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CAPÍTULO 3
El sueño de un pobre zorullo

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Con doce años, este zorullo pensaba que si se ponía a escribir lo que soñaba, podría, algún día, ser escritor. Pero mi realidad diaria me distraía de esos pensamientos, y cuando me acordaba que quería serlo en serio, yo mismo me desanimaba. ¡Escritor!, ¿viviendo en un barrio pobre de una isla que está a casi dos mil kilómetros de la capital del país? ¿Qué puedo contar yo que le interese a alguien? Sin estudios, con una familia rota y lo peor de todo, creciendo y contagiándome, –para el caso es lo mismo–, de la queja permanente de que a uno por ser pobre, nunca le va a pasar nada bueno... La verdad es que odio el conformismo en el que todo el Risco esta envuelto. El dicho “...a perro flaco todo son pulgas” me molesta horrores, debe ser por eso que cuando se hacía de noche, la ilusión por escribir volvía a mis pensamientos, justo en los minutos previos a dormirme y entonces sí, cerraba los ojos y se empezaban a llenar de historias todos mis papeles.

Papeles que cada mañana recordaba. Renglón a renglón, capítulo a capítulo. Eran sueños buenos y malos. Situaciones divertidas, pesadillas, o locuras que no venían a cuento de nada. Eran historias en sí mismas, que seguían un hilo... o no.

Lo que empezaba a soñar una noche, lo continuaba la siguiente en el mismo punto donde lo dejé cuando desperté. Eso me pasaba a menudo, es más, a veces me levantaba a orinar o a beber agua en el medio de un sueño, y mientras iba al baño, éste paraba, como en un intermedio. Y cuando volvía a la cama y me acurrucara en la misma posición de antes, continuaba soñando a partir de dónde lo había dejado. Sé que suena raro y que si les contara de lo que me acabo de acordar, les parecerá que estoy loco de remate, pero muchas veces, estando dormido me escuchaba a mí mismo decir:

–¡Venga chico!, vete a hacer pis, ¡venga mi niño! que aguantándote te mueves mucho en la cama y no se puede soñar tranquilo...

Pero no se crean que todas las noches escribía una novela... sólo era de vez en cuando. La mayoría de las veces, mis sueños empezaban y terminaban sin que entendiera absolutamente nada. Y eso era muy difícil de escribir. Pero eran historias que por la mañana, de verdad te digo, las recordaba de arriba abajo. A esos sueños yo los llamaba cuentos abstractos.

A los doce años, decía, ya había ido algo al colegio. Creo que fui un poco más de tres años en total, y aunque estaba claro que no había aprendido mucho, por lo menos sabía leer y escribir. Saber hacerlo me dio el ánimo para que me decidiera a empezar.

Y un día de Junio, viendo como las olas rompían con fuerza en las rocas de la Punta de Antequera, cerca de Igueste de San Andrés, empecé a escribir despierto mis primeros renglones, aunque ellos ¡pobres!, tuvieran que hacer todo lo posible por no ahogarse en mi mar personal de faltas de ortografía.

El Risco

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