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LA ACCIÓN ESTATAL
ОглавлениеNo se puede emprender el estudio de la resistencia de la población rural gallega durante las primeras dos décadas de franquismo sin situar histórica y culturalmente los modos con los que esta había mostrado su descontento frente a lo que sentía como una imposición perjudicial para sus intereses. En la conformación de los repertorios de protesta son básicos dos aspectos sobre los que trataremos a continuación: la actitud del Estado con respecto a lo que considera subversivo y la formulación que tradicionalmente reflejaban las protestas ante otros grupos sociales u otro ente (el Estado principalmente) que hubiera sido conceptuado como agresor.
La primera de dichas cuestiones definidoras de la naturaleza y la forma de conflictividad adoptada (y en consecuencia explicativa de la que se desecha) va a ser establecida durante los primeros días que siguen al golpe de julio de 1936 e irá pareja a la aplicación de la represión contra todo aquello que sea ajeno o contrario a los postulados nacionalcatolicistas del nuevo Estado (lo sea de manera real o potencial). La represión marcará de un modo tal a la sociedad que se conformará como un elemento central en la explicación de la ulterior resistencia que esta protagonice. La violencia puesta en práctica hace sentir al conjunto de la población la presión de un Estado policial que la controla en todo momento y de una Administración (apoyada en fuerzas de seguridad y en la parte afín de la sociedad) que muestra una capacidad imperturbable de imponer su voluntad. La vida cotidiana en el campo se vio coartada por la presencia física de personas (Ejército, Guardia Civil, falangistas, etc.) a las que les era posible escrutar cada actitud y censurar cualquier forma de desobediencia, por mínima que esta fuera.
La represión, su grado y nivel son, por tanto, la realidad de la que debemos partir para encuadrar y valorar las muestras de conflictividad. Los estudios empíricos sobre represión e historia local con los que contamos (Juliá, 1999 y 2000; Casanova, 2002; Eiroa, 2006; Prada, 2010) revelan que la intención básica de los sublevados estaba en eliminar a los disidentes y someter al resto de la población a la ideología imperante a través de instrumentos férreos de dominación que impidieran la acción de futuros y potenciales disidentes y consiguieran su sujeción a las nuevas autoridades.
En Galicia contamos con un gran volumen de obras que se ocupan del estudio y análisis de la represión a diferentes niveles y todas ellas refrendan este carácter aleccionador de la violencia puesta en marcha por los vencedores de la Guerra Civil.1 La minuciosidad y riqueza de buena parte de estos estudios nos eximen de tener que hacer hincapié en lo que fue dicho fenómeno represor. En lo que sí cabe insistir, como dejan bien claro todos los estudiosos del fenómeno, es en el alto grado de represión sufrido por la población rural. Este puede ser explicado únicamente en virtud de la identificación de Galicia con un territorio hostil a los sublevados debido a la extensiones de los movimientos sociales de izquierda, del republicanismo y del galleguismo, a la fuerte implantación del societarismo agrario de izquierdas y al bajo nivel de afiliados a Falange. Como ya hemos señalado en otro lugar (Cabana y Cabo, 2006), a la hora de analizar específicamente la represión del movimiento agrarista, se trata de un claro ejemplo de profundidad, minuciosidad y duración de todas las vertientes posibles de la represión. La represión directa (ejecuciones, fusilamientos, encarcelamientos), la represión económica (multas, requisas), la social (depuraciones, degradaciones) y la psicológica (imposición de la moral cristiana, del pensamiento nacionalista español, obligatoriedad de la sindicación) fueron una constante para todos aquellos que habían tenido algún tipo de participación en la articulación social y política que se había vivido en Galicia en el periodo de preguerra. Al desmantelamiento de los referentes físicos de un pasado politizado, se unió la damnatio memoriae del caudal de experiencias de organización rural del primer tercio del siglo XX dictada por las autoridades franquistas, que consiguió borrar no solo el legado material de este sino, en buena medida, su lugar en la memoria histórica.
Traer a colación la dureza de la represión desplegada por el franquismo en Galicia, y en concreto en la Galicia rural, es una premisa necesaria para valorar en su justa medida las manifestaciones de conflictividad y protesta que en los años cuarenta y cincuenta tienen como protagonistas a sus habitantes. Porque, salidos de un episodio de represión que afectó a todos los niveles, conscientes de la criminalización que el nuevo Estado había hecho de la asociación y la politización, y amedrentados por el alarde de fuerza exhibido, muchos fueron los que dejaron traslucir rechazo y malestar social.
Durante el franquismo, las formas adoptadas por la conflictividad quedan en ocasiones confinadas al ámbito de lo privado y generalmente se vuelven parte de lo cotidiano. Para muchas comunidades, el contrabando o llevar ganado a pastar a un monte vecinal repoblado eran actitudes necesarias para su reproducción económica, pero también eran rupturas conscientes de las disposiciones del poder político dominante. Estas y otras muchas actitudes, casi siempre iniciadas con anterioridad al propio régimen autoritario, se inscriben y mezclan con estrategias y modos de vida. Son manifestaciones más sutiles que las transgresiones abiertas y evitan o suavizan, por serlo, perjuicios como multas, procesos judiciales o incluso la prisión. Son las muestras de conflictividad y, por lo tanto, de resistencia civil más racionales ante la postura de un Estado negador de toda «válvula de escape» (Gluckman, 1954) o espacio para cualquier tipo de disidencia.
Como señala James C. Scott,
según las circunstancias a las que se enfrentan, los campesinos pueden oscilar entre la actividad electoral organizada y los enfrentamientos violentos y los actos silenciosos y anónimos de retrasar el trabajo y sus frutos. Esta oscilación en algunos casos puede deberse a cambios en la organización social del campesinado, pero es igualmente posible, o quizás incluso más, que se deba a cambios en el nivel de represión (Scott, 1997: 36).
El acceso al poder de los sublevados supuso el inicio de la transformación de las estructuras sociales, de las élites, de la política y de las instituciones preexistentes. Esta inversión del orden imprimió un carácter específico a las formas de protesta rural. Bajo el régimen franquista toda protesta abierta y opinión crítica directa condenaba a sus protagonistas a ser objetivo prioritario de represión, de ahí que la resistencia política activa (cuya actuación más destacada era la lucha armada) y la conflictividad basada en formas propias de los movimientos sociales tomaran carta de naturaleza muy rara vez en el campo gallego, restringiéndose estas últimas a las décadas finales del régimen. Los individuos, campesinos o no, no participan de formas de protesta que consideran inviables, y las formas abiertas y organizadas dejaron entonces de ser una opción racional para la mayoría. Ante esa inviabilidad, el campesinado optó por poner en marcha otro tipo de tácticas para expresar su descontento y hacer patentes sus demandas. Métodos que, cuando menos a priori, supusieran menos costes.
Apoyamos la premisa verbalizada por Rafael Durán cuando sostiene que
la percepción que puedan tener los colectivos sociales inmersos en situaciones conflictivas respecto de oportunidades o constricciones de sus movilizaciones es determinante en la configuración del repertorio de formas de lucha susceptibles de emprenderse en un contexto de cambio de régimen político, así, optan por unas u otras acciones colectivas en función de la alteración o continuidad de la relación costes-beneficios percibida en su interacción con los que ostentan el poder estatal... (Durán, 2000: 38).
Para Bert Klandermans (1997 y 2000) los costes percibidos son un importante motivo que modula y explica la ausencia/presencia de acción colectiva. Entiende este autor que estar motivado para intervenir en acciones colectivas está vinculado a la percepción de los costes y beneficios que ocasiona y/o reporta la participación y que se deben tener en cuenta tanto los costes personales (tiempo, dinero, problemas con las autoridades, económicos, etc.), como los costes «normativos», aquellos derivados de la presión ejercida por familiares, amigos y vecinos.
Por tanto, las formas que adoptan los conflictos responden a una multitud de condicionantes. Entre ellos, el escenario que el sistema político de cada momento impone. Seguimos a Tarrow (1997) y a Tilly (1986) cuando señalan que la acción colectiva se desarrolla a partir de las disponibilidades de participación que aporta el Estado. Es el poder y sus normas quienes definen qué es considerado conflicto en cada régimen y en cada momento. La manera en que las formas de protesta son perseguidas, sancionadas y reprimidas, en función de la coyuntura política, aporta un claro indicio del margen de tolerancia existente y de qué es considerado «desviado» e incluso «subversivo» por parte del Estado. La visión que este tiene de las diversas acciones y sus reacciones ante estas contribuyen a definir su significado, a falta de poder inferir las motivaciones de los que las protagonizan. El Estado ocupa así un papel central en el análisis de la conflictividad y la resistencia civil.
En el caso del Estado franquista, todo aquello que iba en detrimento de sus presupuestos era reprimido y conceptualizado como delito y muestra de un potencial antifranquismo. En la efectividad de sus medidas de represión descansa, en buena medida, la configuración de las formas de protesta social, ya que es su validez la que obstaculiza severamente unas formas, mientras que su ineficacia potencia otras.2
En la Galicia rural de los años cuarenta y cincuenta, como en el conjunto del país, la vida cotidiana se vio criminalizada, dado que su control, y en muchos sentidos su desarticulación, constituía un interés supremo para el régimen. La esfera de las relaciones acabó por estar sometida a un especial escrutinio y los desvíos cometidos con respecto a sus normativas eran vistos como muestra de hostilidad. El franquismo convirtió en un delito muchos comportamientos propios de la costumbre, con lo que consiguió reforzar los principios de jerarquía y subordinación social de los que hacía gala. Y para controlar los comportamientos de la población y criminalizar sus actos cotidianos se primó la presencia de lo que Ramón García Piñeiro denomina con acierto una «tupida red de uniformados» (García Piñeiro, 2002), compuesta por policías, falangistas, curas y militares.
El similar carácter represivo de los regímenes fascistas es, evidentemente, junto con la existencia de una legislación pareja en lo referido a las políticas que se han de implantar en el medio rural, uno de los motivos de la similitud de las formas de protesta en el mundo rural europeo en el periodo de vigencia de tales sistemas. Debe reconocerse que la diversidad y la naturaleza de las formas de conflictividad guardan una estrecha relación con las características del Estado en cuestión. Así, por ejemplo, el horizonte de las protestas en los países ocupados por los nazis dependió del nivel de imposición ideológica implantada sobre la población autóctona, que variaba de acuerdo con la visión que el ocupante tenía de la población en cuestión y de la libertad concedida para actuar.3 Y, al igual que en la era pos-Stalin en los países del este de Europa, el franquismo y sus fuerzas represoras tenían un efecto profiláctico tan importante como punitivo, es decir, existía una fuerza disuasoria general. El régimen se encargaba de hacer patente lo temible, que podía verse envuelto en «indeseables» actividades potencialmente conflictivas, aspecto que se debe tener presente a la hora de hacer consideraciones sobre las acciones de protesta existentes.4
Como hemos señalado, un fenómeno como la conflictividad rural está muy condicionado por la evolución del escenario histórico global, de forma que sus motivaciones, objetivos y estrategias varían, al tiempo que lo hacen estas condiciones generales. Pero, pese a la innovación de las fórmulas que se detectan en un proceso histórico, los modos en los que esta se manifiesta son deudores del acervo cultural de la población que los protagoniza y, por lo tanto, tienen mucho de estructural. En este sentido, entendemos que analizar la conflictividad desarrollada en el rural gallego en etapas anteriores al periodo franquista es un paso necesario para reflexionar sobre las líneas de continuidad y de ruptura que esta presenta en esa etapa concreta.
Las formas de protesta que adquieren los conflictos con la Administración franquista denotan una ruptura evidente con la etapa inmediatamente precedente (1900-1936), consecuencia de la destrucción de anteriores instrumentos de organización. Pero si por algo se caracterizan en su conjunto es por suponer una reactivación de las formas que históricamente habían definido la conflictividad campesina. Hablamos de reactivación y no de recuperación, ya que en ningún momento como durante la Segunda República, ni cuando existían otras opciones para canalizar la protesta, fueron abandonadas estas formas propias de las comunidades campesinas.5
No se trata, como hacían los líderes agraristas del primer tercio del siglo XX, de retrotraerse a la invocación de las revueltas irmandiñas del siglo XV para seguir las pautas definitorias de ese repertorio. El referente histórico se sitúa en el siglo XIX, más concretamente en la segunda mitad de la centuria, pues es en ese momento cuando la conflictividad rural empieza a hacer frente a la presencia de un Estado en constante consolidación y, por lo tanto, cada vez más presente y controlador de la vida cotidiana. En ese periodo se encuentra el germen de la actuación llevada a cabo durante la dictadura franquista, en tanto que el objeto de conflicto es un Estado que es sentido como opresor. Hasta el ochocientos la conflictividad se caracterizó por la abundancia de estrategias de bajo riesgo, a la manera de «resistencia cotidiana» scottiana –robos menores, boicots, falsa ignorancia, trabajo lento, pequeños incendios, etc.– (Scott, 1976 y 2003), con momentos puntuales en que se accionaron formas abiertas de protesta, como la presentación de pleitos o la realización de motines. Todos los episodios de conflictividad que tomaron la forma de acción colectiva estuvieron motivados por las injerencias de la nobleza y la Iglesia, interpretadas como agresión por las comunidades rurales. Los principales motivos de conflicto fueron las amenazas a la seguridad de la tenencia de tierra, las trabas al aprovechamiento de los montes, los derechos jurisdiccionales de los señores y las crecientes exigencias económicas de los diezmos y otros impuestos señoriales, como bien ha documentado Pegerto Saavedra (2003).
Anxo Fernández (2000), Carlos Velasco (19995) y otros autores se han encargado de demostrar con sus estudios empíricos la falsedad histórica de la imagen tópica de un campesinado gallego decimonónico carente de conciencia social y de recursos culturales para movilizarse contra las formas de dominación ejercidas por las élites y el Estado. Una imagen ficticia, construida a consecuencia del tremendo impacto de la crisis de 1853 –cólera, plagas, hambruna, etc.– y de la consiguiente sangría poblacional, que llevó a la emigración masiva hacia Latinoamérica.
Cuando en el siglo XIX los liberales asumieron el rol que tradicionalmente ostentaban nobles y eclesiásticos, las formas de conflictividad se dirigieron contra la legislación que aquellos trataban de imponer. Hasta la década de los cincuenta la debilidad mostrada por el régimen propició que los campesinos gallegos incrementaran su conflictividad, maximizando formas como el fraude fiscal, el impago de rentas y los amotinamientos contra los aparatos fiscales y judiciales de las élites tradicionales. Como señala Sidney Tarrow (1997), la percepción de debilidad o de vacío de poder hace vislumbrar en los colectivos sociales posibilidades de radicalizar sus acciones de presión y protesta. Buena parte de los estudiosos de los movimientos sociales insisten en la importancia de la capacidad política y coercitiva de las autoridades en el estallido de las acciones colectivas, en el sentido de que la crisis política opera a modo de desencadenante de estas. Su situación de fortaleza o debilidad, en tanto que enfatiza o diluye el nivel de control social o represión con el que responden las autoridades, se convierte en un factor explicativo relevante del grado y las formas que adquiere la conflictividad. Es lo que Donatella Della Porta (1995) denomina policing of protest.
Hasta después del fin de las guerras carlistas, en 1840, y del paulatino asentamiento del régimen liberal, pese a los continuados enfrentamientos ideológicos y la precariedad económica, no cambiaron los objetivos de la conflictividad rural. Estos comenzaron a concretarse en las disposiciones estatales, más precisamente en el remozado sistema tributario, las nuevas formas de reclutamiento militar y la legislación forestal. Como clase subalterna que era, el campesinado entendió las atribuciones del Estado liberal como una fuerza externa que trastocaba sus marcos de existencia y autogestión y, en ese sentido, generadora y foco de conflictividad. La presencia de un Estado en proceso de consolidación provocó la desaparición de viejos motivos de conflicto, pero generó nuevas causas y, paralela y subsidiariamente, también nuevas formas de protesta. La resistencia frente a la penetración de la propiedad privada, las quintas o la desarticulación del comunal se manifestó a través de medios habituales y conocidos de acción colectiva, continuistas con los empleados contra los señores feudales. No obstante, con ellos se combinó otro tipo de protesta que, por sus características, no puede ser catalogada como acción colectiva, pero que no por eso dejó de ser lesiva para el Estado, que la consideró también punible. Así, métodos como la emigración o la automutilación, ambos mecanismos de resistencia ante el reclutamiento militar, se intercalaron con formas como los motines contra las contribuciones o los pleitos en defensa de los derechos de propiedad y uso de las tierras comunales, como bien ha relatado Xesús L. Balboa (1988 y 1990). Sin duda, la reforma agraria liberal se convirtió en el principal «pretexto para la acción» (González de Molina, 2000) y la protesta predominante tuvo las características de un conflicto comunitario en defensa de un modo de uso de los recursos y de un tipo de relaciones sociales, frente a la implantación de la propiedad privada y de la mercantilización cada vez mayor de elementos precisos para la producción y reproducción campesina.
El cambio más evidente en la tipología de formas de protesta en el rural gallego se operó en el primer tercio del siglo XX y se define como la adopción de fórmulas de asociacionismo que, vía agrarismo, asume una estructura estable e institucionalizada. Dicho proceso de autoorganización permite hablar de una comunidad campesina en camino hacia su transformación en sociedad civil a partir de la apertura de nuevos canales de expresión para sus reivindicaciones. El movimiento agrarista gallego supone una forma de movilización social que reacciona ante los cambios que la crisis agraria finisecular provoca en el mundo rural. Concretamente, se trata de una respuesta social ante los nuevos retos planteados por la reestructuración de la economía capitalista y la mundialización del mercado de productos agrarios. El agrarismo nació también al calor de la nueva estructura de oportunidades políticas surgidas en el cambio de siglo, como consecuencia del establecimiento del sufragio universal masculino en 1890, así como de la promulgación de la Ley de Asociaciones de 1887 y la posterior Ley de Sindicatos Agrícolas de 1906, que plasman el aumento de las posibilidades de acceso a la participación electoral y societaria.6
El agrarismo sirvió de canal de interacción entre élites procedentes del mundo rural y el campesinado, de vehículo de relación con el poder local, de entramado difusor del cambio técnico y de colchón atenuante de las transformaciones del mercado, así como, y es lo que aquí nos interesa, de catalizador del conflicto social en el medio rural. Entre 1900 y 1936 muchos de los motivos y de las formas de expresión de conflicto mantienen su carácter secular, pero aparecen nuevas formas y la acción colectiva consigue inéditas dimensiones en virtud de la aparición de soportes organizativos potenciados por el movimiento agrarista. El agrarismo conlleva nuevas formas de organización (sindicatos y sociedades) dirigidas a la compra colectiva de inputs agrícolas (fertilizantes, plaguicidas, semillas seleccionadas, etc.) o a la comercialización de la producción excedentaria (venta colectiva de ganado vacuno salvando intermediarios, etc.), pero también a la lucha colectiva, con un programa de reivindicaciones y un esfuerzo subsidiario de la acción estatal en ámbitos como el educativo o el de la divulgación agronómica. Hábitos colectivos como la participación en mítines o en las «fiestas agrarias» se generalizaron junto al uso de medios de protesta novedosos entonces como la huelga y la manifestación.
Estas formas colectivas de movilización que se institucionalizan a través de las sociedades agrarias tienen como complemento las fórmulas de bajo impacto que no desaparecen a pesar de que el marco político diera pie a las otras. Así, coexistieron con esas novedosas «formas ordenadas de protesta» (Cruz Artacho, 2000: 174) estrategias de protesta cotidiana. Precisamente, una relectura de estos espacios de conflictividad campesina muestra que estas formas de protesta encontraron acomodo en un escenario definido por la imposición del aparato estatal y en el proceso de diferenciación interna de la comunidad campesina gallega, todo ello por efecto del avance de la mercantilización de sus economías en su adaptación a las prácticas capitalistas. Son formas percibidas por el Estado como delictivas y, en puridad, no son ni más ni menos que el resultado de estrategias que pretendían mantener vigentes tradiciones en el sistema de producción y reproducción social ante las transformaciones provocadas por la consolidación del Estado.
Como hemos expuesto, la conflictividad histórica del agro gallego se define por la presencia continuada desde el Antiguo Régimen de formas como pleitos, fraudes, boicots e intentos de evasión que, durante una treintena de años (el primer tercio del siglo XX), compartieron protagonismo con huelgas o manifestaciones. Formas todas ellas dirigidas no a derrocar el orden establecido y provocar un cambio revolucionario del sistema político, sino a defender los modos de vida y a asegurar el mantenimiento de sus lógicas reproductivas, minimizando los aspectos más opresivos del sistema. Convenimos con Julián Casanova cuando señala que
los motines de subsistencia, las revueltas antifiscales, las roturaciones ilegales, la oposición a la pérdida de los derechos comunales o los motines antiquintas son fenómenos que influyen en la formación y ampliación del Estado nacional, mecanismos a través de los que políticos, élites sociales y económicas, y las clases populares disputan, y al disputar alteran, qué es el Estado, (...) y quién tiene acceso a los recursos (Casanova, 2000: 299).
Nuestro estudio indica que las formas que toma la conflictividad rural en Galicia durante el franquismo no son ni novedosas ni ajenas a las empleadas históricamente. Al revés, el repertorio de protesta se compone de fórmulas que le son propias y dan respuesta a sus lógicas y racionalidades. Es más, son formas que ya habían demostrado su valía en el curso histórico para frenar la extensión del poder de las élites o del Estado, es decir, las imposiciones de aquello que era visto como demandas no razonables e incluso ofensivas por parte del campesinado. La cuestión está, por lo tanto, en dar respuesta a cómo se llevó a cabo la actualización de las formas de protesta, qué permitió dicha «puesta al día» y en qué consistieron, de haberlas, las innovaciones introducidas en el repertorio, siempre modelizadas por la posición del Estado, o del poder en general, frente a la expresión de descontento y disconformidad.
Porque el potencial de comparación de la conflictividad existente no viene dado únicamente por la semejanza de la acción estatal frente a las comunidades rurales de países con regímenes comparables al franquismo. Como comenta Tilly (1986), el repertorio de actuaciones no es solo un conjunto de formas de acción colectiva practicadas, es una creación cultural que resulta del pasado de movilizaciones emprendidas hasta entonces, es la recuperación de formas de lucha que le son propias. En consecuencia, debe tenerse en cuenta como factor explicativo central de su naturaleza en la medida en que esas formas de lucha vienen determinadas por oportunidades y/o constricciones coyunturales percibidas por la sociedad. Es a partir de esta percepción, definida por la interacción con el poder estatal, desde donde se configura la panoplia de formas de protesta, como bien ha explicado R. Durán (2000). Resulta destacable, por tanto, la importancia de la huella de los fenómenos de conflictividad pasados, incluso históricos, cuyos modos pueden ser rastreados en las fórmulas presentes. Es este otro gran condicionante de la tipología de formas de protesta empleadas en el rural gallego durante el franquismo.