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CAPÍTULO 1
La vida en El Risco

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Gara vivía en una cueva en lo alto del barrio de Valleseco, en Santa Cruz. Su casa, como nuestras vidas, colgaba en débil equilibrio del Risco que miraba al mar. Allí, el paisaje más cercano, se desparramaba caprichoso entre piedras y tuneras regalonas. Regalonas de higos picos, dulces y jugosos, que nos ayudaron a crecer un poco mejor; por lo menos, con algo de sabor en la boca del alma.

Desde que era pequeño me preocupó que Gara, o sus hermanos más chicos, saliesen de su casa-cueva y no tuvieran dónde pisar, dónde apoyar el pie. Pensaba que se iban a desbarrancar pa’ bajo. Muchas veces soñé con eso. Y cuando me pasaba, al día siguiente, subía desesperado hasta su cueva para rescatarlos de la muerte, en caso de que fuera necesario, claro. Reconozco que de chico era un poco exagerado y fatalista.

Yo vivía en el mismo Risco que ellos, pero más abajo. Desde mi casa, caer al vacío no era tan peligroso, y sabía que si alguna vez mi hermano Enrique, mi madre, o yo, pisábamos mal, no nos íbamos a matar. A lo mejor, nos partíamos una pata o un brazo... ¡eso seguro!, pero nada más. Y lo sabía porque de mi cueva al fondo del barranco habría más o menos diez metros... de la de Gara eran más de cien.

Ella se burlaba de mí cuando le pedía que se mudaran aunque sea más abajo; se reía con ganas de mi cara de preocupado y de mi miedo. Y eso me hacía coger unas calenturas de órdago. Gara decía que era un rollo mío y que yo estaba loco por pensar en esas cosas..., después me daba un beso en los mofletes y me aclaraba que nunca se iba a matar desbarrancándose, porque su vida no transcurría en el Risco, sino en un cuento de hadas. ¡Qué mentirosa!, me quería convencer que adentro de su cueva no había más que felicidad y alegría. Entonces era yo quien le decía que la que estaba como una cabra era ella.

Pero ahora que lo pienso y que la conozco casi de toda la vida, creo que el cuento de hadas al que se refería, debió ser el mundo que ella le inventaba a sus hermanos más pequeños, para que no se dieran cuenta de la realidad que los rodeaba. Era como un invento piadoso para los chiquillos. Ellos vivían en la Luna de Valencia, sin ningún problema ante sus ojos, como debe ser... así se les atrasaba, supongo yo, esto de la vida en serio que padecemos los grandes.

Gara fue mi novia de toda la vida; de la infancia, y cuando era chica tenía mucho sentido del humor. Dicen que los de Tenerife somos burlones, y que nos vacilamos de todo. Dicen incluso, que de lo primero que nos reímos al nacer es de nosotros mismos, cuando nos damos cuenta que estamos patas pa’ arriba, y con el culo al aire... Y que por eso lloramos antes de que nos den la nalgada... Son habladurías de la gente, cosas que se dicen por ahí.

Se ve que Gara, con su mirar la vida sonriendo, es una chicharrera de raza, de pura cepa, como el vino de Tacoronte, como el viento en El Médano, aunque su vida fuera un infierno, y su “cueva maravillosa”, a veces se pareciera a la antesala del mismo.

Esta es nuestra historia de amor. Es común y corriente. Sin grandes aventuras ni cosas de película. Nada digno de Antoñita la Fantástica... y menos de Corín Tellado. Pero es la nuestra, y lo que quiero hacer con estos pensamientos y recuerdos es escribir un libro. Un libro que probablemente no le interese a nadie..., probablemente no, estoy seguro, pero me hace ilusión pensar que aunque sea, lo leerán mis hijos. Sería estupendo que algún día encuentren aquí las claves, las pistas, los datos que no sabían; lo que les faltaba de su pasado. De su historia. Aquello que todos buscamos en algún momento, para comprendernos mejor a nosotros mismos.

No sé por qué me dio por hacer esto, pero me gustaría que lo que escribo de nuestras vidas sea donde ellos encuentren los motivos por los que tanto su madre como yo, somos como somos. A veces pienso que si hubiera tenido la suerte de saber qué le pasó a mi padre antes de ser mi padre, a lo mejor podría entender por qué hizo lo que hizo con su vida, y con las nuestras. A veces sólo hace falta la información, los datos, el relato de cómo fueron pasando las cosas para aceptar las decisiones de los demás.

A veces, sólo hace falta saber, para perdonar. Otras veces, hay que conformarse con seguir soñando con lo que a uno le tranquiliza el alma.

La mejor manera de contar nuestra historia de amor es empezar por cualquier sitio. Por hoy, por ejemplo, con casi veinticinco años de convivencia encima. O por el principio, el día de las papas arrugadas...no sé, me da igual.

A nosotros se nos fueron dando las cosas así, sin darnos cuenta. Nuestro amor caminó al mismo tiempo que nosotros. Era como una sombra pícara y criticona que siempre estuvo entre Gara y yo. No recuerdo haberle jurado amor eterno jamás, ni haber planeado nunca un beso. Nuestra historia se escribió sola, natural y de manera espontánea. Ha sido como respirar, no te das cuenta y lo haces cada instante... no lo piensas pero ahí sigues, cogiendo y soltando el aire... ¡y ¿mira?, menos mal que es así la cosa!, ¿no mi niño?

Lo primero que recuerdo es a dos chiquillos que nacieron pobres y que crecieron con algo de vergüenza por serlo; que vivieron en las cuevas de un Risco, en la isla más grande de un archipiélago perdido en el Atlántico...

¡Qué culebrón, muchacho!, no te rías ¿eh? Pero ¿mira?, yo lo que también quiero contar es que aquellos dos desgraciados supieron ser felices con lo que les tocó.

Desde que conocí a Gara, a los cinco años –a lo mejor fue antes, no estoy seguro–, tuve la sensación de que mis días fueron del color de la lava cuando sale del cráter: naranja intenso y brillante, con amarillo fuego corriendo por dentro. Siempre sentí que fui creciendo en el interior de un volcán a punto de despertarse. Vivir así fue apasionante a veces, digo, cuando lo del volcán se parecía a la parte íntima de nuestro amor. Pero en ocasiones, fue un gran problema para mí caminar a los brincos por el filo de aquel cráter en ebullición. Me refiero a la angustia de pensar que en cualquier momento explotaría, y todo se iría al demonio.

Pero también creo que terminé haciéndome amigo de ese estado de alerta, de tanto llevarlo a cuestas. Uno se acostumbra, incluso a vivir de esa manera... y la verdad es que hasta con orgullo ¡oiga! Si lo hicimos a este Risco empinado..., ¿a qué no se acostumbra un pobre?

Ahora que lo pienso, creo que no podría vivir en otro sitio.

Aunque lo más importante de esto que les cuento es que entre desgracias y problemas, tener a Gara a mi lado ha sido lo mejor de todo lo que me pasó. Y no dudaría en vivir otra vez algunos, o todos los malos momentos de mi vida, con tal de seguir teniéndola aquí conmigo.

La verdad es que no sé por dónde empezar a contar esto que hemos vivido. Bueno, lo hago por mi tierra, Tenerife, como dije antes, la mayor de las islas del Archipiélago Canario. Unas islas españolas llamadas Las Afortunadas, que además de ser el hogar de dos millones de habitantes, siempre están llenas de turistas alemanes, ingleses y de los países nórdicos... además de ser hoy el asilo del hambre de África.

Nuestras islas son pequeñas, pero lo son aún más en los mapas, y además, están como torcidas, como cayéndose... Sí, se podría pensar que alguien las dejó caer, y lo hizo tan cerca de la costa de Marruecos que por eso, las tormentas de arena del Sahara, nos cambian el color del cielo azul, a un amarillo caluroso. De chicos llamábamos a esto “La Calima”, pero no sé si es verdad que tiene ese nombre cuando el cielo se pone amarillo y tiene arena en suspensión. Tampoco sé si esto que les cuento es parte de mis recuerdos de niño, o si lo soñé y me lo guardé en la memoria, en el lado de los inventos, a escondidas de la verdad.

Decir que éramos jóvenes, niños en realidad, es situarlos en una etapa en la que parecería –desde el punto de vista de los adultos–, que todo se perdona y se olvida. Es como si las barbaridades, los juegos, las maldades y el aprender a sobrevivir estuvieran envueltos en el velo mágico del “son chiquitos, ¡total!, ellos no se dan cuenta, pobrecitos, se adaptan a todo”. Velo que al fin y al cabo resultó ser mágico, porque nos ayudó a ser inocentes un poco más de tiempo.

Nuestra infancia no fue fácil, ni normal. Normal..., no tengo una idea clara de lo que es algo “normal”, pero lo que sí sé es que no fuimos niños con un hogar como el de los otros niños que andaban por ahí, por las calles de Santa Cruz, la capital, o los que veíamos paseando por otros pueblos y ciudades de la isla.

La mayoría de ellos iban de la mano de sus madres o abuelos, comiendo golosinas o viendo la vida desde la ventanilla de un coche, conducido por un padre. Eran niños con uniformes de colegio, o niños extranjeros, rubios, con pelo liso, y en sandalias de cuero con calcetines blancos o de rayas…, estos últimos eran niños felices y sonrientes, colorados como tomates y de vacaciones. Yo antes pensaba que los extranjeros eran siempre los mismos; que se dedicaban a trabajar de “turistas”. Recuerdo que de chico le decía a Gara que cuando fuera grande quería ser “padre de niño turista extranjero”...; ella fastidiaba todos mis planes diciéndome que yo no era rubio ni hablaba en alemán y que por eso, no me iban a dar nunca ese trabajo. Tenía razón.

Nosotros no fuimos mucho al colegio. No conocimos a un solo abuelo. Nuestros días los caminamos siempre a pie –yendo de arriba para abajo entre la infancia y la madurez–, y de aquí para allí, por nuestro horizonte con forma de Risco.

A lo mejor estoy exagerando, pero hoy que ya estoy grande, me doy cuenta que el peor dolor de todos es el que te duele de chico. Es el más cruel, porque no lo entiendes, sólo lo padeces..., además, a nadie se le ocurre explicártelo. Y encima, lo arrastras contigo toda la vida.

Gara y yo éramos víctimas de las penurias –y de los pasados– de nuestras familias y, debió ser eso, las miserias mutuas, lo que nos unió al principio. Después fue el amor. Estoy seguro que fue el amor, y menos mal, porque por lo menos sabíamos que el otro siempre estaba cerca.

Igual no se crean que todo lo que nos pasó en aquellos primeros años fue una calamidad; recuerdo muy bien que los dos decíamos que éramos felices y que nos divertíamos y nos reíamos a carcajadas, con ganas, ¡vamos! , como cualquier otro niño.

Espérate un momento que pienso... momentos felices que recuerde... sí, mira tú qué cosa tan rara, lo primero que me viene a la memoria es cuando corríamos barranco abajo, con todas nuestras fuerzas, para ver si llegábamos vivos al fondo, esquivando tuneras, piedras, tabaibas y cardonales. Hubo veces que casi nos matamos por culpa de algún arritranco olvidado afuera de una casa, o de un perro escuálido que dormía en el medio de nuestra pista de carreras. También me acuerdo cuando escarbamos con las manos hasta el centro de la Tierra en la playa de arena negra de Candelaria... O aquel domingo que nos perdimos en el Monte de las Mercedes... ¡me cagué todo de miedo!, por eso me tuve que poner a rezar bajito para que alguien, por lo menos Dios, nos ayudara a salir de allí. Y cuando iba por “perdona nuestros pecados...”, llegamos a la carretera... ¡Fui tan feliz en aquel momento!, nos abrazamos, saltamos... se me salía el corazón del cuerpo de la alegría, ¡qué miedo muchacho, perderse en el monte... te cagas todo! Y no quisiera ser desagradecido a la mano que me echó El Barbas pero pensándolo bien, ¿qué pecados tendría el Señor que perdonarnos con ocho o diez años que teníamos?

También me acuerdo de lo afortunado que me sentí cada vez que me subía a las higueras, a los ciruelos de fruta bien roja y jugosa, y a los pinos. Lo hacía para mirar desde lo más alto de mi mundo, con la ilusión de sentirme el rey. Tantas veces me sentí poderoso, ágil, imbatible. Y tantas imaginé que subido a aquellos árboles vería aparecer a mi padre por el horizonte...

Tampoco olvido que Gara y yo... una vez... ¡ños!, hasta me da vergüenza contarlo, pero una vez nos meamos de la risa, nos hicimos pis de verdad ¿tú sabes?, ¡un vacilón que nos teníamos con un mago de La Gomera, ¡pobre hombre!, ¡muchacho! Mira, mira... le empezamos a hablar en “alemán inventado” cuando nos quiso enseñar el silbo de su isla a toda costa, y nos gritaba: “Tú pon los dedos aquí y que no se te tupa el gaznate...”–nos decía gritando–. ¡Quería que nos metiéramos las dos manos en la boca! ¡Lo que nos reímos Gara y yo!..., tendríamos doce o trece años... O cuando nos quedamos mudos de la emoción, al ver por primera vez la nieve tan blanca, y esponjosa, sobre el mar de nubes, en el pico de El Teide. Fue como encontrarse con Papá Dios, como estar en el cielo con Él. Ahí ya éramos más grandes, dieciocho, veinte años más o menos.

Sí, Gara y yo tuvimos nuestro propio mundo feliz. Un mundo que existió de verdad, pero que a veces teníamos que esconder dentro del otro, del real... para preservarlo.

El Risco

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