho en los dos últimos años. Espió la silueta femenina del otro lado de la cortina que dividía la desnuda habitación. Abandonó el dormitorio tratando de no hacer ruido. En la cocina, se ató los cordones de los zapatos, se pasó una mano por el cabello, tomó la bolsa con el desayuno que estaba sobre la mesa y salió a la oscuridad. Se detuvo en la esquina como todas las mañanas a esa hora, y, como todas las mañanas desde hacía tres años, esperó.

Era una parte importante de su vida esperar que la furgoneta del Reparto a Domicilio apareciera en el fondo de la calle. Entonces dos jóvenes cubiertos con impermeables anaranjados lanzaban sobre la acera paquetes bien embalados.

–Todos para ti, Carrasco, ¡Que te diviertas! –gruñó un muchacho enjuto con insolencia.

Carrasco frotó las manos contra el jean y masculló un saludo; ignoró la furgoneta que se había vuelto a poner en marcha, apoyó en el suelo la bolsa con el desayuno y se acercó a los paquetes de diarios. Los levantó de a dos y los arrastró bajo un techo donde los amontonó uno sobre otro. Cuando terminó de colocar el último paquete de diarios, se apoyó en la pila de papel para recuperar el aliento.

La noche era fresca, el cielo un manto gris sin estrellas. La temperatura había bajado, todavía era invierno en Ciudad de México, la oscuridad se estaba disolviendo y el tiempo amenazaba lluvia.

Carrasco sacó un ejemplar de El Universal del paquete superior. Se abotonó la campera; el estampado en la camiseta del fraile gordo con un palo de béisbol en las manos desapareció junto con la leyenda “Los Padres-San Diego”. Recuperó la bolsa del desayuno y se sentó en el usual cantero de cemento a los pies del mismo árbol de siempre: un plátano nudoso ennegrecido por los gases del escape de los autos y que parecía abrirse camino entre los ladrillones de la acera con incontenible energía. Sacó de la bolsa un envoltorio humeante y lo mordisqueó sin ganas, hojeando el diario con la mano libre. Levantó la cabeza y observó el tamal que acababa de morder. Controló el cielo, dudando si debía embolsar los ejemplares o correr el riesgo de repartirlos sin protección. Sacó la lista de los abonados. Ciento sesenta y ocho: dos horas para meterlos en la bolsa y entregarlos, calculó. Su récord personal era una hora y cincuenta y ocho minutos, el tiempo que demoró el veinticuatro de septiembre de dos años atrás para entregar los ejemplares a los suscriptores de su zona. Nunca más consiguió mejorar aquella marca.

“Eran otros tiempos”, pensó mientras metía la lista en el bolsillo de la campera. En esa época tenía una motocicleta Vika 98 que casi nunca se apagaba, el empedrado de Chimalistac estaba en mejores condiciones y las etiquetas de los abonados no se despegaban con tanta facilidad y no había necesidad de pegarlas en la primera página.

Carrasco levantó los ojos al cielo y volvió a fijarlos en los paquetes de diarios. Masculló algo incomprensible y expresó de esa manera la decisión de no hacer nada.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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