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CAPÍTULO 4
Mi familia

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Pero fue en otro mar, en el de los olvidos y los odios, en el que sí se ahogaron los sueños de mi familia.

De eso les quiero hablar también, de mi familia, que como la de Gara, era rara, o cojeaba de una pata. La mía era una familia a la que le faltaba algo, alguien, y por casualidad, ¿por casualidad?, el padre. Padre al que yo tampoco conocí.

A mi madre la llamaban “La distraída”. En el Risco decían que una noche el marido se le fue de la cama para irse atrás de unas faldas del Muelle y que ella –mi madre– prefirió no darse cuenta. En el Risco eran especialistas en decir chorradas, cuando aburridos de sus propias vidas, dedicaban las tardes a criticar las ajenas. Cuando mi padre se fue, nosotros no vivíamos en Valleseco, sino en una pensión de la zona del puerto de Santa Cruz. Y no se fue atrás de ninguna falda... ojalá hubiera sido eso lo que me lo quitó... A veces me dan ganas de cogerlos del brazo así, sin que se lo esperen, y decirles cuatro cosas. ¿Pero para qué dar explicaciones a gentes dolidas con la vida propia?

Mi madre, Elvira, nació y se crió en el Sur de Tenerife. No sé muy bien dónde, porque nunca fui. Creo que por el Porís de Abona. Pero sí sé que su piel estaba curtida y seca por el sol y por el viento cálido del sur. Y que esa resistencia natural a las inclemencias la hizo más fuerte..., y es probable que eso le sirviera para no hacer caso de las habladurías malignas de los vecinos del barrio. Por lo que sé, la infancia y la adolescencia de mi madre fueron amargas y bien negras. Fueron los maltratos de palabra (que dicen, son los que más perduran) de su padre y de sus hermanos mayores, los que le hicieron a mi madre las peores heridas.

Mamá creció en la endulzada existencia de las fincas de plátanos. Poderío que alimentó y malcrió a los Hernández Montes, desde hacía mas de un siglo.

Nacer en una familia con fincas no era para desmerecer y no debería ser tan malo... Pero en su caso sí lo fue, porque además de haber tenido la desfachatez de haber nacido mujer, tuvo que pasar sus días entre peleas y ambiciones ajenas, convirtiendo su vida en un verdadero suplicio.

Aquella aparente vida cómoda de Elvirita –como la llamaban de chica–, en donde nunca la dejaron opinar, estudiar o aunque sea evadirse con su imaginación, “para que luego no nos salga el tiro por la culata”, como decía su padre con doble sentido y a modo de chiste, digo, aquella vida de apariencia poderosa y fácil, se diluyó entre demasiadas telarañas familiares y mucho mal olor.

Sus hermanos mayores, tres; su padre ya viejo, que vendría a ser mi abuelo, y un tío de mi madre muy buscapleitos, le quitaron porque sí, todo lo que le correspondía de las plataneras. Que aparentemente era mucho. Y después de eso, la empujaron con auténtico realismo a la calle, asegurándose de que se lleve consigo su barriga de cuatro meses (yo), su niño de tres años, mi hermano Enrique, y su marido inútil, mi padre, Salvador. Ese día parece que mi abuela abrió la boca después de muchos años de muda, para defender a su hija. Pero mi tío Ramón, el peor de todos, no la dejó avanzar mucho en su intento de hacer justicia y le gritó con toda su brutalidad:

–¡Cállate tú mamá!, y quítate de en medio muchacha ¿mira? que todavía me olvido que eres mi madre y te levanto la mano... ¿eh? Que se vaya de una vez la guanaja esta, que se vaya con su prole...

¡Ños muchacha!, ¡tanto rollo con la boba esta!

–Pero oye muchacho, ¿qué estás tu diciendo?, ¿eh?, ¿qué manera es esa de hablar de tu hermana? –me contó mamá que dijo entonces mi abuela.

–¿Qué manera dices tú?, pues la única que hay, ¿tú qué te crees?

¡La verdad!, ¡mira tú!, si en tres años lo único que consiguió fue un idiota de marido y dos criaturas... pues medio boba es..., ¿ella no sabe que los plátanos no alcanzan para tanta gente? ¡Pues entonces!, que se busque la vida por ahí, que se las arregle, ¡que más se perdió en la guerra...!

Mi madre me dijo ya de grande que ella y mi abuela –que siempre estuvo desplazada, en silencio y llorando por los rincones de su casa señorial–, eran las únicas mujeres que molestaban en una familia de machos bien machos. Mi abuela Mercedes hacía años que había dejado de opinar. Yo no supe, hasta lo de Enrique, qué había sido de ella, nunca la vi, no sé cómo era, qué cara tenía. Mi madre me contó todo esto un día que la acompañé a llevarle la ropa cosida a la señora Lita, la de los jueves, porque mi madre también trabajaba por horas. Me dijo que ella fue la causante de la ira de las fieras de sus hermanos, cuando cometió el error y la ofensa de casarse con un capitalino “muerto de hambre” –según mis tíos–, mi padre Salvador.

¡Otro más para repartir los plátanos! Dice que le dijeron nada más saber del noviazgo.

Mi madre no hablaba mucho de los trapos sucios de la familia. Pero se ve que a veces no aguantaba las ganas de explicarnos un poco porqué vivíamos así y de dónde salimos todos. Yo la escuchaba como si me contara una película o una historia que leyó en un libro. A veces ella misma se olvidaba que aquel enredo era su pasado, y hasta se reía divertida de las maldades que le hacían los hombres de la finca. A mi madre siempre le quedó la pena y las lágrimas de no volver a ver a su madre. La pena y la culpa, porque sentía que la había dejado sola en aquella jungla. Pero también sabía que mi abuela así y todo lo débil que podía parecer, había sido la única que había levantado el imperio platanero, y que si bien ya no tenía tanto poder como para manejarlo, era una mujer sumamente inteligente para sobrellevar cualquier vendaval de tiempo sur.

El Risco

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