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LA CULTURA DE RESISTENCIA
ОглавлениеLa constatación de que el repertorio de formas de conflictividad ha permanecido, en esencia, estable subraya la impronta de la memoria grupal como estructurante de las elecciones de sus modos de actuar. El repertorio de protesta campesina no cambió. Cambiaron, eso sí, las formas dominantes de acción que se adoptaron en los distintos momentos históricos. Es decir, dependiendo de cambios estructurales subordinados a la naturaleza del poder e incluso de los cambios culturales, variaron algunas formas de protesta en su grado cualitativo y significativo, pero el repertorio básico se mantuvo incorporando las novedades. Las fórmulas empleadas más asiduamente se convirtieron en las distintivas de la protesta campesina, primero porque eran el instrumento socialmente más aceptado, segundo porque estaban consolidadas en los repertorios de acción y tercero porque estaban insertadas en la cultura de los protagonistas de la protesta.
Por tanto, las formas de protesta empleadas durante el periodo franquista no son específicas de esa etapa histórica ni de la región geográfica en cuestión. Los modos de protesta que define el repertorio son sociológica e históricamente distintivos de las clases subalternas, especialmente del campesinado, porque parten de un acervo histórico, de un pasado común, de una «cultura de resistencia» que proporcionan recursos que la población puede aprovechar en los márgenes que un Estado como el franquista, en proceso de consolidación o ya consolidado, daba. La razón por la que formas históricas se actualizan está en que la sociedad rural que vivió el franquismo en Galicia, como en otros espacios rurales y bajo otros sistemas políticos análogos a este en lo relativo al grado de opresión, había adquirido dicho repertorio en el proceso de aprendizaje social.
Para solventar este punto, resulta necesario entrar en el tema de la «experiencia», en sentido thompsoniano, como elemento mediador entre la estructura y el proceso histórico. Es decir, sentar las bases de la impronta de las actuaciones pasadas. Es posible diferenciar dos modalidades de actualización social del pasado que explican el uso de estas formas de protesta histórica. Una es la reactivación práctica de las maneras de hacer, de sentir y de percibir típicas de un determinado grupo. En esta modalidad, la continuidad de las prácticas tradicionales de protesta (o de otro tipo) no es necesariamente conciencializada por los agentes y, cuando lo es, no constituye un referente ni el motivo de la acción.7 El otro modo de actualización social de las prácticas del pasado, y del pasado en sí mismo, consiste en su representación, tanto en la acepción cognitiva como en la acepción dramatúrgica del término. Narrativas comparativas sobre tiempos pasados, muchos rituales y celebraciones conmemorativas son ejemplos de este tipo de actualización.8
Ya que los repertorios de protesta son, a la vez, «recursos de los miembros de la población y formas culturales de la población» (Fernández y Sabucedo, 2005: 31), la razón de la puesta en práctica en el rural gallego de unas actuaciones y no de otras diferentes se explica en gran medida en función de los recursos que proporcionaba su cultura de resistencia, matizados por el contexto político existente. Y, si como se ha señalado, los modos de protesta recogidos en este caso no distan de los que otros historiadores han observado en las zonas rurales de otros países que tuvieron un régimen análogo fue, más que por la similitud de las actuaciones estatales, por la existencia de una cultura de resistencia semejante en el conjunto del campesinado europeo.9 Es más, las formas estudiadas no varían en demasía de las que otros autores, especialmente antropólogos, han recogido en sus investigaciones sobre sociedades rurales extraeuropeas e incluso históricas, aspecto explicable en virtud de lo que Pierre Bourdieu denomina «homogeneidad de las condiciones de existencia». Según su argumentación, la homogeneización de los hábitos de grupo o clase que resalta esta similitud de las condiciones de existencia es lo que posibilita que las prácticas puedan estar objetivamente concertadas, sin cálculo estratégico alguno ni referencia consciente a una norma, y mutuamente ajustadas, sin intervención directa alguna y sin concretización explícita. Así, la reivindicación de la explotación o del desequilibrio en la distribución de bienes y servicios, simbólicos o materiales, como principal impulsor de la «homogeneidad de las condiciones de existencia» (Bourdieu, 1991), permite hablar del campesinado como grupo, como colectivo, aunque sin perder de vista los perfiles cambiantes y la autopercepción que los campesinos tienen de sí mismos.
Lo que los campesinos comparten es un sistema de valores morales, culturales y ecológicos, lógicas clasificatorias, principios interpretativos y orientadores de sus prácticas que pueden definirse como conciencia colectiva. Si los individuos actúan desde criterios culturales compartidos es porque existen representaciones de la realidad imposibles de ser destruidas, representaciones que son producto de la agregación de preferencias o ideas individuales.10 Esto es lo que encierra la noción durkheimiana de «representaciones colectivas», una forma más concreta de referirse a los hechos inmateriales que la idea de «conciencia colectiva» y que, según Durkheim, conforman en conjunto el sistema cultural, la estructura simbólica y la cohesión social de una colectividad. Estas representaciones, como explica Beriain (1990), en la medida en que son compartidas definen grupos por aquello que sus miembros tienen en común, más allá de las diferencias, y llevan a entender los procesos que facilitan interpretar y construir la realidad de manera grupal. Tal es el caso de las comunidades campesinas, en las que predominan las representaciones colectivas que cubren y dotan de unidad a toda una serie de factores institucionales, territoriales y ecológicos por encima de divisorias clasistas, de estatus, de facción o de género.
Son estas representaciones las que proporcionan a los sujetos individuales los parámetros con los que actuar, con los que relacionarse con sus semejantes y con el mundo exterior a la comunidad. Y dichos parámetros no son cálculos objetivos, sino «valoraciones fuertes» sobre las más diferentes realidades y los más variados ámbitos.11 Son estas apreciaciones compartidas las que sirven para sustentar la identificación de la comunidad, y solo a través de ellas se puede formar la identidad individual. Ayudan, por lo tanto, a dar forma a su autopercepción y a sus modos y motivos de acción.
La impronta indeleble de la «cultura de resistencia» es la que determina la génesis histórica de los modos de resistencia y fundamenta la tipología elegida por el campesinado gallego para defender sus intereses. Así, no es de extrañar que este, en sus formas de protesta ante el franquismo, se muestre deudor de aquellos modos con los que trataba de minimizar y adaptar las amenazas históricas para su supervivencia y reproducción, tales como la expansión de la economía capitalista y la consolidación del Estado liberal, y ya anteriormente, en el Antiguo Régimen, los derechos señoriales o las crecientes exigencias fiscales por parte de la nobleza y de la Iglesia.
Por tanto, existía en el agro gallego una tradición de conflictividad, susceptible de ser enmarcada en el tiempo largo que conformaba parte de la cultura campesina, que será la que defina la que se accione en las primeras décadas del franquismo.
Como ha expresado la sociología dualista desde F. Tönies en adelante, el asociacionismo moderno nace de una previa desestructuración de la comunidad y de un cierto nivel de despersonalización de las relaciones sociales.12 En Galicia, los años del asociacionismo moderno –años en los que se había aprendido a actuar mediante acciones colectivas que requerían métodos de participación institucional (voto) y canales de participación política formales y convencionales (manifestaciones, huelgas, etc.)– puede que afectaran en cierta medida a los lazos comunitarios, obligándolos a una nueva adaptación. Pero fueron solamente treinta, un periodo demasiado pequeño para erosionar unas prácticas comunitarias seculares. Tanto es así que, como ya se ha señalado, el repertorio de formas de protesta en el periodo en el que estuvo vigente el agrarismo, pese a ampliarse, no desterró prácticas ya establecidas, de manera que las fórmulas dominantes de acción no resultaron erosionadas, ni cualitativa ni significativamente, sino solo desplazadas en su condición de preeminentes frente a las formas organizadas de protesta.
Evidentemente, el cuestionamiento del sistema de gestión comunal y la penetración del individualismo en la mentalidad campesina durante el siglo XX incorporaron elementos desestructurantes novedosos que iban en contra de los pilares de la comunidad –como la ética de subsistencia–. Pero, aun así, al menos durante las primeras dos décadas del franquismo, será la comunidad rural la que demuestre su fortaleza, hasta convertirse en el sostén de la conflictividad.
La comunidad es una agrupación humana que ha sido concebida teóricamente como «preindustrial», evidenciando un prejuicio bastante arraigado en las perspectivas de la economía clásica y en las teorías de la modernización: la incapacidad de los entramados comunitarios para adaptarse a los procesos de evolución del campesinado propios de la contemporaneidad. Basta hacer referencia a los tópicos asumidos desde la teorización de Weber sobre comunidad y mercado, como conceptos antagónicos, y las asunciones teóricas marxistas de la comunidad rural, con la idea de subsistencia y con el principio del inmovilismo, refrendando una visión con tintes legendarios de comunidad cerrada identificada por Eric Wolf. Pero la permanencia de la comunidad rural trasciende en el tiempo y su desaparición parece no haber finalizado en el periodo de nuestro estudio. No se trata, ni mucho menos, de negar que la introducción de las lógicas de mercado y la acción estatal pusieran en entredicho y desafiaran el entramado de valores y sistemas de solidaridad que la definen.13 Entendemos además que la cultura de resistencia no es privativa de las comunidades rurales, sino que también es propia de otros agregados que están bien lejos de caracterizarse por estar cerrados y ser ajenos a las influencias exteriores.14
Es necesario introducir una precisión conceptual. Hablamos de comunidad para remitir a un tipo de prácticas culturales y materiales que no están institucionalizadas o formalizadas, sino arraigadas en la costumbre. No pretendemos dar idea de unidad ni de homogeneidad de la comunidad rural a partir de estos preceptos y caer en falaces romanticismos: ni colectivismo, ni igualitarismo, ni aislacionismo son sus características definitorias.15 Las comunidades tienen intereses comunes, pero sus componentes se diferencian por sus distintas posibilidades de acceso a la propiedad y a los recursos, al control de las decisiones o al poder local, y por una marcada gradación económica, cultural, etc. Las comunidades rurales gallegas se caracterizaron históricamente por su diversidad, por el interclasismo y por las relaciones de reciprocidad asimétricas que de estas desigualdades se derivaban. Una comunidad, en puridad, es un agrupamiento de individuos envueltos en patrones de interacción regular dentro de una gran heterogeneidad. Esta realidad no está enfrentada con la existencia de cohesión, al contrario, solamente rompe con la idea mitificada de la comunidad unitaria y sin conflictividad interna.16 La única uniformidad es la que remite a ciertas pautas culturales, como la cultura de resistencia, y que entra en juego, sobre todo, en momentos de conflictividad exterior, cuando la comunidad se ve interpelada directamente. El sentido de pertenencia a esta subyace en la defensa de la economía moral thompsoniana, definidora de lo que se considera éticamente justo o injusto. Esta operará por tanto como movilizadora de los individuos que constituyen la mencionada comunidad.
Como señalan X. Jardón et alii (1997a) no se puede dejar de reconocer la capacidad de adaptación de las estrategias de resistencia campesina con respecto a la naturaleza del poder al que se enfrentan en cada época histórica. Pero tampoco se puede obviar que el repertorio de protesta estaba conformado por unas formas básicas que se mantuvieron en el tiempo y que fueron simplemente actualizadas para convertirlas en más efectivas, tanto para conseguir sus fines como para evitar la represión. Convenimos en que los diferentes repertorios de protesta puestos en práctica están vinculados al contexto en el que surgen, pero también que son el resultado de una historia compartida y de los constreñimientos estructurales y culturales de los protagonistas de la dinámica de conformación.