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VIII

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La hilera de luces intermitentes colgaba a ambos lados de la vidriera anunciando la Navidad inminente. Entró en la librería y la amable propietaria se acercó en seguida a recibirlo.

–Gracias por las rosas, no tenías… –Lo saludó cordialmente Carmen.

Mendieta le tendió la mano, pero ella se anticipó besándolo en la mejilla con naturalidad.

–Y gracias por las hermosas palabras. Es verdad, los aztecas amaban las flores, para ellos tenían un significado religioso… como todo. Por otra parte, te habrás dado cuenta de que la religiosidad de los antiguos mexicanos era exuberante.

–¿Eres creyente? –le preguntó Mendieta con cautela.

–Menos de lo que quisiera, pero, por suerte, Dios es urgente sin apuro, como dice Guimarães Rosas. ¿Y tú?

–No tengo mucha confianza con la religión, ya te habrás dado cuenta.

–Pero frecuentas las iglesias. Esta mañana me dijiste por teléfono que debías ir a una iglesia.

–Pero no para rezar, quería ver con mis propios ojos el lugar donde estaban sepultados los restos de Cortés. Piensa que el párroco se dio cuenta de que habían robado los huesos cuando ya estaba en el altar, cuando empezaba a rezar la primera misa, hace dos días. Vio el nicho perforado, ¡no lo podía creer, pobre hombre! También se llevaron la placa fúnebre –le informó.

–¿La que estaba a la izquierda y tenía grabada las fechas de nacimiento y muerte? –le preguntó la librera sin sorpresa.

–Sí, la de bronce con el escudo de armas de Cortés. La lápida y los restos de la marquesa de Pignatelli, sepultada en la pared opuesta, no los tocaron. De la iglesia no desapareció ningún otro objeto. No había mucho, en realidad, pero algunos candelabros bañados en oro podían tener cierto valor. El párroco también me dijo que todavía no habían vaciado la caja donde se deposita el dinero de las limosnas de las misas del domingo y estaba intacta. Tenías razón, solo querían los restos de Cortés, no hay duda.

Carmen se le acercó con aire de complicidad.

–Tengo una sorpresa para ti, ven –le anunció, revelando la nueva decisión que había madurado después de su último encuentro.

La librera subió por una escalera de caracol, seguida por Mendieta, hasta un altillo espléndidamente acondicionado. La primera impresión, más que la empinada escalera, dejó a Mendieta sin aliento. Las reproducciones de antiguos códices aztecas estaban exhibidas contra el fondo de una pared verde, las otras dos paredes brillaban con objetos de aspecto inusitado, pero de indiscutible valor. La pared de al lado estaba presidida por un busto del conquistador español, mientras una decena de embarcaciones perfectamente reproducidas –bergantines, carabelas y galeones– se encontraban alineadas en una repisa bañada por la luz azulada de una secuencia de pequeños focos. El resto de la sala estaba inmerso en una luz suave que desde lo alto descendía por las paredes como una cascada de agua que bañaba objetos y libros iluminándolos sin sustraerlos al misterio del que –no había otra explicación– habían sido arrancados en algún momento de su inanimada existencia.

–¡Pero aquí tienes una fortuna! –exclamó Mendieta con un tono de alarma en la voz.

–Cosas raras, es cierto, y un poco curiosas –le respondió Carmen con una sonrisa tranquilizadora.

Mendieta la miró de una manera tan inquisitiva que la librera consideró necesario despejar el camino de las sospechas que probablemente habían asomado a su mente.

–Fíjate bien que no hay nada que pueda comprometerme, puedes estar seguro de que no encontrarás aquí los huesos de Cortés, si es lo que estás pensando. Quédate tranquilo que no soy traficante y lo que estás viendo es todo de origen legal –aclaró–. Los que roban restos en las iglesias sin duda no están interesados en cosas como las que te estoy mostrando, ¿no te parece, querido amigo?

Sobre un almohadón de raso rojo se encontraba apoyado un magnífico par de cuchillos de obsidiana. Mendieta los contempló con admiración: la hoja perfecta, afilada por cientos de manos reverentes, la punta curva, que era lo primero en rasgar la carne, el engrosamiento en el medio, que ensanchaba la herida y cortaba los cartílagos, la empuñadura profunda en torno a la cual se cerraban las manos del sacrificador… Desde los puñales, la mirada se desplazó hasta un pergamino sujeto entre dos láminas de cristal transparente e iluminado por una tenue luminiscencia azulada.

–Es un edicto pontificio –se anticipó Carmen–. Una reproducción, por supuesto, pero hay pocas como esta. ¿Ves las insignias pontificales y el sello? Pertenecen al papa Clemente X. Con este documento el pontífice de aquel momento concedió indulgencias especiales a la primera Confraternidad guadalupana, que nació en tierras de América para defender la aparición de las contaminaciones idolátricas de los nativos y de las maquinaciones de los incrédulos. Se inscribió la flor y nata del clero y la nobleza española y luego la abrieron a los hijos ilustres de los nativos. De ella también formó parte la esposa de Cortés, la noble Zúñiga, por si te interesa saberlo: la primera de las esposas españolas de los conquistadores que se hizo devota hija de la Virgen Morena. Siempre se consideró que Cortés estaba al tanto de las actividades de su esposa y la apoyaba… pero no quiero aburrirte con tantos detalles.

Carmen caminó hasta una pequeña puerta que apenas se distinguía en la pared más oscura, suavemente iluminada por una lámpara que colgaba del techo como el hilo de una tela de araña; abrió un mueble empotrado detrás de esta. Las bisagras chirriaron, una mariposa nocturna salió volando con un torpe batir de alas. La mujer movió algunos libros de un lugar a otro. Cuando encontró lo que buscaba, giró hacia Mendieta con el sobre dorado en las manos, del que sacó un rectángulo marrón que a su vez estaba dentro de un fino envase de plástico transparente.

–Este pedacito de cuero… mira… míralo bien… Es un apunte, un memorándum, podríamos decir. Mira esas líneas: son pocas, pero contienen una gran cantidad de información que la persona que las había escrito podía recordar y transmitir a otras.

Mendieta inclinó la cabeza sobre el rectángulo de cuero. El olor, más que los caracteres grabados, atestiguaba el carácter inusitado del objeto; un olor dulce y áspero al mismo tiempo, de tela quemada mezclada con sustancias aromáticas desconocidas. Un olor familiar, pero al que hasta ese momento no lograba dar un nombre.

–Es copal –le advirtió Carmen–. Del tipo más común. Lo usaban las poblaciones del valle en sus ritos religiosos, del mismo modo que nosotros usamos el incienso en las iglesias. El poseedor de este fragmento probablemente lo mantenía en un ambiente cerrado, una caja, un baúl o una cueva donde se llevaba a cabo algún tipo de ceremonias. Y allí se debe haber impregnado con copal. ¿No es sorprendente que conserve el perfume hasta el día de hoy?

Mendieta sostuvo el pedacito de cuero con creciente reverencia; sus pupilas seguían obedientes los movimientos del dedo de Carmen que rozaba con la punta del índice los distintos detalles del minúsculo códice.

–Hay dibujos en el costado derecho, ¿ves?… Una colina, el bosquejo de una cabaña en la cima… el óvalo del sol naciente… Lo más probable es que esa colina, aunque está apenas esbozada, sea Tepeyac, en la zona norte de Ciudad de México. El dibujo representa un lugar de culto, una capilla, y el punto donde debía ser construida… y estas líneas en caracteres náhuatl…

Mendieta siguió el entramado de líneas que se cruzaban y se separaban dentro de un marco con contornos irregulares, insinuando un paisaje estilizado de colinas.

–Veo que tú también sabes apreciarlo. Y tienes buenas razones. ¡No imaginas el revuelo que provocaría este pequeño rectángulo de cuero en un país como este!

–¿Qué te hace suponer que el códice es auténtico?

Mendieta dejó caer inesperadamente la pregunta.

Carmen la recibió con naturalidad, como si la esperara.

–Debes saber que en este país los códices se transmitían de mano en mano acompañados por un bagaje de informaciones orales muy reducido pero muy, muy preciso.

La expresión jovial de la librera se llenó de comprensión.

–Siempre fue así y aún hoy, en ciertas familias, las cosas no han cambiado. El que los recibía los custodiaba con mucho cuidado para transmitirlos, a su vez, al que venía después y era digno de conocerlos, o por razones de sangre o por disposición del depositario anterior. Así era como hacían los antepasados de los actuales mexicanos y así es como siguieron haciéndolo sus descendientes. La persona que tenía este fragmento de cuero que perteneció al cacique don Lorenzo –continuó diciendo la mujer con estudiada indiferencia– tiene sangre azteca en las venas.

La pausa sonó como una invitación y así lo interpretó Mendieta.

–¿Vive en Ciudad de México? –preguntó de inmediato.

Carmen dudó. Entrecerró los ojos y volvió a estudiar a su interlocutor.

–Más cerca de lo que imaginas –dijo tomando una decisión.

Mantuvo los ojos bajos, como si estuviera buscando consejo.

–Pasas por delante todos los días. Lo tenía la familia Reynoso.

Mendieta levantó el rectángulo exponiéndolo a la luz, como si buscara en las fibras la confirmación de su carácter excepcional.

Ar… arhi…metino –deletreó con dificultad.

Arhimetino celdha shice noli… –Completó la librera con más familiaridad.

–¿Comprendes lo que significa?

Carmen esperó la respuesta, como si en base a ella debiera decidir su propio comportamiento. El distinguido cliente repitió la extraña frase con dificultad, después sacudió la cabeza en señal de negación.

–¿Qué quiere decir? –preguntó Mendieta, sin perder la concentración en las palabras incomprensibles.

Carmen tomó nota de la pregunta y de la ignoracia que revelaba.

–Es una fórmula. O tal vez una invocación, vaya a saber, algo muy solemne de todos modos, que se pronunciaba en situaciones extremas.

La librera lo observó atentamente.

–Es náhuatl antiguo, un náhuatl aristocrático que el pueblo no hablaba. No son muchos los que lo comprenden, Mr. Malinche y pocos más…

–¿Mr. Malinche? –repitió el señor Mendieta.

–Perdona. Es un querido amigo que vive en Veracruz; lo llamo así porque es capaz de descifrar cualquier cosa. Recurro a él cuando hay documentos de este tipo. Lo haré también en este caso, más adelante.

Carmen miró el reloj de la pared. Mendieta dio vuelta el fragmento de cuero, lo levantó y observó los detalles con gran atención.

–Míralo con tranquilidad, ponte cómodo en aquel sillón. Yo aprovecharé para buscar un libro que llevé a encuadernar; te dejaré encerrado un rato junto con Pacheco, quien de todos modos no te dará ninguna molestia, el bastón que siempre lleva es para asustar a los que quieren echarlo de aquí. Toma la llave; cuando quieras irte, solo tienes que bajar y cerrar la puerta al salir. No te preocupes, yo tengo una copia. No se encuentran muchas personas como tú, señor Mendieta. –Se despidió la librera con la voz teñida de emoción.

–Tu librería es un verdadero maná para quien se dedica a estas cosas –le contestó Mendieta sin ocultar la satisfacción que sentía con aquella afinidad, y no solo por el beneficio que podía obtener para sus propios fines. Le gustaba el optimismo ingenuo y siempre dispuesto a renacer de Carmen, su vitalidad, siempre abocada a perfeccionar las cosas bellas y útiles que acababa de realizar. El último resultado de sus iniciativas no era más que un trampolín para el siguiente, siempre acompañado por un deseo de mejorar que nunca se agotaba. Acogió aquel pensamiento con complacencia y saboreó aquel momento de bienestar con avidez, como si temiera que escapase de un momento a otro.

El consuelo que le procuraban aquellas visitas le hacían sentir una serenidad que no disfrutaba desde hacía mucho tiempo. No había nada de malo en aquellos encuentros –se dijo–, ninguna falta de respeto a la presencia amada. La apariencia inocua de su sentimiento lo tranquilizó. Midió, con el deseo de Carmen, la cercanía de Verónica. Se dijo una vez más que las exigencias de la pasión la convocaban, tal como ocurría cuando la niebla de la nada avanzaba para devorarla y su ternura la rescataba de la bruma maléfica que la envolvía. No tuvo tiempo de dejarse llevar; un sentimiento distinto se abrió paso entre los pliegues de la nueva fuente de ternura. La sutil inquietud por el deber que había descuidado se fue extendiendo imperceptiblemente como una gota de tinta en el papel secante. Sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta y marcó un número. A la tercera llamada oyó que levantaban el tubo y esperó.

–¿Puedo hablar con el párroco, por favor? –dijo interrumpiendo un silencio extraño.

Repitió el pedido. Sus palabras no obtuvieron otra respuesta que el silencio.

–Soy Vicente Mendieta, estuve allí hace unos días. Busco al párroco, por favor, ¿lo puede llamar?

–¿No se ha enterado?

Reconoció la voz de la anciana de la casilla de guardia y al mismo tiempo percibió la tragedia que ocultaba.

–Ha muerto.

–¿Muerto? ¿Quién ha muerto?

–El señor párroco.

–¿El párroco? Está bromeando…

–Lo mataron.

Un sollozo sofocado del otro lado del teléfono confirmó la desconcertante verdad.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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