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CAPÍTULO 6
La huida hacia una vida bien lejos

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Mi padre, Salvador Ramos Sanabria, provenía en realidad de una muy buena familia. Se había criado en la zona de la Plaza del Príncipe, en una Santa Cruz en crecimiento, y agradable; que presumía de sus buenos modales de capital importante. Donde todavía la profesión, el apellido doble y las sanas costumbres, además de la presencia en misa los domingos, eran la mejor tarjeta de presentación entre sus habitantes. Esto lo leí en algún libro de historia local y me copio un poco para que ustedes me entiendan...

El hecho de que mi padre se casara con la hija de una familia con fincas de plátanos en el Sur podría haber estado bien para mis abuelos paternos, si mi padre sólo se hubiera concentrado un poco en elegir a la familia correcta.

Enamorarse de la víctima de sus propias alimañas fue un error. Un error que pagó con el destierro voluntario. La huida hacia una vida bien lejos.

Y para eso también estaba América. Para ir a buscar fortuna (como creía la mayoría de los canarios de aquellos años), y para escapar de la vida anterior e interior, como decidieron otros...

Cuando era chico y pensaba en mi padre, recuerdo que a veces no podía respirar... de las ganas que tenía de que volviera. Me dolía tanto su ausencia, su vacío, me dolía tanto que se hubiera ido.

Después, de mas grandecito, preferí imaginar que se fue porque se hartó de las maldades de mis tíos y de mi abuelo, –a mi madre se le escapaba de vez en cuando una justificación en voz alta– y un día, en un ataque de “no lo soporto más” se subió al maldito barco que lo llevó a la próspera Venezuela.

Fue en aquel país hermano donde nos creímos mi madre, mi hermano y yo, que lo esperaba el futuro que aquí, en su tierra, no pudo encontrar ni darnos.

Enrique, mi hermano, me juraba a veces que papá prometió volver lo más pronto posible. Pero jamás regresó a cumplir con su palabra. Me pasé la vida esperando verlo llegar por este horizonte redondo que rodea la isla.

Me contó mi hermano, cuando ya éramos mayores, que mamá una vez le dijo, que cuando vio que papá se iba caminando solo, de noche, y a paso lento en dirección al Muelle de Santa Cruz, supo que había sido abandonada para siempre. Enrique entendió ese día por qué mamá nunca tuvo la esperanza de volverlo a ver. Ella sabía mucho de humillaciones y comprendió lo que debió sentir mi padre al haber sido expulsado de su cuna de alta clase, y de las plataneras. Sentir, que en el fondo sus padres, sus cuñados y su suegro, tenían razón, con lo de muerto de hambre... era duro para un hombre. Y creo, no lo sé, ni me consta, que ella de algún modo lo perdona por eso. Prefiero pensar que lo quiere todavía. Será por eso que me parece que por afuera no se le nota tanto a mi madre el dolor de la soledad.

Pero sí saltaba como una loca al cuello de cualquiera de nosotros

–¿ves?, en eso se parecía a Seña Juana, con lo de coger a geito lo que tuviera mas cerca– cuando nos escuchaba a Enrique y a mi hablar de “las mentiras de papá”.

Cuando éramos chicos compartíamos odios, enfados, y alguna que otra lágrima de huérfanos porque estábamos seguros que papá nos había olvidado a los tres. Por aquellos años, yo cerraba con fuerza los ojos hasta verlo todo negro y me creía que mi padre iba a desaparecer de los sentimientos. “El día que lo logre, me decía por dentro, lo imagino muerto y ya está. No tengo padre y listo”.

Pero nunca conseguí pasar la etapa de creerme que cerrando los ojos lograba sacarlo de mi corazón.

Mi padre se marchó de casa dos meses antes de que yo naciera.

Él no tiene ni idea de lo que eso me duele ¿Tú te crees que es fácil vivir con la sensación de desprecio que tengo?, esto es horrible muchacho, es que no sé cómo explicarlo. Es que yéndose así, antes de que yo llegara, me quitó la posibilidad de ser hijo, es como un revoltijo por aquí adentro... ni siquiera la ilusión de que yo estaba por nacer pudo mantenerlo a mi lado. ¿Para qué nací entonces, si no me estaba ni esperando?

Siempre pensé en cuando un grande se suicida y deja a sus hijos, a su mujer, a su madre... en este lado de la vida. ¡Es que me cabrea! y no puedo dejar de darme cuenta que a mí me pasa algo parecido. Siento que aquel que se suicida o aquel que se va y no vuelve les está diciendo a sus hijos que no son un motivo suficiente para quedarse y enfrentar lo que sea. Y decirle eso a un hijo...

Mi padre, al irse a Venezuela, tan lejos, no me dio la oportunidad de quererlo, de sonreírle, de jugar con él. Es como si subiéndose a ese barco, hubiera decidido borrarnos de su mundo. No existimos más. No estamos. No somos.

No lo entiendo, no puedo, no sé cómo hizo. No sé cómo en tantos años nunca apareció, o mandó a alguien, una carta, algo, algo de donde cogernos, no sé.

Mira muchacho, ¿sabes qué?, me da lo mismo, ya todo me da igual...

Pero después pienso en Gara y en nuestros hijos y lo único que tengo claro en mi vida, es que ellos son el oxígeno que respiro, lo que tiene sentido, mi prioridad. Lo demás está, vale, pero ¿quieres que te diga la verdad?, la mayoría del tiempo, lo demás... me sobra.

¿Por qué a mi padre no le pasa lo mismo? ¿Por qué yo y mi hermano Enrique, y mi madre no fuimos nunca su prioridad?

Cuando era chico no entendía por qué me sentía tan mal con su partida, si nunca lo había visto, ni lo conocía por fotos. Pero recuerdo que su abandono, su dejarme con las ganas de ser su hijo, me dolió todos los días. A lo mejor por eso prefería matarlo en mis pensamientos más oscuros.

A Enrique no le pasa lo mismo. Sólo espera que vuelva para que cumpla las promesas que le hizo. El tenía casi cuatro años y no sabe si se acuerda mucho de su cara, pero sí de su mirada contenida diciéndole que le iba a traer bonitos juguetes, y comida rica, y que allí donde estuviera, nos iba a cantar, cada noche el Arrorró, para que él y yo lo escuchemos y nos durmamos tranquilos.

Enrique decía que mamá al principio nos contaba aventuras de papá en Venezuela, donde él trabajaba mucho, para traernos algún día un porvenir.

Pero yo no me acuerdo, se ve que ella se cansó de mentirnos antes de que yo me diera cuenta. Por lo menos podría haber esperado un poco hasta que yo me pudiera aprender alguna de sus historias...

La verdad es que no me gusta la sensación de llegar tarde, pero me parece que esa circunstancia me enseñó a esperar poco de los demás.

Quiero decir, esperar sí, pero sin muchas expectativas. Esperar a que algún día mi padre Salvador, simplemente aparezca por el mar. No con reproches, ni como respuesta a promesas viejas. Sólo porque deseo verlo llegar, tenerlo enfrente y recordarle que aquí, en la isla de Tenerife,tiene entre otras cosas, un hijo al que no conoce.

Pero no sé, a lo peor, eso no me pase nunca y estoy perdiendo el tiempo en tonterías y chorradas. Tampoco se por qué les conté todo esto siyo sólo quería que supieran que mi historia de amor con Gara fue, además de común y corriente, la mejor novela romántica que jamás soñé protagonizar.

El Risco

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