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CAPÍTULO 5
Gara tenía trece años

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Gara tenía trece años cuando le pasó lo peor del mundo. Yo me enteré casi al mismo tiempo, pero aquello que le pasó, lo tuvo que enfrentar sola.

Ocurrió un sábado de verano, por la tarde, más o menos a las cuatro, cuando Gara regresó a su casa en Valleseco. Llegaba muy cansada y resoplando por el calor. Después me contó que había venido caminando desde el mercado de Nuestra Señora de África, una buena tirada, a donde ella iba a coger la fruta y la verdura mas entera, de las cajas que tiraban a la basura. Pero cuando traspasó el umbral de la cueva, con los dedos colorados y estrangulados por el peso de las bolsas, mi Gara se encontró con que su madre estaba tirada en el piso.

Al verla allí no podía entender lo que estaba pasando ¡Pobre!, me dijo que sus hermanos más pequeños estaban sentados en el piso acariciándole el pelo a la madre, y que la miraban a ella suplicándole que la despierte. La niña más chiquita, se acurrucaba como podía al lado del cuerpo de su madre, con los ojitos muy abiertos y chupándose el dedo gordo; eso lo hacía siempre que se iba a poner a llorar como una descosida.

Gara me dijo que sintió que su propio cuerpo se quedó hueco, vacío. Que de repente se le hizo humo lo que tenía adentro. Y que se le aflojaron todos los huesos, del frío que le entró. Del frío, y del miedo, pienso yo.

Lo primero que se le ocurrió hacer fue dejar las bolsas del mercado en el fondo de la cueva, quitar a sus hermanitos de al lado de su madre y mentirles: Les dijo que no se preocupen, que mamá estaba bien. Sólo así consiguió despegarlos del cuerpo ya frío y tieso.

Después, la zarandeó un poco para ver si sólo se trataba de un desmayo, y al comprobar que estaba muerta y era en serio, le puso una almohada debajo de la cabeza y la tapó con la manta de cuadros –porque adentro de la cueva ya empezaba a sentirse la humedad–, con la que Seña Juana arropaba cada noche a los más chiquitos. Y porque le pareció que así se notaba menos que su madre estaba muerta.

Gara me dijo que estaba aterrorizada, que no podía dejar de llorar, y que le dieron ganas de salir corriendo. Pero como no quería asustar más a los niños, trató de pensar qué tenía qué hacer. Pensar qué se hace cuando a una se le muere la madre, sin que esa madre le explique antes qué tiene que hacer, si eso le llegara a pasar. Eso sí que es difícil para una niña de trece años ¿no?

Así que resolvió calzarse en la cadera a su hermanita más pequeña, Candelaria, de dos años, que se le pegó como una lapa al cuello, decidiendo ella solita, que ya era hora de llorar... y cogió a los otros dos, Joaquín, el de siete y Ayoze el de cuatro, uno de cada mano. Los dos muchachotes que obedecieron sin rechistar con el susto en sus caritas –según me contó–, y que no se atrevieron a soltar una lágrima, porque mamaíta les había dicho un día que trataran de no hacerlo nunca...

Seña Juana quería que se hicieran hombres fuertes. Y por ahí, con un poco de suerte, y acostumbrados a no llorar por nada, en el futuro iban a conseguir un buen trabajo.

Fue Don Felipe, el dueño de las cabras viejas, el que al principio ayudó a Gara y a sus tres hermanos. El hombre se puso como un loco cuando Gara fue hasta su casa para decirle que su madre estaba muerta.

–¡Pero muchacha!, ¿qué estas tú diciendo? ¡Con esas cosas no se juega!, ¿tú sabes mi niña?, mira que Dios te va a castigar.

–¡Qué sí Don Felipe, que se murió!, que está tirada en el suelo de mi casa...

–...pero mi niña, ¡eso no puede ser!, ¿pero cómo va a ser eso?,

¿tú estás loca muchacha?, ¿pero tú estás loca? ¡Quita...quítateme de delante! que yo mismo voy a ver...

Y para allá se fueron los dos, Don Felipe, y Gara corriendo por el Risco pa’rriba, con los niños a cuestas, ahora sí, todos llorando, y para colmo de males, con Don Felipe gritando ¡Seña Juana se murió, seña Juanase murió, el Señor nos coja confesados!

Para Gara todo fue un verdadero espanto, porque ni siquiera ella, que estaba segura que su madre estaba muerta, todavía podía creer que lo estuviera.

Cuando Don Felipe vio a su vecina allí tirada, se agarró la cabeza con sus dos manos bien abiertas, y empezó a pegarse golpes en su calva mientras seguía con los alaridos. Entonces sí consiguió asustar a los niños. Me parece que fue más traumático el follón que se montó en aquella cueva, que la muerte en sí de Seña Juana, pobre, que Dios la tenga en su gloria y que en paz descanse...

Los gritos de aquel hombre de guayabera blanca, gafas de cristales verdes, y cuatro pelos largos pegados con brillantina a una calvicie enorme, atrajeron a los demás vecinos y entonces sí, la cueva en lo alto del Risco del barrio de Valleseco, se les llenó de gente y se desbarató todo.

Los niños lloraban, Don Felipe iba de aquí para allí y se entrometía en todo, las comadres del barrio gritaban y zarandeaban a la fallecida... aquel cuidado inocente que tuvo Gara, con su almohada y su mantita a cuadros; con su mentira a los hermanos... Se había desconchado todo, y ante la imposibilidad de frenar la histeria colectiva que se armó en dos minutos, Gara se puso a gritar mi nombre como una desquiciada hasta que oí cómo su desesperación bajaba por la ladera, acompañada de miedo y soledad.

Corrí montaña arriba a tanta velocidad que creo haber volado. Sólo me quedó aire para buscarla entre la gente..., y cuando la vi, acurrucada y sola junto a las bolsas de fruta, empujé a no sé quien que se me puso delante, para llegar a ella y la abracé muy fuerte.

Gara temblaba, lloraba, y como a mí, también a ella le faltaba el aire y no dejaba de pedirme que la despertara de aquella pesadilla. Sus hermanos, al verme, se abalanzaron sobre mí llenos de mocos y lágrimas, y se fueron acurrucando en cuanto recoveco de mi cuerpo les parecía que había un sitio para ellos. No sé lo que pareceríamos aquel manojo de niños tirados en el suelo y muy asustados. No sé cómo se destrabó aquel nudo humano que en realidad fue tan auténtico y verdadero, que todos nosotros, Gara, Joaquín, Ayoze, Candelaria y yo quedamos así de por vida. Pegados.

Al final, Don Felipe y Doña Úrsula, la de la venta de más abajo, consiguieron organizarse y se fueron tranquilizando ellos mismos; hasta le tuvieron que decir a las otras comadres que lloren mas bajito “porque asustaban a los niños con tanto grito”.

Enseguida enviaron a Eleuterio, el hijo de Doña Úrsula, el que es camarero del “Bar El Chicharro”, a llamar por teléfono a la ambulancia, o a la policía, no sé bien, porque llegaron al mismo tiempo.

Yo traté de convencer a Gara que lleváramos a los niños a coger aire afuera, pero ninguno quiso separarse de su madre, así que todas las preguntas de los policías municipales y los preparativos para poner a Seña Juana en la camilla... y bajarla por el Risco, fueron presenciados en primera fila por todos nosotros.

Cuando vi que la policía se había ido no muy convencida que aquellos niños tenían una tía que vivía en el Risco, pensé rápido en que teníamos que conseguirnos una que se hiciera pasar por ella para lograr que no los envíen a todos, Gara incluida, a un centro o instituto de huérfanos. Y la persona indicada era mi madre Elvira, que de la noche a la mañana pasaría a tener seis hijos, en vez de dos.

Cuando se me cruzó este pensamiento por la cabeza, la miré fijo a los ojos a Gara y le pedí que por nada del mundo se separara de sus hermanos. Ni por un segundo.

Mi madre se quedó tiesa con la noticia del fallecimiento de su vecina. No podía reaccionar.

–¿Cómo va a ser eso muchacho?, ¿qué dices tú?, ¿qué Seña Juana se murió?, ¿y los niños? ¡Ay mi madre!, ¿y esos niños ahora?, ¿cómo fue, qué pasó muchacho?

–Sí madre venga corra, y no grite que los niños se asustan, venga, vamos, que la cueva se les llenó de gente... y hay que sacarlos de allí, que se vengan con nosotros...

–¡Ay Dios bendito, Jesús, por Dios! ¿Y a dónde van a ir ahora esas criaturas?

–...con nosotros madre, a casa, ellos no tienen a nadie, los niños lloran mucho, no grite así venga, vamos a buscarlos ¿si madre?, yo les dije que...

–Seña Juana ¡muerta!, yo no me lo puedo creer, ¿pero muchacho?, ¿tú la viste muerta? ¿Y los niños? ¡Ay Dios Santo, qué desgracia tan grande!..., ¿dónde están esos niños ahora, muchacho? ¡Jesús mi niño dime, cuéntame de una vez!

–...en la cueva, se vienen a vivir con nosotros ¿si madre?, están muy asustados...

–Sí m’hiijo vamos, vamos a buscarlos, venga muchacho ¡qué desastre, Jesús, María y José!... ¿a vivir con nosotros? ¡Pues claro m’hijo!, si ellos no tienen a nadie ¡pobres criaturas!, qué necesidad, Señor, qué necesidad de hacerles esto, ¡Jesús, por Dios, digo yo, de quitarles a su madre!... y ¿dónde está ella?

–...Ya la bajaron por el Risco pero no sabemos a donde la llevaron. Don Felipe se fue en la ambulancia, vamos madre corra que los niños lloran.

–¿Y cómo fue, de qué se murió la pobre mujer?

–No sé madre, Gara la encontró muerta y con los niños alrededor de ella.

–¡Ay María y José, mi Dios bendito! Vamos, vamos, ¡pobrecitos!, ¡tan chiquitos!

Mi madre conocía bien a los hijos de nuestra vecina; los había visto crecer y además, con tantos años viviendo en el Risco, se habían hecho muy amigas.

Ambas se encontraban cuando iban a la venta... y se contaban sus ¡ay mi niña!, cuando llegaban o se iban.

Siempre subiendo o bajando por aquel Risco de mierda que les gastaba la vida, y las llenaba de dolores.

Mi madre Elvira sabía, por experiencia, que un drama distrae las lágrimas de otro drama, y que una realidad siempre supera a otra. Lo sabía porque ella misma lo padeció siempre: Su mala vida en la Finca fue tapada por el rechazo de su familia a su esposo. Y esto por el “patitas” a la calle. Después, el abandono de su marido..., así que recoger a Gara y a sus hermanos de la crueldad de sus desgracias no era más que una nueva oportunidad que le daba la vida para seguir adelante.

A lo mejor, y sólo por esta vez –pensó– el futuro podría darles una sorpresa y esperar de él y de la suma de calamidades, una especie de familia nueva con ilusión.

Mi novia con sus recién estrenados 13 años, creció de golpe. Ya era una señora grande. Llegó a la madurez por la vía del sufrimiento, la más rápida. Seña Juana hubiera estado muy orgullosa de ella, si no se hubiera muerto aquella tarde de Junio.

El Risco

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