Читать книгу El libro expandido - Amaranth Borsuk - Страница 22
ОглавлениеLos griegos utilizaban inicialmente las tablillas de cera para documentos importantes, como testamentos y anuncios de nacimientos, (66) pero con la introducción del papiro y el rollo de pergamino comenzaron a usarlas en educación y para documentos más efímeros, como notas y contabilidad doméstica. Los romanos hicieron un uso extendido de los pugillares y los códices, especialmente para documentos legales (lo cual nos legó el término codicilo). La mayoría de los estudiosos les atribuye el traspaso de la madera al cuero durante el primer siglo de la era común, un proceso que muy probablemente haya comenzado con el uso de pequeñas libretas de pergamino o membranae. (67) Horacio (ca. 65-8 a. e. c.) menciona que se utilizaban para escribir borradores tanto en Sátiras como en Arte poética, lo cual sugiere que el conjunto de páginas plegadas proporcionaba una alternativa más liviana a la tablilla de cera para componer textos más largos antes de llevarlos a los rollos de papiro. (68)
Aquel agrupamiento de hojas plegadas ofrece el concepto esencial a partir del cual se desarrolló el códice en la era común, aunque se desconoce quién fue el inventor de la forma. Algunos de nuestros códices más antiguos fueron elaborados entre los siglos I y IV. Se trataba de hojas de papiro o pergamino plegadas, envueltas en cuero y cosidas con una vuelta de hilo sobre el pliegue (una técnica que hoy conocemos como costura a caballete). Cada uno usaba un método ligeramente diferente para producir un cuadernillo [quire] o agrupamiento de páginas plegadas (véase figura 2). (69) Una hoja puede plegarse en diversos tamaños y su denominación se basa en la cantidad de hojas más pequeñas que resultan de ese plegado: folio (dos hojas, cuatro páginas), cuarto (cuatro hojas, ocho páginas), octavo (ocho hojas, dieciséis páginas), dieciseisavo (dieciséis hojas, treinta y dos páginas), etcétera (véase figura 3). Dicha denominación es utilizada por los bibliólogos para describir el tamaño de un libro. La agrupación de papiros consistía en folios anidados, es decir, hojas plegadas al medio siguiendo la dirección del grano que, por ende, tenían la misma altura que el rollo de papiro. Las agrupaciones de pergaminos, no obstante, se hacían a partir de cueros de distintos tamaños y, dada la maleabilidad del material, podían plegarse y cortarse varias veces antes de la encuadernación. El más común de los formatos era el octavo, que se lograba agrupando cuatro folios anidados. De allí proviene la denominación “cuaderno”. (70)
Las páginas resultantes de una hoja grande plegada se denominan intonsas, porque todavía están unidas. Una vez que las intonsas se cortan por los pliegues, las páginas se denominan hojas, cada una con dos lados: recto (lado frontal) y verso (lado posterior). Dicha denominación proviene de los nombres que los romanos les asignaban a los lados de un rollo de papiro: el recto para el interior con reglones horizontales, que era el lugar correcto para escribir, y el verso folium para la “página curvada” del reverso del rollo. (71) Al ver un códice abierto, la página de la izquierda es siempre el verso y la página derecha, el recto.
Fig. 3. Plegado de una hoja y tamaños de libro resultantes. Ilustración de Mike Force para Lightboard basada en A. W. Lewis (1957) Basic Bookbinding, Nueva York, Dover, p. 9.
Aquel sencillo formato en el cual una hoja se plegaba para formar un cuaderno tuvo un rol importante en el mundo editorial europeo entre los siglos XVI y XIX, una época en la cual los libros eran bienes de lujo y vendedores ambulantes, conocidos en inglés como chapmen, pregonaban esos folletos económicos a las masas. (72) Esos libritos [chapbooks], que podían tener entre cuatro y veinticuatro páginas, aún hoy cumplen un importante rol en las pequeñas editoriales, ya que permiten la posibilidad de publicar colecciones de poesía compactas y poco costosas.
Vale la pena repetir que el advenimiento del códice no significó la desaparición del rollo: el rollo y el códice de pergamino y de papiro coexistieron durante varios siglos en la cultura romana. La evidencia arqueológica indica una declinación paulatina en la cantidad de rollos a partir del tercer siglo, con un incremento en la cantidad de códices hasta que ambos alcanzaron una paridad entre los siglos III y IV. (73) Entre los libros sobrevivientes de aquel período se encuentran algunas obras de Homero y de Platón, así como tratados de medicina y de gramática, lo cual sugiere que se empleaban en educación. Cada uno tiene por lo general una extensión de solo uno o dos rollos, lo cual evidencia que el formato predominante había establecido en el imaginario de los lectores algún concepto sobre la duración promedio de un libro. Para dar el salto de la libreta estilo folleto al códice tal como lo conocemos, era necesario desarrollar un tipo de encuadernación que pudiera sostener varios cuadernos juntos de manera firme. El ejemplo más antiguo que ha llegado a nuestros días en forma completa, el códice Mudil, un salterio del siglo cuarto descubierto en una tumba egipcia en 1984, revela las raíces romanas del libro cosido: los treinta y dos cuadernillos están sostenidos por tapas de madera cosidas con cuero. (74)
La tradición del manuscrito
El libro encuadernado por el lomo tal como lo conocemos hoy sirve a las necesidades que hemos visto hasta ahora. Es portátil y durable, es de fácil referencia y las páginas de bajo costo permiten que se pueda escribir a ambos lados. A diferencia del rollo, no se necesitan las dos manos para mantenerlo abierto y, al igual que la tablilla, se puede dejar abierto sobre una superficie para consultar con facilidad. Pero quizás su difusión se deba fundamentalmente no a lo que es, sino a lo que no es: un rollo como el que se utilizaba para las escrituras hebreas (la Torá) y textos religiosos paganos. El ensayista e historiador del libro Alberto Manguel sostiene que los primeros cristianos recurrían al códice para transportar clandestinamente los textos prohibidos por los romanos. (75) Aquella diferenciación cumpliría un importante rol en el auge del cristianismo en la era común, dado que cristianos y judíos seleccionaban el tipo de encuadernación para sus tratados religiosos de modo de reforzar su distinción (los monjes incluso encuadernaron la Septuaginta en un códice para poder incorporarla a las bibliotecas monásticas, lo cual sugiere hasta qué punto estaba internalizada esa distinción). (76)
Fue a través del auge del cristianismo que la producción del códice se expandió en Occidente, en la forma de manuscritos monásticos. En el siglo VI, cuando los primeros monasterios establecieron el catolicismo en Italia, San Benito de Nursia dictaminó una regla que establecía que los monjes benedictinos debían leer a diario, completar un libro durante la cuaresma y llevar libros en sus viajes para leer y analizar en cada descanso. (77) El énfasis puesto en la alfabetización y la lectura llevó a un gran crecimiento en la producción de libros dentro de los monasterios, cada uno de los cuales tenía su propia biblioteca y un scriptorium para copiar los textos a mano. Allí trabajaban copistas, correctores, calígrafos y rubricadores, que producían códices para la venta o el intercambio con otros monasterios, especialmente para que otros monjes pudieran consultarlos. Los monasterios monopolizaron la producción de libros hasta el siglo XIII. De hecho, cuando uno imagina los primeros libros, la primera imagen que probablemente se le venga a la cabeza sea de los manuscritos iluminados que allí se producían. Aquellas producciones ornamentadas incluían tanto textos cristianos como antiguas obras griegas y romanas, copiadas y recopiadas por escribas que no necesariamente se habían ofrecido a hacer el trabajo de preservar y diseminar la literatura.
Los monjes copistas no estaban, de hecho, muy contentos con aquella tarea. Mientras sus hermanos trabajaban el campo o viajaban, ellos pasaban seis horas por día encorvados sobre una hoja en un frío scriptorium, sufriendo dolores de espalda y de cabeza, pérdida de visión y calambres, desaprovechando las horas de luz del día, ya que trabajar de noche hubiera implicado el uso de velas, que eran caras y peligrosas cerca de los materiales altamente inflamables que utilizaban. (78) Los copistas trabajaban en silencio, comunicándose mediante señas si necesitaban materiales o simplemente si querían compadecerse de su trabajo, lo cual a veces hacían en los márgenes de las páginas sobre las que trabajaban, escribiendo quejas con tinta entre las glosas del texto, por ejemplo la siguiente, que parece el ruego de un niño en la escuela: “San Patricio de Armagh, líbrame de la escritura”. (79) No era necesario que los copistas supieran el latín, griego o hebreo que transcribían, ya que los correctores, que conocían la lengua, aseguraban la calidad del trabajo. (80) A algunas tareas del scriptorium las podía realizar el laicado, como la caligrafía, la rubricación y la iluminación. Como vemos, la producción de manuscritos requería de una gran cantidad de personas para la confección de un solo libro, y conllevaba un proceso de elaboración de muchísimas horas de trabajo. El trabajo y el costo de cada manuscrito encuadernado con tapas de madera o de cuero, a veces con incrustaciones de piedras preciosas o filigranas y decorados con colores estridentes y dorado a la hoja, se observa en cada una de las páginas.
Los copistas trabajaban con grupos de cuatro folios de pergamino, llamados por los bibliólogos quaternions o cuaterniones (de donde proviene la palabra “cuaderno”), cuyas dieciséis páginas estaban dispuestas del lado “con pelo” de cara al lado “con pelo” y el lado “de piel” de cara al lado “de piel”, un efecto del octavo descripto más arriba. (81) Los dos lados de una hoja de pergamino, si bien estaba tratada, pulida y estirada, acarreaban la historia del animal del cual provenía: el lado con “pelo” era visiblemente más oscuro y pecoso por las pintas de los pequeños folículos (véase figura 4). (82) Al fragmentar los manuscritos en esas secciones más pequeñas, varios copistas podían trabajar en el mismo volumen en forma simultánea, lo cual aceleraba el proceso pero multiplicaba la posibilidad de incurrir en errores, dado que cada cuaternión tenía que estar alineado en apariencia y contenido con los demás en el libro terminado. Para que la escritura fuera prolija y uniforme, los copistas presionaban o trazaban renglones y márgenes en cada página. La disposición provenía de una fuente conocida: los rollos y códices romanos, que tenían dos columnas justificadas por página que resultaban eficientes para la lectura y placenteras para el ojo.
Los copistas transcribían el texto que tenían frente a ellos con una pluma de ganso en una mano y una cuchilla en la otra, que utilizaban para sostener las páginas abiertas, sacar punta y raspar los errores. Escribían en un tipo de letra mayúscula conocida como uncial, desarrollada a partir del estilo romano, pero con los extremos redondeados. (83) Ese estilo de escritura persistió en los textos religiosos a lo largo del siglo VIII, cuando Carlomagno encargó una letra minúscula más legible para estandarizar la escritura de los manuscritos. Esa letra, conocida como carolingia, por asociación a dicho reino, permitía una escritura mucho más rápida, de modo que los copistas podían producir con mayor rapidez y responder mejor a la creciente demanda de libros. (84) Para el siglo XIV ya había aparecido en Europa la letra gótica en una variedad de estilos regionales de los cuales provienen nuestras primeras tipografías, un tema al que volveremos en el capítulo 2.
Una vez que un cuaternión estaba terminado y chequeado por un corrector pasaba al rubricador, quien seguía con la tradición egipcia de embellecer los pasajes importantes con tinta roja. En esta instancia se agregaban los títulos, las iniciales de cada capítulo y los encabezados. Si el manuscrito era importante o lo había encargado un mecenas adinerado, el texto pasaba, luego de ser rubricado, al iluminador, que embellecía e ilustraba los márgenes con sus dibujos. El iluminador trabajaba principalmente con pigmentos azules y rojos y dorado a la hoja, con los que adornaba la letra inicial de cada pasaje (a veces incluso pintaba pequeñas escenas en torno a la mayúscula para decorar las letras, llamadas iniciales historiadas), también decoraba los bordes de cada página e introducía ilustraciones que representaban los temas del texto (véase figura 4). Dicho método fue utilizado hasta el siglo XV, cuando alcanzó el máximo esplendor, dado que un diez por ciento de los manuscritos que se producían eran iluminados. (85)
Uno de los manuscritos iluminados más famosos, el Libro de Kells irlandés (ca. 800 e. c.), demuestra tanto la técnica virtuosa como las innovaciones introducidas por los copistas de las islas británicas: una elegante letra uncial, iniciales con elaborados decorados y, más importante aún, el espaciado entre las letras. (86) Los cuatro evangelios y los textos preliminares en latín están escritos con tintas de diversos colores (además del negro estándar) y están más densamente iluminados que cualquier evangelio de aquel período que haya llegado hasta nuestros días. El Libro de Kells es probablemente el trabajo de al menos tres copistas y refleja el nivel de complejidad del proceso de transformación que hacía de un manuscrito un producto tan costoso y manufacturado con tanta precisión. (87) Consta de 340 folios de vitela profusamente iluminados y diez ilustraciones a página entera, además de motivos entrelazados que imitan ornamentos metálicos de la cultura celta, puntos rojos que evocan la tradición romana e ilustraciones cuya influencia se remonta a la iconografía bizantina, armenia y mediterránea. (88)
Dada su gran dimensión (desafortunadamente fue recortado a unos 33 × 23 centímetros para ser reencuadernado en el siglo XIX) y su aspecto suntuoso, es posible que el Libro de Kells haya sido un libro de altar utilizado en ocasiones especiales por un lector que seguramente sabría el texto de memoria. Es probable que fuera un libro para ser visto y escuchado más que para ser leído, lo cual se evidencia por una serie de erratas en el texto, que incluye palabras que faltan, fragmentos repetidos e ilustraciones agregadas para cubrir errores. (89) Aquellos tomos tan voluminosos requirieron de un importante desarrollo en la encuadernación del siglo VII: el uso de cuerdas resistentes o de correas de cuero, que atravesaban las tapas y recorrían el lomo del libro, al que estaba cosido cada cuaderno. Ese tipo de encuadernación reforzada, que se perfeccionó en el siglo XVII, continúa siendo el procedimiento estándar tanto en la reparación como en la producción de libros de lujo.
Fig. 4. Página de un breviario italiano de artista desconocido. Las pintas que se observan en la esquina superior izquierda son folículos de pelo. Inicial V: El descenso del Espíritu Santo, 1153. Pintura al temple, dorado a la hoja, pintura dorada y tinta sobre pergamino. Hoja: 19,20 × 13,20 cm. La imagen es cortesía del J. Paul Getty Museum, Los Ángeles, obtenida a través del programa de contenido abierto.
Cambios en la lectura y la escritura
La forma y el estilo de aquellos primeros manuscritos reflejan las prácticas de lectura de su época y las necesidades para las cuales fueron diseñados. En la era del manuscrito, la lectura era una práctica muy diferente al estado privado de meditación que experimentamos hoy. Un monje no leía en silencio frente a un escritorio, o reclinado en la cama o en tránsito de un lugar a otro. Lo más probable es que algún hermano que pudiera leer de corrido leyera frente a todos, o que leyera en voz baja estudiando un texto en latín. Cuando viajaba a otros monasterios a consultar sus volúmenes encontraba los códices encadenados a los atriles, de modo que aquellos valiosos documentos no desaparecieran. Para poder copiar el libro había que llevar a cabo la enorme tarea de deslizar todos los volúmenes adyacentes de la barra de metal a la que estaban aferrados para que el monje pudiera extraer el que necesitaba y llevarlo a un escritorio en el cual realizar el copiado. Aquellas encuadernaciones encadenadas siguieron utilizándose hasta el siglo XVIII y son emblemáticas del lugar que ocupaba el códice en la vida cultural y en la religiosa. Cada libro era un objeto único que había sido forjado con muchísimo esfuerzo para ser aprovechado por un grupo muy limitado de personas.
La lectura había sido, desde el período helenístico, una práctica oral, lo que se reflejaba en la propia escritura. La escritura de los rollos griegos era continua, o scriptio continua, es decir sinespaciosentrelaspalabras, no diferenciaba mayúsculas y minúsculas y había un uso escaso de puntuación, lo cual requería de una lectura en voz alta. Según explica Paul Saenger, curador de libros raros de la Biblioteca Newberry de Chicago y académico especializado en prácticas de lectura medievales, la escritura continua no hubiera podido desarrollarse sin la introducción de las vocales por parte de los griegos, lo cual permitía a los lectores separar en sílabas y retenerlas en la memoria mientras el ojo recorría el texto. (90) Mientras que el griego se escribía de derecha a izquierda, al igual que el fenicio, los romanos desarrollaron un sistema para acelerar la lectura que alternaba la dirección entre línea y línea, lo cual permitía la lectura continua de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha, y así sucesivamente. Esta forma, llamada bustrofedón, por el sistema de arado, les permitía al granjero, al escritor y al lector recorrer el campo sin levantar sus instrumentos, lo cual sugiere que seguramente sería mucho menos incómodo de lo que hoy creemos.
Si bien hoy nos puede parecer un sistema extraño, la escritura continua no era una construcción para nada ingenua, sino una elección, tal como lo demuestra el hecho de que los romanos descartaron su sistema de puntuación en el primer siglo para adoptar el modelo griego. Dicho sistema estableció la alfabetización como un ámbito de una elite culta, ya sea que hubiera sido educada desde una edad temprana y logrado dominar la correcta identificación e inflexión de cada texto, o que tuviera los medios para contratar a un lector profesional. Proporcionó, asimismo, un ámbito para la lectura compartida, en el cual los textos difíciles ofrecían un espacio para el debate. (91) En la Grecia antigua la literatura era principalmente una actividad social, que reunía al público para apreciar representaciones de poesía épica y drama. La épica contiene las marcas de aquella oralidad: se vale de la repetición, de las fórmulas de imágenes, de la métrica y la rima como apoyos mnemotécnicos para los intérpretes. (92) El término utilizado para describir a las representaciones de dichas obras, rapsodia, significa “coser [dos cosas] juntas”, lo cual sugiere hasta qué punto la composición oral consiste en hilvanar líneas que resulten conocidas.
Los grandes pensadores de la antigua Grecia, de hecho, desconfiaban de la escritura, ya que la consideraban una tecnología que destruiría las artes orales del debate y la narración sobre las cuales basaban su sentido del mundo, de la filosofía, del tiempo y del espacio. En el Fedro de Platón, Sócrates desprecia la palabra escrita por separar las ideas de la fuente, citando al rey egipcio Thamos como el primero en expresar esa preocupación al recibir el regalo de la escritura del dios Tot. (93) Sócrates veía la transcripción como una muleta que restringe la memoria y atasca el pensamiento filosófico en ambigüedad, dejando la interpretación en manos de los lectores. Los textos, después de todo, pueden circular sin su autor, lo cual impide que pueda explicarlos o defenderlos. A pesar de dichos temores, la propia escritura que Platón utilizó para registrar aquellos diálogos fue un instrumento fundamental para el desarrollo de la oratoria griega. Tal como señala el académico Walter Ong en Oralidad y escritura, su estudio sobre las formas en las que las tecnologías de la escritura reestructuran el pensamiento, la palabra escrita les permitió a los eruditos griegos transcribir y codificar las estrategias retóricas. (94) También aumentó exponencialmente el vocabulario humano, ya que dejamos de depender de la memoria para tener todo el lenguaje a disposición. La escritura, de hecho, permitió que florezca la retórica.
Para que la lectura silenciosa tal como la conocemos pudiera avanzar, esta tendría que cambiar su contexto y el texto, su forma. Tendría que volverse una experiencia más privada, lo cual significa que la alfabetización tendría que extenderse más allá de las comunidades monásticas y de elite. A su vez, los textos deberían ser más legibles, con una puntuación estandarizada y espacios entre las palabras de modo tal que el susurro de los lectores, muy común durante el siglo VI, pudiera disiparse. Así podrían surgir las bibliotecas, diseñadas para una lectura silenciosa y contemplativa, que pasaron a ofrecer un espacio para aquel nuevo grupo de lectores.
Los escribas insulares, como por ejemplo quienes dieron vida al Libro de Kells, tuvieron un rol central en convertir el texto en algo más accesible. Dado que el latín era una segunda lengua y el desafío de leerla en scriptio continua era mayor, introdujeron varios cambios para facilitar la lectura, entre ellos: la separación de las palabras (alrededor del 675 e. c.), puntuación adicional y simplificación de las letras. Así y todo, aquellas pequeñas innovaciones tardaron unos cuatrocientos años en diseminarse. (95) La traducción de textos científicos árabes en Europa durante el siglo X muy probablemente haya tenido un rol preponderante en consolidar la separación de las palabras, ya que era algo inherente a esa lengua (porque, a diferencia del griego y del latín, está escrita con consonantes). Los traductores mantuvieron la separación de palabras arábica al traducir al latín, en parte porque permitía que la compleja prosa técnica fuera mucho más fácil de comprender (un caso claro donde el contenido tuvo una influencia directa sobre la forma). (96)