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V

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La iglesia apareció de pronto, como una pequeña perla de piedra gris acurrucada entre las valvas de dos mastodónticos edificios decorados con guirnaldas navideñas. Parecía adormecida bajo el peso de la próxima Navidad con sus solemnes ritos. El señor Mendieta levantó la cabeza hacia la campana que asomaba entre los arcos de la torre, después desplazó la mirada hacia el policía que hacía guardia en la entrada, con aspecto aburrido y la espalda apoyada contra el marco de la puerta. El sol, un sol de diciembre extrañamente deslumbrante, lo obligó a entrecerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, siguió la sombra del campanario hasta donde rozaba una capilla que solo contenía el altar y un Cristo encorvado, doblado sobre sí mismo como una caña azotada por el viento.

Cruzó el umbral del templo con cautela, rozando el cuerpo del guardia con el fusil en bandolera que lo custodiaba. Entró en el atrio llevando consigo la sensación de inquietud que sentía desde que despertó esa mañana. Caminó a lo largo de la nave hasta el ábside central escudriñando en la penumbra donde sabía que debía buscar, y la vio. Una horrible mancha en la pared oriental. Concentró la atención en el oscuro agujero, después en el piso cubierto de fragmentos de revoque, lo que demostraba que habían arrancado la lápida con brutalidad.

Dio la vuelta por detrás del altar.

El boquete negro en la pared creció ante sus ojos inundando sus sentidos con el olor áspero del copal. Se concentró en la oscuridad de la abertura, como si los restos profanados pudieran materializarse delante de él y los huesos vetustos recomponerse para dar forma al esqueleto del conquistador. Desvió la mirada a su alrededor; todos los objetos que decoraban el altar mayor se encontraban todavía en el lugar donde uno hubiera esperado encontrarlos: los candelabros, los floreros, las lápidas, el Cristo de la humildad con el manto rojo bordado en oro sobre los hombros.

Las preguntas se agolpaban en su mente.

Un poco más lejos, bajo los arcos de la nave, la luz de una minúscula lamparilla se apagó de pronto. El señor Mendieta se encaminó en esa dirección. Un sacerdote salió del confesionario con aspecto cansado, llevaba en las manos un misal que, a su edad, debía resultarle muy pesado. Mendieta fue tras el sacerdote y logró alcanzarlo en la puerta de la sacristía.

–Padre, permítame unas palabras, por favor; solo unos minutos.

El sacerdote giró y lo miró con seriedad, traicionando cierta desconfianza por el abordaje de un desconocido.

–Me llamo Vicente Mendieta –dijo el visitante tendiéndole la mano.

Los ojos pequeños del sacerdote, humedecidos por la edad, estudiaron a su interlocutor como faros en la niebla, y llegaron a la conclusión de que si el prójimo merecía la compasión de los ancianos, a los más cercanos por lo menos había que soportarlos.

–La tumba de Cortés… Usted, que en cierta forma estaba encargado de custodiarla, tal vez ha encontrado alguna explicación. ¿Por qué? –lo apremió el señor Mendieta señalando con la cabeza en dirección al altar–. ¿Quién pudo haber robado los restos?

El sacerdote se movió apenas hacia el costado, como si hubiera querido esquivar la pregunta.

–¿Usted es español? –preguntó a su vez.

–De Valladolid.

–¿Turista?

–Escribo. Estoy escribiendo un libro sobre Cortés. Por eso vine a México.

–¿Ha venido para eso? ¿Para estudiar al conquistador Cortés?

–Sobre todo por eso. He llegado hace poco. Vivo en el barrio que está junto a la Universidad Nacional.

–¿Por qué se han llevado sus huesos? ¿Los huesos de Cortés? ¿Eso es lo que quiere saber? –preguntó el sacerdote con la evidente intención de ganar tiempo y estudiar con mayor detenimiento la pregunta.

–¿Quién pudo haber hecho algo así, después de tanto tiempo? –insistió el señor Mendieta con una nota de agradecimiento en la voz.

El sacerdote lo estudió un momento más. Miró hacia la puerta principal, después observó el fondo de la iglesia. Comprobó que no había nadie. Bajó la cabeza hacia la punta de los pequeños zapatos que asomaban por debajo de la sotana, ganando más tiempo.

–Cortés tenía muchos enemigos, los tuvo cuando estaba vivo… –dijo por fin.

El crujido de un banco interrumpió sus palabras. El sacerdote miró en esa dirección observando la penumbra. Constató una vez más que la iglesia estaba desierta.

–Algunos de sus soldados se habían sentido injustamente recompensados por los riesgos y fatigas de la conquista con un escaso botín en tierras e indios. Después, los colonos españoles que desembarcaron tras la conquista temían que el poder acumulado por Cortés fuera un obstáculo para sus intereses comerciales y se esforzaron por erosionarlo de todas las formas posibles –dijo en tono inocente, volviendo a centrar la atención en la pregunta.

–Cuando murió, los enemigos del conquistador no disminuyeron, es más, se multiplicaron: patriotas a favor de la independencia de México, los revolucionarios más intransigentes con la Corona española, los liberales emigrados de Europa y los nuestros, que no eran menos. Incluso ciertos grupos conservadores se volvieron en su contra; para no hablar de las logias masónicas que llegaron a estas tierras y consideraban a Cortés la quintaesencia del despotismo católico español en el Nuevo Mundo.

Un estremecimiento de vida animó el rostro arrugado del sacerdote.

–Una de estas, la logia de los guadalupes, era la más activa –siguió diciendo con la autoridad que había conquistado con sus noches en vela–. Se había formado pocos meses después de que empezara a correr la voz, entre los indígenas del valle de México, sobre las apariciones de la Virgen a un indio de su raza. Los nativos habían comenzado a acudir al lugar donde ocurrieron los hechos, se transmitían unos a otros el mensaje de la Virgen, lo transmitían a sus hijos, se sentían orgullosos de haber sido objeto de una atención sobrenatural… alentados, empezaban a recuperar la esperanza después de haber sido vencidos y humillados por los españoles de Cortés. –El sacerdote exploró de nuevo la nave de la iglesia–. El propósito de los guadalupes, aunque sería más correcto hablar del mandato, el mandato diabólico de esa asociación, era contrarrestar la difusión de la devoción a la Virgen de Guadalupe. –Controló que la iglesia continuara desierta y prosiguió–. Llevaron adelante su pérfida misión a lo largo de los años, sin descanso, con una tenacidad que hubiera merecido mejor causa. Se movían en las sombras como predadores nocturnos, dejando a la luz del sol, como único rastro, los pechos desgarrados de sus víctimas. Eran capaces de cualquier cosa para desacreditar la aparición. Temían la influencia del clero, temían perder el control de los indígenas, temían que estos se rebelaran, veían amenazados sus intereses colonizadores. –El mentón del sacerdote se elevó altivo, como si de ese modo pudiera contrarrestar las atrocidades que se estaban consumando ante los ojos de la memoria–. Con el paso del tiempo, la agrupación de los guadalupes se fue fragmentando, sobre todo según el grado de vehemencia en la lucha contra el catolicismo. Y aquí las huellas se hacen cada vez más difíciles de seguir hasta perderse en la oscuridad. –Los labios delgados y resecos se reanimaron con una vitalidad nueva–. Esporádicamente, se señalaban algunas apariciones en diferentes lugares; de vez en cuando los miembros de la asociación fueron señalados como responsables de misteriosas profanaciones anticatólicas. Robaron documentos, hicieron desaparecer objetos, amenazaron testigos. Asesinaron…

El sacerdote miró al señor Mendieta a los ojos, sopesando su desconcierto.

–Sí, asesinaron –confirmó, sin controlar ya su propia desaprobación.

–Los guadalupes no tenían escrúpulos, eliminaban a sus adversarios a la manera de los antiguos aztecas, simulando un rito sacrificial. Era una manera de manifestar el desprecio que sentían por la nueva fe. Durante mucho tiempo no se supo nada más de ellos. Pero no porque hubieran desaparecido. Todo lo contrario…

El sacerdote tomó aliento.

–Ellos, los guadalupes, han elegido actuar en las sombras para que nadie los moleste, confiando a determinadas personas, los elegidos, la tarea de llevar a cabo los fines de la confraternidad.

–Pero tal vez escuchó hablar de ella –agregó deteniendo su mirada interrogante sobre los labios del señor Mendieta.

–Algo… en el libro de un profesor sobre una antigua logia con ese nombre… –contestó este.

El rostro del sacerdote se concentró.

–Un profesor de la Universidad Nacional –siguió diciendo el señor Mendieta dándose cuenta del súbito interés–. Espinosa, se llama Marcelo Espinosa, pero no lo conozco personalmente. –Se sintió en la obligación de agregar para corresponder a la expectativa del sacerdote–. Es titular de la cátedra de Derecho Colonial en la Universidad de México y en otras varias instituciones académicas.

La piel amarillenta del sacerdote se tensó como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Las campanadas de la torre principal advirtieron que la misa estaba por comenzar, los primeros fieles se fueron ubicando en la iglesia.

–Puede ser que no apruebe lo que le acabo de decir, pero es la verdad.

El anciano sacerdote se despidió con un débil apretón de manos y desapareció en la sacristía.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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