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LA RESISTENCIA CIVIL EN EL AGRO GALLEGO EN LAS DÉCADAS DE LOS CUARENTA Y CINCUENTA

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El régimen franquista nació para imponer su ideología y para reprimir cualquier forma de conflicto, para obtener, por tanto, la paz social. Hasta ahora se ha mantenido que en el agro gallego se obtuvo plenamente tal objetivo, al menos durante las primeras décadas de su existencia, pues la resignación social parecía total, ya fuera por la intensidad de la represión, ya por el control social, ya por la afinidad de la población rural para con los principios del régimen o el total acuerdo con sus disposiciones.

A primera vista parece que existe un desfase entre la situación socioeconómica empobrecida de los labradores gallegos y una posición no correspondientemente activa y contestataria, sino, por el contrario, resignada y fatalista. Y para este embarazoso conservadurismo es para lo que se intenta encontrar una explicación. El aparato propagandístico siempre dio gran relevancia a la existencia de un amplísimo soporte popular al régimen. La asistencia masiva a los grandes actos de apoyo y exaltación de los principios del régimen y de sus autoridades es la evidencia que de este apoyo popular recogen los periódicos y la radio. Pero que la mayoría de la población había optado por una vida discreta que no llamase la atención no implica que no hubiera quien mostrara su disconformidad con el régimen de manera puntual, de forma aislada, o que se negara a obedecer a sus llamamientos. El franquismo manipuló los medios de comunicación para justificar su dominación, pero existió un amplio sector de la población que, sin tener antecedentes izquierdistas, sin haber colaborado en contra del golpe de Estado, se vio desfavorecido por determinadas políticas puestas en marcha por el régimen y mostró su descontento y/o protestó. Esta actitud de rechazo era claramente percibida por las autoridades franquistas, aunque públicamente afirmaran lo contrario. Como bien destacó Ian Kershaw (1983) para la Alemania nazi, una cosa es la «opinión pública», construida por la propaganda del régimen, y otra es la «opinión popular», condicionada pero independiente de la anterior, en la que se expresaba el disenso con respecto a las medidas estatales.

La visión de una Galicia sumisa y afín al régimen es la que se refleja en la prensa y en los discursos en los que no se deja de alabar sus múltiples contribuciones a la «causa». No es preciso recordar la importancia dada por el régimen a las centrales propagandísticas y al control de los medios de comunicación, con el fin de hacerse presente en el día a día de la población. El aparato policial era el único que igualaba en categoría al propagandístico, encargado de censurar y lanzar consignas que, por repetidas y publicitadas, se convirtieron en aceptadas. La censura constituyó la principal herramienta de deformación de las «valoraciones fuertes» que la población rural tenía sobre sí y sobre lo que estaba sucediendo. Luis Moure Mariño afirmaba que «Galicia se sumó al Movimiento de una manera espontánea, sencilla, desbordante de limpia naturalidad» (Moure, 1939).17 Y el general Cabanellas calificó de «despensa y criadero» el papel de Galicia en la Guerra Civil. Antonio Rosón escribía en El Progreso de Lugo:18

Desde el Glorioso Alzamiento Nacional podemos sostener con legítimo orgullo que la provincia de Lugo (...) no aparece ya como una comarca inédita. Aquello de la inacción y pasividad de Galicia con un género especial de vitalidad resignada queda para siempre desmentido por el hecho de su magnífica contribución a la guerra; tan considerable que mereció el reconocimiento del Caudillo en el discurso del 21 de agosto al decir que «un 50 o 60 por 100 de las columnas llevaba sangre gallega». Y si de esta aportación de sangre –la más valiosa y decisiva– descendemos al orden de la economía de guerra, también se recuerda con cifras impresionantes lo que respecto al abastecimiento hizo entonces nuestra provincia (...).

En los informes de la Delegación General de Seguridad sobre la provincia de Pontevedra en 1942, se comenta:

a excepción de la capital, fue siempre una de las más apolíticas de España (...) salvo raras excepciones estaba al margen de la política y giraba alrededor de los que mandaban: los caciques, durante el golpe el pueblo reaccionó, incluso la masa obrera, numerosa en Vigo y esclava de la tiranía marxista (...) por aquí pasados los primeros apuros fue todo alegre y fácil (...) por eso la retaguardia funciona tan bien...19

«Agricultores y ganaderos, que forman el total de la población de la provincia, se agrupan con un sentido pleno de unidad al lado de todo lo que representa el Caudillo», señalaba el jefe provincial de Falange de Lugo para comenzar sus partes mensuales sobre el «ambiente» en 1946.20 El ingeniero de montes Martín Lobo, en el año 1965, con motivo de la conmemoración de los «25 Años de Paz», afirmaba que en todo el tiempo transcurrido desde 1936 el rural vivía una auténtica «paz octaviana» (Rico, 1999: 374). Para argumentar su discurso propagandístico la dictadura realizaba una exposición de los que consideraba sus principales logros (hectáreas de monte repobladas o realizaciones en la política de colonización o en su «obra social»), donde los labradores eran presentados como convencidos de las virtudes de las políticas de Franco. Se instrumentalizó una imagen tópica (que los resultados de una década de investigaciones desde la economía y la historia agraria desmienten) de un campesinado ajeno a la conflictividad consustancial a otras formaciones sociales agrarias. Se destacaba, con un fin apologético-instructivo, su carácter servil, su falta de conciencia de clase y su arraigado individualismo. Estas características, repetidas hasta la saciedad, conformaron una tan intencionada como distorsionada imagen del conservadurismo tradicional y esencial de los sectores campesinos (Soutelo y Varela, 1994). Lo que sí es cierto, como argumenta Julia Varela (2004), es que la retórica oficial del franquismo pudo ejercer una cierta influencia en la representación que de sí mismos hicieron los labradores, lo que conllevó la desvalorización y el olvido de acciones y actitudes que rompieran esa idealización.

Las apariencias relegan al terreno de lo inexistente lo que sí parece tener cabida en otras zonas de España, incluso de la España que también formó parte de la retaguardia de los sublevados y que acertadamente verbaliza Rafael Cruz:

al ser la respuesta de las autoridades franquistas desproporcionadamente represiva, numerosos individuos, grupos sociales y asociaciones políticas, si bien en ocasiones se enfrentan directamente al régimen, han ido inventando y articulando una acción colectiva diferente, menos costosa, más formativa, que permitirá la creación y la extensión de una cultura política ampliamente compartida en total pugna con la cultura política gubernamental. Esta movilización del consenso y resistencia elíptica no condujo a una lucha en la calle ni se dilucidó en campo abierto, sino en los escenarios y plateas de teatros independientes, libros muy asequibles, revistas, cines, y a través de otras redes sociales de comunicación y actuaciones colectivas que no cesaban de significar protesta, al comunicar, difundir, extender una definición antifranquista de la situación española, y al crear y propagar un sentido de injusticia ligado a la naturaleza del régimen (Cruz, 1998: 145).

Nuestro objetivo es aprehender estas formas de disenso en la actitud de la población rural, porque el régimen podía promulgar muchos tipos de medidas y eran numerosas sus intenciones, pero ¿consiguió hacerlas cumplir tal y como anhelaba?, ¿hasta qué punto tuvo éxito en la imposición de gran variedad de medidas promulgadas en lo que afectaba al rural?, ¿tuvo que enfrentarse a algunas limitaciones y adaptaciones su éxito? Se trata de dibujar la naturaleza de la resistencia civil para poder confirmar el tópico que describe la actitud de la población como resignada o, por el contrario, desecharlo y proceder a su matización. Igualmente se plantea el objetivo de comprobar si es posible considerar la resistencia civil como un movimiento de masas, teniendo en cuenta que ser contrario a las disposiciones del Estado no equivale a optar por la resistencia mecánicamente como modo de actuación.

Comenzamos, antes de entrar en materia, por dejar claros los presupuestos que nos mueven en este punto. Entendemos que no conduce a nada situar en los extremos la interpretación de las actitudes propias de la resistencia civil: no son muestra de un implacable antifranquismo, pero tampoco remiten a una realidad falta de significado. Son evidencia de una conflictividad inscrita en la cultura política del campesinado. Su alcance social es indiscutible, al igual que su capacidad movilizadora. En muchos casos es una conflictividad de baja intensidad vinculada a la cotidianidad, que consigue relevancia en el contexto en el que surge porque provoca la aparición de focos de tensión entre la sociedad y el régimen dictatorial. Se trata de acciones que subrayan la voluntad de conservar principios propios y que implican la habilitación de herramientas que mejoran sus condiciones de vida. Son elementos indicativos del rechazo y de la desaprobación con los que el régimen implantó sus políticas y con los que convivieron sus formas de actuación, pero están muy lejos de suponer la repulsa del sistema o un sentido antifranquismo. Debemos tener presente, también para conseguir una interpretación certera sobre la conflictividad, que uno de los principios básicos que decían defender los sublevados era el orden. Su obsesión por conseguirlo llegó a convertirse en una necesidad psicológica, en un argumento al que recurrir con frecuencia para justificar sus actuaciones. Esta fijación provocó a una confusión entre lo que era «orden público» y la disidencia política, asimilándose ambos conceptos como un todo homogéneo. El paso siguiente fue tratar de mantener la paz social a toda costa, por lo que la represión de la conflictividad alcanzó niveles ciertamente extremos.

La derrota de lo épico

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