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LA RESISTENCIA: DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA A MOVIMIENTO CIVIL MÁS ALLÁ DE LA ACCIÓN COLECTIVA: LA RESISTENCIA COTIDIANA
ОглавлениеAnalizar las formas de resistencia civil en la sociedad rural gallega durante el régimen franquista tiene la virtualidad de reclamar para la Historia un ámbito que ha permanecido en la esfera de la memoria colectiva y, de ese modo, opera como rompedor de un tópico asumido apriorísticamente.1 Se trata de una imagen que igualaba a los campesinos gallegos con sujetos sumisos ante las disposiciones impuestas por el franquismo. Esta visión, avalada por las premisas de la teoría de los movimientos sociales, parte de la constatación de que en los años que duró la dictadura, o cuando menos hasta la etapa final de esta, no se llevaron a cabo ciertas formas de acción colectiva y de movilización abierta que en otras épocas históricas sí tuvieron lugar en el campo gallego. Esta ausencia, sin embargo, no supone inexistencia de conflictividad, salvo si se parte del error de menospreciar los modos de contestación que se articularon a partir del aprovechamiento de recursos legales existentes y las acciones inequívocamente demostrativas de descontento que encuentran canales de expresión en las estrategias de la vida cotidiana.
El análisis histórico de los escenarios donde se generaban estas respuestas a las disposiciones políticas, en que la política se toca con la realidad y con las prácticas sociales, devuelve una imagen definida por la existencia de una conflictividad que rompía de forma habitual con la ansiada y pregonada «paz social» franquista. Trataremos de explicar estos conflictos, los procesos que los delimitan y las motivaciones de sus protagonistas, analizando ese espacio que existe bajo la movilización social rotunda, abierta y articulada. No se trata, como ya hemos señalado, de desmerecer la acción colectiva, sino simplemente de permitir la «inserción de lo periférico, de lo inarticulado» (Casanova, 2000: 249). En tal categoría se incluyen aquellos fenómenos conflictivos formulados a través de experiencias propias de la cotidianeidad a los que Rafael Cruz ha denominado formas de «resistencia elíptica» (Cruz, 1998: 144). Son actos que de manera aislada pueden no revestir interés histórico, pero esto cambia cuando es posible detectar un patrón de comportamiento.
En las últimas décadas el estudio de la «resistencia» ha sufrido un tumultuoso proceso de reinterpretación que ha afectado tanto a las categorías de análisis como a las conclusiones a las que la historiografía había llegado. Hasta no hace mucho, «resistencia» era una categoría precisa para las Ciencias Sociales. Tal categoría era concebida como uno de los dos componentes del dualismo dominación/resistencia, en que «dominación» remitía a una forma de poder relativamente fijada e institucionalizada y «resistencia» era, en esencia, la oposición organizada a dicho poder. El antagonismo existente en ese binomio se ha redefinido a partir del cuestionamiento que ambos términos de la disyuntiva, en su calidad de categorías conceptuales, han experimentado desde múltiples frentes, especialmente desde la Antropología Social y la Sociología.2
La evolución parte por tanto de una lectura crítica de la teoría de los movimientos sociales. Esta relectura ha tenido una participación decisiva en la caracterización del conflicto y en la formalización de la interpretación histórica más extendida de protesta. Dicha teoría opera con una definición muy restrictiva de acción colectiva (entendida como fenómeno concreto de movilización, una «sucesión de eventos de protesta» [Kriesi, 1992: 221]), y solo tiene en cuenta aquel conflicto que se manifiesta de manera colectiva y organizada y, a ser posible, con una vanguardia consciente, lo que acostumbra a desestimar las acciones protagonizadas por el campesinado. Las formas de protesta de estos sujetos entendidos como «prepolíticos» (maneras más individualizadas de conflicto, acciones que resultan menos vistosas, con escasa repercusión y, aparentemente, menos amenazantes para el poder impuesto) no suscitaron la fascinación de los analistas de los movimientos sociales. Estos dirigen sus esfuerzos teóricos y analíticos a estudiar los movimientos carismáticos para entenderlos como la única fuerza para el cambio social. Fijan su atención en actividades públicas desarrolladas a través de ciertas formas organizadas como sindicatos o partidos políticos, apelando a lo visible y a lo cuantificable (huelgas, número de participantes, etc.). Una propuesta que ha encontrado su correlato historiográfico en el afamado «primitivismo» definido por Eric Hobsbawm (1974 y 1976b), con el que este autor se refiriere a las sociedades no completamente industrializadas que no encuentran un lenguaje específico en el que expresar sus aspiraciones.
La Historia ha sido receptora de estos cambios y ha desarrollado simultáneamente una línea de renovación propia a partir del impulso que supuso el trabajo pionero de E. P. Thompson (1995). La concepción thompsoniana –seguida y desarrollada posteriormente por James C. Scott– amplía el punto de vista hacia aquellos hechos, otrora insignificantes, que no están relacionados con una determinada forma de acción y organización ni con la conciencia propia de la sociedad industrial y que, por tanto, no han sido objeto de estudio para los estudiosos de los movimientos sociales. En la renovación de los estudios sobre resistencia y, concretamente, de las resistencias protagonizadas por el campesinado, como se acaba de mencionar, ha jugado un papel determinante la obra del antropólogo James C. Scott. En sus tres trabajos básicos sobre esta temática (Scott, 1976, 1985 y 2003), este deudor de la historia social marxista británica trata de encontrar una respuesta a la pregunta de cómo individuos o grupos marginados de y por el poder actúan ante condiciones de explotación y dominación. Su respuesta ha abierto una nueva vía de análisis que se ha generalizado en los estudios históricos en los años noventa, provocando un considerable debate en las Ciencias Sociales en lo relativo a las teorías de poder, dominación y resistencia. El planteamiento innovador de Scott sobre la resistencia social supone la superación del análisis de la conflictividad de los grupos subalternos basado en movimientos abiertos y organizados, es decir, de la aplicación de la plantilla que la historia social había aceptado como válida para el mundo urbano y la clase obrera, para detenerse en otras formas, menos vistosas y contundentes, mediante las que el campesinado ha defendido históricamente sus intereses ante el poder político o las élites. Su formulación se centra en el análisis de la vida cotidiana de las clases subalternas, fundamentalmente el campesinado; refuta la mayoría de las teorías de hegemonía tradicionalmente aceptadas, en línea con el pensamiento foucaultiano, y proporciona las claves para deducir cómo los campesinos actúan ante la implantación y consolidación del poder.3 De este modo enlaza la conflictividad vivida en los espacios rurales con la estructura de resistencia civil. Su propuesta teórica es especialmente valiosa para entender lo cotidiano de las relaciones de poder, ya que pone especial énfasis en la dramaturgia de ese poder, las oportunidades para la comunicación y la formación de definiciones alternativas de la situación entre los subalternos y las expresiones culturales de tales formas de protesta.
Scott ha desplegado toda una batería conceptual, ex novo o a partir de conceptos ya existentes, alrededor de la que se articula su aparato crítico: «resistencia cotidiana», «armas del débil», «registro escondido» e «infrapolítica». No pretendemos dar cuenta o resumir su contribución, pero sí consideramos pertinente subrayar algunos aspectos centrales de su análisis por ser sustentadores teóricos de nuestro trabajo. Scott parte del hecho de que las rebeliones campesinas son pocas y muy lejanas en el tiempo. Desarrolla el concepto de «resistencia cotidiana» y lo define como una forma de resistencia rutinaria llevada a cabo por individuos pertenecientes a grupos subalternos que no provoca, ni lo pretende, grandes cambios en el sistema de dominio contra el que actúa, sino que tiene como finalidad frustrar una política o actitud particular que toca y afecta a la vida diaria de dichos grupos. En un contexto autoritario o de falta de libertades, dada la inexistencia de mecanismos institucionales y/u oficiales que permitan a estos colectivos subalternos expresar libremente sus discrepancias y opiniones críticas respecto al sistema de imposición de poder, y en la imposibilidad de hacerlo abiertamente a través de formas organizadas por estar estas sometidas a un alto grado de represión, aquellos optan por usar actividades cotidianas como estrategia para defender sus intereses y contrariar una situación que es entendida como desfavorable. Esta variante de resistencia se muestra como inherente a la cultura campesina, que cuenta con todo un conjunto de formas de oposición silenciosa y corrosiva –que requieren poca o ninguna coordinación, que se valen de acuerdos implícitos o redes informales de sociabilidad y que evitan una confrontación directa con la autoridad– a las que Scott denomina «armas del débil». Se refiere de modo especial a «armas» como el sabotaje, el fraude, la lentitud en el trabajo, el disimulo, la falsa ignorancia, la difamación, la deserción, el furtivismo, los pequeños incendios, etc. Todas aquellas acciones que se vuelven eficaces con el anonimato de sus protagonistas, el uso de la cotidianeidad y la contestación indirecta.
Este planteamiento teórico permite apreciar un amplio rango de patrones de resistencia de los grupos subalternos que comparten la característica de responder a actos cotidianos con los que se pretende mitigar o negar las exigencias del sujeto o ente que ejerce la dominación. Buena parte de su teorización descansa en el paradigma representado por el binomio «registro público» y «registro escondido». Scott establece la existencia de ámbitos no visibles (registro escondido) para el dominador donde se ocultan las visiones críticas, opuestas y resistentes a los procesos de opresión (toda serie de formas discursivas: declaraciones, gestos, expresiones o prácticas), mientras que de cara al poder (registro público) se establece toda una estrategia de fingimientos que son los que impregnan el discurso público (adulación, dobles significados, enmascaramiento, etc.). Los grupos subalternos, faltos de la posibilidad de modificar o cambiar cualquiera de las esferas donde las concesiones se producen y distribuyen, ponen en marcha la táctica racional de producir una falsa sensación de obediencia en el «registro público». En circunstancias especialmente opresivas, las formas de resistencia de los colectivos subalternos tienden a ocultarse del control sistemático de los grupos que ostentan el poder y encuentran cobijo en actividades cotidianas, quedando oculta su expresión, solo perceptible para los miembros del colectivo. El «registro escondido» supone tener presente que los grupos subalternos como el campesinado tienen ámbitos relativamente aislados en los que pueden desenvolver concepciones alternativas y transformar o reafirmar formas culturales propias cuando estas son amenazadas por la imposición del grupo o ente dominante, o bien cuando estas no pueden ser expresadas de manera abierta. En su nivel más básico, estos refugios son lugares de encuentro en los que la comunicación puede ser puesta en práctica sin deferencia al poder, son zonas «liberadas», «de reserva», donde la opinión crítica y la solidaridad de grupo pueden ser alimentadas, puestas a prueba, protegidas. Con frecuencia, estos abrigos existen como espacios culturales tradicionales hasta que aparece, en el caso de que lo haga, un carácter opositor, potenciando el radicalismo que vive en estado de hibernación en la tradición y todo aquello que descansaba en el «registro oculto» se descubre haciéndose visible para el dominador.4
Scott afirma que la diversidad de actos de resistencia cotidiana traduce diferentes niveles de protesta y su elección depende de varios factores, desde el motivo del descontento, al grupo de individuos que expresa ese descontento y a las formas de represión a las que están expuestos. Esta es una de las grandes aportaciones de este antropólogo: la alusión a una gran variedad de formas de resistencia que recurren a formas indirectas de expresión, que él conceptualiza como «infrapolítica». Son formas básicas para acercarse al análisis del poder y de la hegemonía porque, si bien no suponen un desafío articulado por parte de un colectivo subalterno, tampoco son inocuas ni carentes de trascendencia, ni para el que las protagoniza ni para el que las sufre. En las formas de resistencia cotidiana hay algo que va más allá de la frontera de simples reacciones instintivas para asegurar el sustento. Lo que los «infractores» ponen sobre el tapete es el hecho de que las nuevas formas y reglas impuestas desde fuera no están por encima de sus necesidades vitales y de las de sus familias, sino que estas tienen prioridad sobre aquellas. Es más, las cuestionadas son las formas en que el poder se impone en ámbitos como la apropiación del trabajo, la conducta, las relaciones, etc. No se trata pues, sin más, de un desafío de individuos aislados frente a un nuevo orden impuesto, sino, como señala Josep Fontana (1997), de la contraposición de un proyecto social distinto.
La resistencia cotidiana como teoría ha demostrado su potencial como referente en los análisis históricos debido a su potencialidad. En los últimos quince años el trabajo de Scott ha tenido un gran impacto en los estudios rurales (influencia más sentida en el caso de latinoamericanistas y africanistas) y en los estudios culturales, sensibilizando a los investigadores sobre la diversidad de formas de oposición a la dominación.5 No puede ser despreciada tampoco su influencia sobre los historiadores sociales europeos, que han recepcionado sus propuestas demostrando las múltiples aplicaciones de esta teoría «todoterreno».6 Así pues, a su alrededor ha surgido todo un movimiento de estudiosos entusiastas que han aplicado sus preceptos en todas aquellas sociedades que, en los más variados marcos espaciales y temporales, comparten, al menos en términos sociológicos, puntos en común con el campesinado del sudeste asiático, el inicial protagonista de los estudios de Scott.
Este referente teórico presenta dos grandes riesgos en los que pretendemos no caer en nuestro análisis. Por un lado, su proximidad a afirmaciones esencialistas. Esto provoca percepciones equívocas, como la homogeneidad y la intemporalidad de los campesinos y de sus características definitorias en cuanto al comportamiento por encima de estructuras sociales y políticas, por lo que debe contrarrestarse a partir de poner en valor el contexto temporal y espacial en el que se estudian dichas resistencias cotidianas.7 Por otro, su potencial para hacer olvidar que la resistencia cotidiana es una opción para encauzar el descontento y la protesta de las clases subalternas, no «la opción» (Gutmann, 1993; Fox y Stran, 1997).8 Nosotros en ningún caso menospreciamos otras formas de protesta, ni mucho menos las actitudes sociales, que entendemos se compaginan, en el sujeto y en el tiempo, con las resistencias cotidianas, las actitudes de consentimiento, objetos de nuestro interés en otros trabajos.9
Al esencialismo y a la exclusividad, que suponen dos elementos fuertemente censurados de la teoría scottiana, se une otra crítica, la realizada a partir de la lectura de la tesis de M. Gluckman. Dicha crítica radica en señalar que la aceptación de las premisas de Scott supone la consagración de la resignación como característica del campesinado, pues en ningún caso la resistencia cotidiana pretendería un cambio en las estructuras de dominación, más bien serían una muestra de adaptación pragmática (o acomodación) a estas.10 El tema de la eficacia de estas armas del débil ha dado lugar a controversias entre diferentes autores pero, en nuestra opinión, es incuestionable que provocan impacto en las esferas de dominación, por lo que erosionan y limitan su hegemonía en ciertos aspectos.11 La resistencia cotidiana y las armas del débil en torno a las que se articula tienen al menos tres consecuencias de gran relevancia: la mejora del bienestar de sus protagonistas (alivia sus condiciones de vida), el desgaste de leyes y disposiciones por acumulación de actos de resistencia y, por último, la posibilidad de una actividad política abierta ulterior.12
Al analizar las diferentes formas de resistencia civil o, lo que es lo mismo, los diversos recursos puestos en práctica por parte de la población rural gallega para enfrentarse a la hegemonía impuesta por el régimen franquista en sus primeras dos décadas de vigencia, se nos plantea una serie de desafíos. Uno de ellos está en la definición y precisión de la propia noción de resistencia. El marco conceptual debe responder a una dimensión histórica, pero también a la renovación y a la inestabilidad de muchas de las categorías para asumir su complejidad a la hora de hacer una representación de la realidad social. Tiene que ser capaz de articular y jerarquizar los diversos componentes, definir qué prácticas pueden ser caracterizadas como un comportamiento comprometido o cómo conformar la compleja imagen colectiva derivada de la aplicación de este modelo analítico que no implica una versión de orden cuantitativo. Los nuevos aportes sobre el estudio de la «resistencia», amén de reflejar el debate historiográfico generado alrededor de la propia categoría del objeto, requieren el desarrollo de un análisis de corte interpretativo, concebido como una contribución al replanteamiento de la resistencia durante el periodo franquista en el agro gallego. El «pueblo» difícilmente es una masa monolítica y es, precisamente, la relación entre la política y las masas lo que requiere ser examinado, no presupuesto. La hegemonía del Estado franquista no fue absoluta, los más débiles socialmente no aceptaron con sumisión la ideología de los ganadores de la Guerra Civil ni se sometieron mansamente a la autoridad. La normalidad y cotidianidad de las manifestaciones de indisciplina e indocilidad tornan significativas este tipo de prácticas. La amplitud de la resistencia no debe ser subestimada: la indiferencia ideológica y la apatía son factores que afectan a la capacidad combativa, al potencial productivo y a la tan anhelada «paz social» de los sublevados.