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DE «RESISTENCIA» A «RESISTENCIAS»

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La comprobación de la rigidez del concepto tradicional de «resistencia» para ir más allá de actuaciones políticas y organizadas, unida o paralela al interés suscitado en las diferentes historiografías europeas por conocer más en profundidad las actitudes de la población que vivió bajo los regímenes fascistas o fascistizados, ha generado una fructífera discusión sobre la cuestión de la resistencia que ha influido también en uno de los espacios de investigación que más interés aglutina actualmente, el de la resistencia a los regímenes fascistas europeos.

Stricto sensu, en el marco de los estudios sobre regímenes fascistas, el término resistencia nombraba y definía a los grupos organizados, políticamente conscientes e ideologizados, cuyas actividades, inscritas en la clandestinidad y con un claro soslayo heroico, se oponían a una forma de poder institucionalizado, con el propósito de derrocarlo.13 Esta visión, llamémosla convencional, de resistencia se fraguó en los estudios eurocentristas al socaire del caso más paradigmático de oposición al fascismo, la Résistance francesa, que ha servido como arquetipo y referente de comparación para el resto de casos (alemán, portugués, español, etc.).

La vigencia de dicho significado y de los estudios a los que da lugar es evidente, pero, a pesar de su innegable pertinencia, esta acepción se muestra insuficiente para dar cuenta del conjunto de actitudes ejemplificadoras de la «no adhesión» a los regímenes políticos fascistas o análogos. La imagen que la aplicación de la categoría de «resistencia» en su sentido más clásico devuelve es la de un grupo poco numeroso y muy concreto de personas inmersas en una lucha clandestina, armada o no; la de agentes secretos; la de cuadros políticos opositores tejiendo actuaciones de sabotaje contra el gobierno opresor y colaborando con el personal en el exilio; la de asesinatos políticos y semejantes. Es, pues, el reflejo de la historia y de la memoria de una minoría, de un pequeño grupo que nunca supera el 1% de la población en los países en los que se estudia, que se enfrentaron organizadamente y/o de forma armada al fascismo, que actuaron, en fin, como verdaderos «héroes» (Lüdtke, 1995).

«¡La resistencia! ¿Dónde estaba entonces nuestra resistencia? (...) si en el momento de los arrestos en masa, por ejemplo en Leningrado, (...) la gente permaneció en su casa, muerta de miedo cada vez que la puerta se abría (...), nosotros tenemos bien merecido lo que nos pase» (Soljenitsyne, 1974: 24). Esta reflexión sobre la falta de resistencia ante el régimen de Stalin por parte de la población rusa realizada por Alexandre Soljenitsyne corrobora la posición teórica dominante en la historiografía a la hora de valorar o percibir la actitud de la población bajo dicho régimen, los regímenes fascistas o la dictadura franquista. Que muchos de estos sistemas políticos no hayan tenido su fin en una revolución o en un ciclo de protestas no parece dejar dudas sobre la pasividad de la mayor parte de sus sociedades. Y si no, ¿cómo explicar que no hubiese habido un rechazo masivo a estos regímenes o a sus dirigentes, cómo encajar que no se hubiese puesto en marcha una oposición política importante que involucrase a la mayoría o cómo entender esa indiferencia generalizada que pareció existir?14

No hubo «resistencia organizada» contra el nazismo en Alemania, sentenciaba Dietrich Orlow, «solo se oyó algún que otro gruñido desorganizado» (Orlow, 1973: 24). Pero el estudio de esos «gruñidos desorganizados», de los «grados de ineficacia del régimen» (Hough y Fainsond, 1979), ha pasado a congregar el interés de toda una serie de investigadores interesados por el análisis de las actitudes sociales de estas sociedades. Porque la población no se divide en opositores y colaboradores. Las líneas de ruptura son mucho más sutiles. La naturaleza compleja de los regímenes políticos autoritarios produce un amplio y variado abanico de formas de resistencia y, si se acepta que esta no es el resultado de una decisión estática sino de un proceso, desarrollado en respuesta a diferentes circunstancias, es posible comprender la diversidad de naturalezas, objetivos e intensidades de las formas de protesta en el tiempo. Esta constatación supuso el desbordamiento del significado del concepto de resistencia, superando y, mejor dicho, complementando el ámbito de los grupos organizados de oposición política para colocarse en un campo mucho más amplio en el que «las zonas de evasión, de ignorancia recíproca entre gobierno y gobernantes, espacios de autonomía de la opinión pública (...) la impermeabilidad de las culturas populares» tienen cabida (Werth, 1999: 147).

Dentro de las corrientes de estudio histórico que abogaron por la ruptura del concepto clásico para aumentar su capacidad descriptiva destaca especialmente la Escuela de la Vida Cotidiana alemana (Alltagsgeschichte) (Lüdtke, 1994 y 1995; De Toro Muñoz, 1996; Baldwin, 1990). Esta corriente de la Historia Social alemana propone atender a las actitudes sociales y se interesa por el «ciudadano corriente» como objeto vertebrador de la investigación, poniendo en valor las acciones y decisiones que estos toman en su existir diario. Los trabajos de los historiadores de esta escuela han demostrado un innegable potencial renovador al aplicar estos principios al estudio del periodo nacionalsocialista. Importantes proyectos de investigación, como los realizados para la zona del Rühr bajo la dirección de L. Niethammer o para Baviera, con M. Broszat, y las aportaciones de autores como D. Peukert, I. Kershaw o A. Lüdtke, bajo estos presupuestos de recuperación del sujeto intencional, han conseguido romper viejas interpretaciones, ya no solo sobre actitudes y comportamientos de la población alemana hacia el nazismo, sino también sobre la propia naturaleza del nazismo, entendiéndolo como un fenómeno no meramente político sino también como una experiencia social.

La Alltagsgeschichte redimensionó el concepto de resistencia reparando en las rebeldías cotidianas, en línea con lo realizado desde el punto de vista antropológico por Scott para el campesinado. Los autores de esta escuela han considerado modalidades de descontento y disenso que hasta entonces no eran contempladas por no tener fines políticos específicos o no estar organizadas, con lo que han conseguido integrar en el análisis una gran diversidad de manifestaciones de falta de apoyo y de no consentimiento con el nazismo por parte de la población alemana. Han traído a colación, por tanto, una vasta paleta de comportamientos sociales que, si bien estaban lejos de formar parte de una opción opositora al régimen, también lo estaban de ser propios de una sociedad dócil y sostén incondicional del sistema impuesto por Hitler. Mommsen sintetiza la renovación historiográfica ocurrida como la primera mirada hacia la resistencia «en todas las formas de expresión de consenso antifascista (...) considerando el espectro entero de actividades de oposición hacia el intento de penetración por parte del régimen nacionalsocialista en la sociedad» (Mommsen, 1992: 113).

La resistencia durante el III Reich se convirtió en un objeto central del debate académico (y también social), específicamente a partir de la publicación del trabajo de uno de los historiadores más emblemáticos de la Escuela de la Vida Cotidiana, Martin Broszat (1991). Este cuestiona el axioma establecido por los estudios clásicos sobre la ausencia de resistencia al nazismo por parte de la población alemana, de los ciudadanos corrientes, en virtud de no haber habido más que episodios puntuales de oposición política al régimen ni protagonizados ni apoyados por estos. El esfuerzo de este autor se ha enfocado no solo en deconstruir el concepto tradicional de resistencia, sino, lo que tiene mucho más valor, en ofrecer un concepto más amplio de este, en proveer una definición lo suficientemente abierta para proporcionar un lugar a las actitudes de no conformidad existentes en la sociedad alemana (véase la ayuda puntual a una familia judía perseguida, negarse a cooperar con la política intervencionista de productos agrarios, en las campañas de trabajo obligatorio, etc.). Martin Broszat ha introducido en el estudio del nazismo el concepto funcional de resistenz, que traducimos aquí por «resistencia», para dar cabida a los comportamientos de no conformidad, descontento, consenso parcial o a los diferentes grados de protesta, que no están opuestos a cierta acomodación o adhesión a determinados valores o decisiones del régimen. Por «resistencia» se entiende por tanto toda actitud o comportamiento revelador de la colocación de un límite al control total pretendido por los Estados fascistas o totalitarios, que puede perfectamente coexistir, y diferenciarse, de lo que él denomina winderstand, la «oposición» radical y determinada contra el sistema político que persigue el derrocamiento de este.

Alemania posee la condición de pionera, pero no la exclusividad de esta línea interpretativa atenta a las formas de disenso social. En Francia el iniciador de dicha vía fue Jacques Semelin (1989), al definir la resistencia civil en su análisis sistemático del disenso en Europa en el contexto de la Segunda Guerra Mundial.15 En su obra da cabida a las formas anónimas y clandestinas que toma dicha resistencia civil, como el trabajo lento, el sabotaje industrial o la protección a perseguidos, al tiempo que identifica ex-presiones de esa resistencia que tienen un carácter abierto, como huelgas o protestas laborales.16 Es igualmente destacable en este sentido el trabajo de los historiadores de la corriente historiográfica de la Vie Quotidienne, que hacen uso de un concepto de historia sociocultural que se aleja de anteriores mitificaciones para entrar en disquisiciones sobre fenómenos conflictivos propios de los ciudadanos corrientes que vivieron el régimen de Vichy.Los avances de estos estudios han posibilitado que aparezcan en la actualidad varios temas recurrentes en el análisis de las diferentes resistencias civiles europeas. Entre ellos destacan, como señala Mercedes Yusta (2003: 11 y 43), la trascendencia del papel desempeñado por el campesinado y el mundo rural, las reacciones negativas de este frente a las políticas económicas del ocupante o el régimen en el poder y, específicamente, la coexistencia de diversas formas de «resistencia».

Asumimos para nuestro trabajo el referente teórico y metodológico aportado por la corriente histórica de la Vida Cotidiana alemana porque nos parece el modo más válido de escapar del juego de oposiciones binarias (poderosos/indefensos, buenos/malos, resistentes/colaboracionistas, opositores/sumisos, etc.) y de situarnos en un plano menos maniqueo y más realista de las conductas sociales. Este referente permite aprehender todo un conjunto de antagonismos intermedios que se presentan entre los actores con intereses que se contraponen en múltiples ámbitos evidenciando su fortaleza analítica.

Al igual que la teorización de Scott, la interpretación teórica de esta corriente historiográfica no está exenta de problemas. El peligro, en este caso, está en caer en la elaboración de una visión romantizada del sujeto y en magnificar las formas de resistencia que de repente aparecen por todas partes.17 Debemos tener ciertamente precaución con las contingencias que la innovación analítica lleva aparejada. Pero, con este punto bien presente, nos parece un acercamiento muy válido a la hora de revisar el estudio de las actitudes de la población en momentos de ausencia de libertad para expresar su opinión y movilizarse abiertamente. Así, conscientes de las potencialidades, pero también de las debilidades y peligros del marco teórico, seguiremos las líneas generales de la interpretación intentando presentar un boceto de las acciones de resistencia civil que tuvieron lugar en el agro gallego en las primeras dos décadas de franquismo.

Para dicho fin debemos, antes de nada, entrar a valorar el campo de la conflictividad rural en Galicia, en tanto que son las muestras de conflicto de la sociedad para con el Estado y con sus disposiciones las que conforman la resistencia civil. El significado de la conflictividad se muestra complejo cuando, como en este caso, debe ser contextualizada en un periodo dictatorial. La cuestión central se explicita en determinar si formas de conflictividad como los boicots o los motines pueden ser definidas como resistencia civil o si bien quedan adscritas a estrategias de supervivencia en función de su ambigüedad, dualidad o falta de intencionalidad expresa. Sin entrar en pormenores que serán objeto de nuestro interés a posteriori, bien vale la pena señalar el riesgo de caer en la condescendencia de analizar las prácticas de conflictividad sin tratar de ir más allá en razón de la ausencia de una filosofía o ideología articulada que les proporcione cobertura y de las posibles faltas de coherencia de estas. Pues, como menciona Gellately (2004: 222), cualquier puesta en valor del compromiso de los protagonistas de la conflictividad debe tener en consideración la naturaleza de la situación a la que se enfrentan y la envergadura de las fuerzas a las que respondían.

Partimos, por tanto, de diferenciar «resistencia» y «oposición». Palabras que se han usado como sinónimos en innumerables ocasiones hasta llevar a equívoco, pero que los diccionarios de la lengua española se encargan de diferenciar. Resistir tiene como una de sus primeras acepciones «durar, no haberse destruido, muerto o inutilizado una cosa o persona pese al paso del tiempo o de otras causas destructoras», junto a «aguantar, sufrir, soportar, mantenerse con sufrimiento o molestia sin sucumbir o sin pronunciarse o sin procurar ponerle término». En cambio, por oponerse se entiende «plantar cara, afrontar, argüir, presentar batalla, hacer la contra, contradecir, contraponer, desaprobar, enfrentarse, frenar, impedir, interponerse, interferir, ir contra, luchar, obstaculizar, refutar» (Moliner, 1998). El salto cualitativo es evidente, pero la grandiosidad de una realidad no puede ser óbice para el estudio de la otra.

Así pues, el término resistencia durante el franquismo debe –o quizá solo pueda– seguir vinculado a la actividad política y organizada de determinados grupos antifranquistas. Sin embargo, en nuestra opinión, también debe emplearse para definir otra realidad, la de las actividades que denotan ausencia de consentimiento con el régimen o sus actuaciones y que son actividades más simples, más mundanas, si se quiere, hechos aislados que frustraban a la dictadura en algún ámbito. Estos actos quedan en la categoría de conflicto cuando se activan contra un régimen político democrático, pero bajo un régimen como el franquista (o como el III Reich, el fascismo italiano o el salazarismo) parece legitimada la opinión de conceptuarlos como resistencia civil. Como J. Stephenson señala, donde el conflicto no puede ser expresado abiertamente, sin miedo a las consecuencias, es donde la población entiende que estos sentimientos de desacuerdo son peligrosos para su posición y, por tanto, «cada acto de disidencia alcanza la condición de resistencia para el orden existente» (Stephenson, 1990: 351).

1 Seguimos a Maurice Halbwachs (1968) cuando define la memoria colectiva como an-tihistórica porque se trata de una memoria que simplifica la complejidad de lo recordado, lo esencializa y, además, no es el resultado de la acción del pasado sobre el presente, sino de la acción de un presente sobre el pasado.

2 Sin ánimo de exhaustividad, quizá los autores que más han contribuido a ese empeño hayan sido J. C. Scott (1976, 1985 y 2003); M. Foucault (1986 y 1978); M. Adas (1986); A. Gupta y J. Ferguson (1997); R. P. Weller; S. E.-V. Guggenheim (1982); S. B. Ortner (1996); X. González-Millán (2000); F. Pettit (1999); R. Guha (2002).

3 Foucault (1994) ya había señalado en su análisis de la Francia del setecientos que ciertos espacios de ilegalidad se convierten en ocasiones en condición del funcionamiento político y económico de la comunidad, al proporcionar a los segmentos sociales más desfavorecidos de la población, en los márgenes de lo que les imponían las leyes y costumbres, un espacio de tolerancia, conquistado por la fuerza o la obstinación, tan indispensable para su propia existencia que, a menudo, estaban dispuestos a sublevarse para defenderlo.

4 Reflexiones sobre la noción de «registro escondido» de James C. Scott en X. Gómez Millán (2000) y R. Fantasía y E. Hirsch (1995).

5 Alguno de estos trabajos están recogidos en F. D. Colbrun (1989).

6 Así lo demuestra la sesión dedicada a las «armas del débil» en el Fith European Social Science History Conference celebrado en Berlín en el año 2004 (Cabo, 2004). En España son numerosos los estudios que han bebido de esta teorización. Especialmente destacables son los dedicados al estudio de la conflictividad generada alrededor de la destrucción de los comunales y la privatización del monte (Cobo Romero et al., 1992; Gehr, 1994). Los estudios que abarcan el análisis de la conflictividad rural en los diferentes periodos históricos también han optado por su aplicación, aunque no de manera prolija (Frías, 2000; Gastón, 2003).

7 Crítica a las teorías de Scott que mantiene, entre otros, T. Skocpol (1982).

8 Gutmann es uno de los autores más críticos con la teorización de Scott (al entender que esta trivializa el conflicto social porque se desestiman las manifestaciones abiertas y organi-zadas de este) y ha mantenido con el antropólogo una interesante querella en las páginas de la revista Latin Amercian Perspectives (Gutmann [1993] y Scott [1993]). Su insistencia en uno de los tipos que adoptan las formas de conflictividad campesina, la resistencia cotidiana, ha llevado a Scott ciertamente a desinteresarse por otras formas de protesta como la rebelión o la revolución campesinas, pero, entendemos, no a menospreciarlas. Estudios interesantes sobre la tipología de la conflictividad campesina son los de M. Lichbach, quien establece tres categorías: resistencia cotidiana, movimientos de protesta y rebeliones o revoluciones, y los de R. G. Fox y O. Strand, que entre la revolución y las resistencias a pequeña escala (que se corresponderían con la «resistencia cotidina» de Scott) sitúan la protesta intermedia (protest in between) (Lichbach [1994: 385] y Fox y Stran [1997]).

9 Sobre el consentimiento, véase Cabana (2009); sobre formas de protesta en el campo lejos de la resistencia cotidiana, véanse Cabana y Lanero (2009) o Cabana et al. (2011).

10 M. Gulckman, estudioso de los rituales de las rebeliones en el sudeste africano, enunció su propia teoría sobre las formas de protesta campesina en los años cincuenta. En ella se pueden encontrar grandes similitudes analíticas con las premisas expuestas por James C. Scott, pero las conclusiones a las que llega son diametralmente opuestas. El africanista entiende que las resistencias cotidianas «están basadas en la aceptación del orden establecido como bueno, correcto, e incluso, sagrado, y ayudan a conseguir la práctica aquiescencia del sometimiento político al orden social» (Gulckman, 1954: 127). Argumenta el autor que ciertos actos de resistencia cotidiana están permitidos por el Estado (ente dominador) para desactivar la oposición, pues funcionarían a modo de «válvula de escape»

11 Entre los autores críticos, véase K. Monsma (2000).

12 Llevando la argumentación que deriva de las teorías de Gluckman a una ejemplifica-ción concreta podríamos establecer que los incendios contra las repoblaciones o las ocultaciones de las requisas estarían permitidas, si no fomentadas, por las autoridades franquistas a modo de válvulas de escape para desactivar el potencial «antifranquista» que pudiera haber en los sujetos descontentos. En nuestra opinión la operatividad o eficacia de las armas del débil a la hora de minar disposiciones estatales no es decisiva en la producción de los marcos necesarios para generar una revuelta o una concienciación política contra el franquismo. Es más, entendemos que la resistencia cotidiana está más cerca de formar parte del sustrato del nivel de descontento necesario para, junto a otros elementos, posibilitar una ulterior protesta abierta y organizada, que de evitar la confrontación.

13 En palabras de François Bédarida, «la acción clandestina llevada a cabo en el nombre de la dignidad del hombre por personas voluntarias que se organizan para luchar contra la dominación, que es muy a menudo la ocupación de su país, por un régimen nazi o fascista, o satélite o aliado» (Bédarida, 1986: 75-90).

14 Como ya se ha preguntado, entre otros Moreno Luzón (1990).

15 En nuestro análisis usaremos el concepto de resistencia usualmente seguido del adjetivo civil, como hizo J. Semelin. Deriva de la concepción de Gramsci de «sociedad civil» y se revela como un término que resulta útil para describir y analizar los diferentes ámbitos en los que se debate la imposición de una determinada hegemonía sociocultural, y no solo política, sobre diversos colectivos sociales. La distinción de «civil» tiene valor analítico y es pertinente porque deslinda genéricamente lo social de lo político.

16 La revisión también se ha extendido a otros países, como Italia, Austria o Rusia. Véanse E. Grace; C. Leys (1989); L. Viola (1986).

17 Riesgos sobre los que ponen en sobreaviso Fox y Stran (1997: 3) y L. Mees (1996: 477).

La derrota de lo épico

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