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Prólogo

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Se abrió la puerta de la sacristía y el sacerdote se confundió con la penumbra de la iglesia. Los pasos cansados se arrastraron hasta el altar; inclinó el cuerpo hacia adelante y subió con esfuerzo los tres escalones apoyando una mano sobre la rodilla temblorosa; abrió el gran libro sobre el atril en la página de ese día, memoria de los santos Cornelio y Cipriano en el misal romano. Repasó en silencio las lecturas, como hacía siempre para preparar la homilía de la santa misa. Leyó que Job acusaba a Dios de desear su destrucción, del gemido de los moribundos y del alma de los heridos que piden auxilio, y que Dios no prestaba atención a sus súplicas. Pasó después a Juan, cuando exhorta a los creyentes de su tiempo a perseverar en la fe frente a los ataques del maligno. Con las últimas palabras del evangelista amado por el Señor, el sacerdote levantó la cabeza hacia el tabernáculo buscando inspiración. Cuando sus pupilas se acostumbraron a la oscuridad, la mirada se deslizó perezosamente sobre la superficie de la pared.

Era una costumbre –lo hacía todas las mañanas– para comprobar, con la inercia de los años, que todo estaba en su lugar, donde debía estar. Pero esta vez tropezó a la derecha del ábside con algo fuera de lo normal. Una mancha… un boquete… un agujero fuera de lugar… De pronto comprendió y después vio el abismo que asomaba como una horrible garganta abierta.

El sacerdote miró atónito la oscura cavidad en la pared.

Los siglos se condensaron en un solo instante, aspirados por lejanías inmemoriales, los hombros se encorvaron bajo la carga del tiempo. Los pequeños ojos oscuros se llenaron de desaliento y la nariz, de un penetrante olor a copal. La piel del rostro, amarillenta por los años y la penumbra donde había envejecido, vibró de indignación.

Se dejó caer de rodillas, abrumado por un peso indescriptible.

Miró las mismas imágenes sagradas de siempre como si las viera por primera vez. La Virgen pisaba la cabeza de la serpiente en el centro del altar como señala la antigua devoción. Otra Virgen, la de Guadalupe, abría su manto milagroso al arrepentimiento de los pecadores.

¡Cuántas veces se había refugiado en aquel lugar! ¡Cuántas veces había puesto su pereza a los pies de aquella pieza de tela misteriosa ante la cual hasta la ciencia había levantado las manos en señal de rendición! ¡Cuántas veces las debilidades mortales de su existencia allí habían encontrado ayuda!

El sacerdote dio un paso hacia adelante.

Las manos temblorosas se aferraron a la madera de la barandilla y la sujetaron con fuerza. La cabeza se hundió entre los hombros. Un momento después se irguió altiva.

“Dios mío… son ellos. ¡Han vuelto!”, gritó.

El regalo de Navidad del señor Mendieta

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