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II

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Escuchó el golpe sordo del diario que caía en la entrada. Los ojos enrojecidos se desviaron de las páginas del libro. Lo apoyó sobre el brazo del sillón y se levantó. Las logias del Nuevo Mundo se mantuvo en precario equilibrio, la foto del profesor Marcelo Espinosa espió el cielorraso. El señor Mendieta escuchó la moto que arrancaba en dirección a la siguiente entrega y se apresuró a salir. Abrió la puerta de su casa con la puntualidad de siempre.

Los vecinos podían poner en hora su reloj guiándose por el momento en que aparecía aquel inquilino distinguido venido de lejos. La señora Abascal, que vivía al lado, lo hacía precisamente de ese modo. “Son las siete y media, termina con el baño, ¡apúrate!”, gritaba apenas sentía el chirrido de las bisagras de la puerta de su vecino. Por lo general, del baño no llegaba ninguna respuesta y la señora Abascal agregaba siempre alguna otra cosa, algo que se refería a la puerta de la escuela, a que estaba por cerrarse, al fastidio que significaría tener que presentarse ante las autoridades del colegio para justificar el atraso de su hijo. Las tres cosas con un tono de voz y en un orden diferente cada mañana, según el humor con que se hubiera despertado.

El señor Mendieta salió.

La temperatura había subido apenas un poco, un sol menos apagado secaba el rocío sobre las hojas de los arbustos de mahonias. La lucha, la misma lucha de siempre, volvía a empezar con cada nuevo amanecer. Nunca conseguía descansar como hubiera necesitado, nunca más desde el día que murió Verónica. Con ella, una fuente de ternura había dejado de fluir para siempre y su vida se había vuelto árida como los agaves del desierto, madurando propósitos oscuros.

La percepción de su presencia subyacía en cada una de sus acciones, hasta en el más pequeño movimiento de la consciencia, cualquier nimiedad era suficiente para evocarla.

Juntó los bordes de su sobretodo y recogió El Universal del piso, donde todas las mañanas, a esa misma hora, minutos más, minutos menos, lo lanzaba el repartidor haciéndolo volar sobre la reja del portón. Se incorporó y levantó la vista hacia la ventana de la casa vecina; las cortinas se cerraron con un movimiento furtivo. Abrió la tapa del buzón, controló el correo y volvió a colocarla en su lugar. Luchó con la cerradura del portón de entrada sujetando el portafolio de cuero negro bajo el brazo, hasta que el chasquido metálico le advirtió que se había abierto. En el vivero del frente los empleados alimentaban con aserrín una pequeña fogata, un joven con delantal blanco descargaba bidones de agua frente a un almacén, doña Celia conversaba con los barrenderos del barrio mientras se acercaba por la acera para empezar su día de trabajo. En los últimos días la había escuchado hablarles a las plantas del patio, pero miraba con indulgencia esa extravagancia, así como aceptaba con indulgencia la curiosidad del joven Abascal que lo espiaba desde la ventana de la casa de al lado.

–Juan Pedro, Juan Pedro Abascal. Mucho gusto.

Un adolescente de aspecto torpe apareció de pronto a sus espaldas. El señor Mendieta reconoció por la corpulencia al chico que lo observaba poco antes desde la ventana.

–Ha bajado la temperatura; ¿siempre pasa lo mismo en diciembre? –le preguntó el señor Mendieta estrechándole la mano rojiza con amabilidad.

–Es difícil que baje a menos de diez grados; unos pocos días en todo el año, no más de seis o siete –contestó el chico con petulancia sin sacarle los ojos de encima, como si la continua observación a la que lo sometía necesitara algún tipo de verificación de cerca.

–Entonces hoy es uno de esos días –comentó el señor Mendieta cerrando el penúltimo botón del sobretodo. Estudió el cielo y obtuvo la no necesaria ratificación de su propia afirmación–: Y no va a mejorar –aventuró.

Siguió un silencio incómodo. El señor Mendieta lo rompió con lo primero que encontró en la canasta de los pensamientos matutinos.

–¿Sabes que hace un mes que estoy aquí, pero todavía no termino de entender en qué barrio nos encontramos?

–En Coyoacán en el límite, pero estamos en el barrio de Coyoacán. Allá. –El dedo gordezuelo de Abascal se extendió para señalar un punto no muy exacto hacia la derecha–. Empieza el barrio de Cuauhtémoc. ¿No se fijó en el monumento?

–¿Esa estatua de un indio con un gran tocado de plumas? ¿Es el jefe que ocupó el lugar de Moctezuma?

–Es el general indio que desafió al español Cortés cuando el conquistador tenía prisionero al rey de los aztecas –confirmó el muchacho–, el mismo Cortés de los huesos… Se lo escuché decir a mi padre. Él suele prender el televisor a la mañana temprano, porque después va a trabajar a la estación del subterráneo. Es ingeniero y debe estar allí cuando los trenes empiezan a moverse. Antes de salir de casa dijo que habían robado los huesos de un Cortés. Pienso que debe ser el mismo Cortés.

Juan Pedro Abascal se acomodó la mochila en el hombro.

Después de haberle confirmado la identidad de los huesos desaparecidos, el señor Mendieta se despidió y se dirigió en sentido contrario hacia la meta que se había propuesto, que no era otra que una conocida librería cerca del campus de la Universidad Nacional de Ciudad de México. El famoso negocio daba la impresión de haber estado siempre allí, de haber crecido junto con la historia del país y seguir absorbiendo sus turbulentos acontecimientos, transformándolos en libros para los paladares más exigentes. Había que encontrar la vidriera por casualidad para descubrir la existencia de la librería Villalba, pero ese no era el caso del señor Mendieta, que sabía perfectamente dónde estaba ubicada.

El español entró con decisión en el local y con la misma seguridad se dirigió hacia el sector dedicado a la época precolonial como si conociera su existencia desde siempre. Tomó de la estantería varios libros sobre las antiguas civilizaciones, los estudió y los volvió a colocar en su lugar como si estuviera buscando algo muy concreto que no había encontrado todavía.

–Mis antepasados quemaban los libros de los antiguos aztecas. Yo los pongo a salvo, como puede ver –dijo una voz suave observando la expresión del hombre, concentrado en aquel momento en el famoso Código Florentino que sostenía en sus manos.

–Para suerte nuestra y mayor placer de los apasionados de la Historia… –le contestó.

El señor Mendieta dejó en suspenso el resto de la frase y recorrió con la mirada las estanterías colmadas de libros para manifestar su aprobación por la obra meritoria de la librera.

–¿Me puede indicar la sección de historia de la conquista? –preguntó con amabilidad sin despegar los ojos de las obras.

La atractiva mujer de unos cincuenta años, vestida con un tailleur gris, se detuvo sosteniendo un libro en las manos.

–¿Le interesa algo en particular?

La respuesta llegó con singular rapidez e inesperada precisión.

–Sahagún, el franciscano…

–¿El autor de la Historia general de las cosas de la Nueva España?, ¿el fraile Bernardino Sahagún? –lo interrogó la librera.

–Es imposible prescindir de él –respondió el señor Mendieta, confirmando así que se trataba del citado franciscano.

La mujer miró al hombre con atención. Notó que reflejaba una distinción melancólica, no descolorida, en el límite entre lo estudiado y lo natural. Las facciones del rostro eran acentuadas, marcadas probablemente por muchas pasiones, y confluían en la frente en un juego de líneas sutiles que desaparecían bajo el cabello ondulado por la naturaleza y oscurecido por la mano del peluquero.

–Tiene toda la razón para pensarlo. Lo que dejó escrito fray Bernardino sigue siendo fundamental para conocer el mundo hispanoamericano y de los primeros años del Virreinato, con sus ritos crueles y sus gérmenes de civilización.

–El pasado es un maestro cruel al que es mejor frecuentar que ignorar –agregó el cliente evocando una cita sin mucha exactitud.

La mujer lo observó con una intensidad nueva y decidió en ese momento que merecía algo más que una respuesta ocurrente, como solía hacer con los clientes habituales.

–Es verdad, no todos los religiosos que acompañaron a los conquistadores actuaron de la misma manera. El fray Sahagún que acaba de nombrar salvó mucho más de lo que habían destruido sus compañeros, lo que hizo este religioso español parece casi inverosímil. Estudió la lengua náhuatl, copió todos los textos que eran de uso cotidiano entre los indígenas del valle: las oraciones, las exhortaciones, las metáforas de su imaginario colectivo e, incluso, la historia de la conquista, tal como la veían ellos y la habían registrado en sus códices… Carmen Villalba, mucho gusto. ¿En qué puedo ayudarlo? –le preguntó por fin, con las mejillas encendidas, respirando agitadamente por el esfuerzo de la larga exposición y los ojos brillantes de expectativa.

El nuevo cliente se acercó y le estrechó la mano con soltura. Se presentó a su vez.

–Vicente Mendieta, el gusto es mío…

–¿Qué trae por aquí a un español de mente abierta? –preguntó la mujer aludiendo al mismo tiempo al continente americano, a México, a su capital y a la pequeña librería de barrio de la que era propietaria.

–Trabajo en un libro, una novela histórica sobre Hernán Cortés…

–¿Cortés? ¿Cortés el conquistador?

–El mismo, el hijo de Martín de Monroy que conquistó el imperio azteca.

–Llega tarde, me temo…

El señor Mendieta no demostró sorpresa.

–¡Deplorable, completamente deplorable! –comentó por toda respuesta.

–Veo que ya está enterado…–asintió la librera.

–Incomprensible desde cualquier punto de vista. –Le hizo eco el distinguido cliente.

–Profanar sus huesos y hacerlos desaparecer es un acto de cobardía. No merecían acabar en manos de traficantes.

–De traficantes dice usted. Pero yo me pregunto quién puede pensar en ganar dinero con huesos. No son un artículo muy solicitado. ¿Usted los compraría para tenerlos ocultos en una urna de vidrio en su casa? No son adornos y menos aún obras de arte. No tienen valor en sí mismos… y además con el riesgo de que se los roben.

–Es de esperar que los robados en la iglesia en realidad no fueran sus huesos –respondió el señor Mendieta después de dudar un poco–. Bueno, en realidad, hay muchos interrogantes, como usted ya sabrá y han manifestado también algunos estudiosos serios.

–Comprendo su incredulidad. Es una historia triste la de los restos de Cortés, triste y complicada…

La dueña de la librería hizo una rápida síntesis de las turbulentas vicisitudes que padecieron los restos del conquistador a través de los siglos, restos que nunca encontraron el reposo eterno al que tenían derecho.

–Lo más notable de todos estos desplazamientos –agregó la mujer– es que siempre se redactaba un acta en presencia de un notario, un documento que certificaba la autenticidad de los restos desenterrados en cada oportunidad. La copia del documento, firmada por testigos, se depositaba luego en la urna junto con los restos restituidos a la paz del sepulcro.

Carmen Villalba comenzó a caminar entre las estanterías, el señor Mendieta la siguió a corta distancia.

–Permanecieron sepultados y olvidados hasta 1946, cuando fueron exhumados por iniciativa de un grupo de historiadores mexicanos que habían entrado en posesión del documento que refería la anterior exhumación. Reynoso Salazar, uno de ellos…

La atención del señor Mendieta se agudizó y Carmen Villalba se interrumpió sorprendida.

–¿Ya ha escuchado ese nombre?

–Es el hombre de la masacre… de la masacre de la calle del Progreso que después se suicidó…

–Precisamente él, en efecto, algo impensable en una persona con esa reputación, que conmocionó a los vecinos…

–Y a todas sus criadas –agregó el señor Mendieta para quitar dramaticidad a un evento que debía haber alterado la vida de todo el barrio.

–Reynoso fue el más decidido de todo el grupo, no descansó hasta que obtuvo para él y sus colegas el permiso para excavar en el lugar que señalaba la última acta –confirmó Carmen Villalba pasando por alto las últimas palabras–. Entonces sacaron a la luz los huesos de Cortés a los que dieron la sepultura que conocemos… perdón, que conocíamos.

Carmen Villalba esperó una nueva reacción de su culto interlocutor, pero esta no se produjo.

–Siempre se ha creído que, junto con los huesos, el conquistador había dejado disposiciones sobre un objeto que consideraba tan valioso que quería evitar que pasara a manos de sus contemporáneos, para legarlo a la posteridad usando su ataúd como cofre… pero nunca se encontró ninguna prueba que permitiera suponer una iniciativa tan extraña en un hombre práctico como Cortés.

Carmen Villalba se acercó a él.

–De todos modos, debe saber que no hay motivos para pensar que los huesos que fueron robados en la iglesia de Jesús no fueran realmente los de Cortés. Además, quien los ha robado o los hizo robar no se hubiera tomado esa molestia si hubieran sido de otra persona, ¿no le parece?

El señor Mendieta asintió.

–En todo caso, a mí me interesan los años posteriores a Cortés, después de la conquista. –Se sintió en la obligación de aclarar–. Su librería tiene fama de ser la más completa sobre la época de la colonia. ¿Tiene algo para recomendarme?

Aquello fue suficiente para que la dueña de la librería lo incluyera entre los visitantes más distinguidos, colocando –como acostumbraba a hacer al final del día– un punto rojo junto a su nombre en el registro de clientes.

–Venga a verme cuando tenga un poco de tiempo –le dijo–, le mostraré una salita que no está abierta al público. Se va a sorprender, se lo aseguro.

Era un privilegio que la culta librera reservaba para unos pocos, después de comprobar la afinidad de ideas y no sin una cierta dosis de reticencia.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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