Читать книгу María Kumbá - Ana Gloria Moya - Страница 10

En ese junio de 1770, nacen María Kumbá y Manuel Belgrano en medio de la alegría de los dioses blancos y negros

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Desde niña, María, mulata de sangre espesa, fue remolino oscuro, incesante viento, capricho de su padre. Derramó siempre generosas carcajadas.

Su madre resignada la parió aquel otoño melancólico en un rincón de la gran cocina, con los labios apretados para no dejar escapar un rugido de dolor ante el rayo lacerante que, desde adentro, la partía en dos. O para no gritar el nombre prohibido de aquel amo que al descuido la tomó, mientras la iba olvidando. Desde el momento en que, toda sudor y orgullo, la puso sobre su vientre, aleteante y tibia de sangre, por un mandato milenario venía a encarnar una guerrera del norte, para este lugar del sur, altivo y salvaje, al que vería nacer y amaría con toda la fuerza de su corazón.

La bautizaron María. Su madre quería para ella el nombre de su madre. Pero la orden llegó tajante de la boca del sacerdote: «Será María, como la madre del Señor». Cuando lo supo, tuvo el único destello de rebeldía de su vida, y esa noche, cuando todos dormían, la envolvió en una manta y sigilosamente la llevó al rancho de la mama Basilia, Iyalorishá custodia de la tradición yoruba, que vivía cerca del río. La tomó en sus brazos, la miró cómplice y profundamente y luego de liberarla de la ropa que la aprisionaba, la depositó en la tierra. Comenzó a cantar lastimera, invocando los orishás lejanos en medio de la fría noche de junio. Lo hacía con los brazos en alto, mientras daba vueltas alrededor de la recién nacida que se veía feliz ante la inesperada libertad y pataleaba gozosa.

Los dioses la oyeron y complacidos bajaron a regalarle sus dones porque la vieja con un grito cayó a su lado y comenzó a agradecer:

—«Obatalá la acepta como hija, será la mujer valiente y hablarán de ella muchas bocas. Para él se llamará Kumbá».

Su madre orgullosa, la envolvió nuevamente y partió rápida de regreso a la casa, con los seguros pasos de quien acaba de parir a la elegida de los dioses familiares.

Mulata, hermana de leche de la otra hija rubia y legítima, a la que la ataron el deseo del amo y la generosa vida que brotaba del pecho de su madre que, mansamente, viviría hasta el día de su muerte bajo la sombra de la familia que la compró, añorando aquella tierra africana en la que hubiera sido princesa.

Daba gusto verlas correr, anverso y reverso de un tiempo que iba gestando el cambio de un continente, ajenas en ese mundo infantil a todo lo que no fuera el juego bajo la sombra de los añosos árboles del patio. Y la ronda-catonga y el tengue-tengue se desgranaban incansables en cotidianos sones.

Ya a esa edad le salía el ímpetu que la mezcla de razas le otorgaba, ignorando su condición de esclava. Altiva, dirigía los juegos infantiles a los que su hermana se sometía gozosa, porque bajo su mando estaban asegurados el peligro y la diversión. Hasta que el grito de un adulto, alarmado al ver las cabezas que sobresalían en la punta de algún árbol, daba por terminada la diversión, y cada una volvía a su universo de origen: una al salón, la otra a la cocina.

¡Qué placer observar cómo se transformaba cuando, desde alguna ceremonia nocturna, se filtraban dentro de la silenciosa casa los lejanos y nostálgicos sonidos de tambores, mazacayas y marimbas! En ese instante su cuerpecito comenzaba a moverse rítmico y gracioso al compás de la música que, mensajera de otros espacios, invitaba a la danza.

Cerraba los ojos y sus brazos y piernas, como respondiendo a un atávico mensaje, cobraban vida, y eran sus abuelas las que bailaban sobre las rojas baldosas de la galería. Su hermana, inútil, trataba de imitarla: rubiamente se mecía y la diferencia le agregaba encanto. Hasta que impotente, comenzaba a llorar para que un mayor la salvara de la diferencia.

Misteriosa, desaparecía a veces a buscar la compañía de las mulatitas de la casa vecina. Allí, hermanadas por el secreto y la sangre, con torpes rituales mágicos, intentaban ingenuos encantamientos, tal como veían hacer en la cocina a las criadas mozas que trataban de enamorar. Jamás supieron si la muerte del pardo Tomás, al que odiaban por pérfido y lascivo, se debió a que convocaron a los ajogún una noche de luna llena, con las caras pintadas con cenizas, o a su costumbre de pescar borracho.

Era por esos lazos que la unían a las fuerzas ocultas de su religión, en la que secretamente su madre la instruyó, que cuando se reunían después de las tareas a rezar el rosario, lograba armonizar con ellas a ese único Dios bondadoso y a su Madre, de la que llevaba el nombre. Nunca alcanzó un total acuerdo entre ellos y sus orishás vitales y cercanos, pero sí logró que convivieran pacíficamente, invocando en cada ocasión a uno distinto, según la necesidad.

Así iba creciendo María Kumbá, unión de dos sangres que confluyeron en sus venas para darle lo más hermoso de cada una: blanca y negra, negra y blanca, perfecta combinación que comenzaba a poblar este Virreinato en formación, al que marcaría a fuego el sello de la herencia africana.

María Kumbá

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