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- TRES - Fue en aquel viaje donde empezaron a anudarse los destinos

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Apenas llegué a Buenos Aires, encontré hospedaje a dos manzanas del Convento de San Francisco. La dueña de la pensión era una solterona deslumbrada aún por la sobreactuada santidad de Ignacio, al que conoció en unos de sus viajes a Italia. Siempre le dio resultado poner los ojos en blanco y juntar las manos piadosamente.

Por ser hermano de tan justo varón, hizo el honor de alqui­lar­me la única habitación del caserón que daba a la calle. Un magnífico juego de dormitorio de ébano taraceado en marfil me hizo sentir opulento por primera vez en mi vida y los sueños lascivos que tuve en esa imponente cama con dosel, siguen hoy siendo inconfesables. Para concretarlos recibí la inapreciable ayuda de Bárbara Estévez, una viudita todavía joven que vivía cruzando una calle tan angosta como anchas sus ganas atrasadas. Así la gran cama de ébano perdió al fin su virginidad junto con uno que otro trozo de marfil.

Después de años de ausencias, abracé a un Saavedra, máxima autoridad del Virreinato, macilento y silencioso. No lo reconocí, había pasado el tiempo pero no tanto como para deshilachar la imagen de aquel síndico que en el Cabildo arrancaba los aplausos del pueblo con solo sonreír. Aplastado por una responsabilidad que lo estaba consumiendo, me recibió haciendo esfuerzos para mostrarme un optimismo que había perdido. Aquella noche cenamos apurando palabras y bocados, tratando de contarnos la vida en una hora.

Compartiendo una tibia copa de coñac en la amplia biblioteca de su casa, mientras afuera caía una lluvia pertinaz y silenciosa cuyo sonido había olvidado en Lima, me confesó sus angustias:

«Estoy arrepentido Gregorio. Fue un error aceptar la Presidencia de una Junta tan liera. Me miran con desconfianza culpa de ese traidor de Moreno… no ve la hora de destruirme… Pero yo también lo quiero ver muerto, aunque Dios no me perdone…»

Los intelectuales del grupo, encabezados por Moreno, Castelli y su primo Belgrano, no soportaban que el populacho con «olor a establo», como ellos decían, adorara tan ciegamente a Saavedra. Sabían que ellos jamás despertarían tanto amor. Y en la certeza descansaba el odio

Aquella noche de confesiones y angustias, me dio los detalles del plan que me incluía como pieza fundamental. Cada quince días y bajo mi entera responsabilidad, publicaríamos una gacetilla advirtiendo al pueblo, y sobre todo a los jóvenes enfervorizados seguidores de Moreno, de los peligros de un cambio basado en la violencia de la que el abogadito estaba tan enamorado.

No era mala idea la de Saavedra. La palabra escrita era decisiva en épocas de cambios y hasta ese momento en Buenos Aires la habían monopolizado Moreno y Belgrano, adoradores de Europa, manipulando las opiniones de la juventud.

Recuerdo que lo miré pensativo, evaluando su arriesgada propuesta que cada vez me gustaba más. Allí estaba yo, de vuelta en ese puerto que me había sido tan hostil años atrás. ¿Había llegado la hora de mi venganza? El volcán volvió y mi mano comenzó a moverse sola. Iba a descubrir el juego a los jacobinos que se enrolaban tras Moreno, y me relamí pensando cómo aniquilarlos. Con ellos caería Manuel Belgrano, demasiado tibio para jugarse de frente. Seguirían siendo las palabras las que tejerían mi vida y eso me pareció bueno, muy bueno. No dudé más y acepté el desafío.

Amaneció mientras ultimábamos los detalles, organizando una oposición que neutralizara la prepotencia de esos monos sabios que se creían dueños de la verdad.

Pero la idea de mi amigo había llegado demasiado tarde. Una noche secreta y lejos de sus oídos, fue concebida por Moreno, entre oscuros pactos, una expedición militar al mando de Manuel Belgrano. Su misión consistiría en convencer a los mansos habitantes del Paraguay de que «debían» imitarnos y plegarse a la revolución del puerto y romper con España de manera urgente.

Se había puesto la piedra fundamental de la política de violencia que sería para siempre el estilo de Buenos Aires.

La excelente acogida que tuvo la maniobra dejó al descubierto la poca importancia que le dieron a la opinión del presidente. Al darse cuenta de su falta de autoridad, Saavedra se sumió en un estado de apatía y temor, y se pasaba encerrado horas enteras en su despacho sin querer ver ni hablar a nadie. La traición le mutiló el ímpetu, se olvidó de sus planes periodísticos y yo me quedé sin saber qué carajo estaba haciendo en esa ciudad.

Comenzó a carcomerlo la culpa por no haber utilizado a tiempo su autoridad de presidente, y de sus afiebradas elucubraciones salió la idea que me transmitió una mañana desprevenida:

«Gregorio, es usted el único que me puede ayudar. La traición me rodea y ya no sé quién es mi amigo o quién me clavará el puñal. Le suplico que vaya con Manuel Belgrano y controle sus movimientos. Las armas no nos traerán nada bueno, lo estoy viendo. ¡Quién mierda me mandó meterme en este baile…!»

En un desesperado intento de frenar lo que veía como el principio del fin, el debilitado Saavedra concibió la loca idea de enviarme con la Expedición al Paraguay como algo parecido a un secretario, mezcla de escribiente y espía. So pretexto de la confección de los informes oficiales de rigor, debería mantenerlo al tanto de todos los movimientos de Belgrano.

Al comienzo me negué asqueado, no iba a ser yo el espía de mi gran enemigo. Grité y amenacé a un Saavedra cada vez más firme. No había sido convocado para rebajarme de esa manera. Y seguí gritando y amenazando, pero lentamente la idea fue tomando forma en mi mente. Quizás había llegado la hora de vengar más concretamente que por un diariucho las ofensas recibidas por mi sangre de tantos como Belgrano, que ahora más que nunca se creían sucesores naturales del poder español. Quizás así, anticipándome a sus torpes movimientos, podría abortar la expedición y evitar que muriera antes de nacer la nueva América con que soñábamos en Lima…

Nada obedece a la casualidad, y por algo estaba en aquel lugar y en aquella instancia. Mi momento había llegado y, sin pedirme permiso, mi alma se puso de pie. Juré convertirme en su sombra, y adelantarme a sus mínimas decisiones para informar a mis amigos de cualquier estupidez que se atreviera a cometer. Y no iba a tener piedad a la hora de detenerlo. Al igual que él no la había tenido conmigo a la hora de humillarme.

Personas leales se me acercarían cada diez días, en el máximo secreto, para llevarle mis noticias de los pasos del abogado recién ungido General.

«No me esconda ni me disimule nada, mi amigo. Solo la verdad de lo que esté ocurriendo. Conociendo el paño, estoy seguro de que me van a inventar los informes».

Cuando se enteró de que yo, su viejo enemigo, iba con él, se puso tan colorado como antes. Dicen que el escándalo que armó fue de órdago.

Tan soberbio como siempre, seguía creyendo que sobre él no había autoridad. Pero se equivocó. Saavedra, en un intento final por recuperar la dignidad perdida, gritó más fuerte que él, golpeó con el puño su escritorio, y al día siguiente mi nombre era prolijamente anotado en el acta de la expedición me están presentando tu cabeza en bandeja de plata ay cuando caiga encima tuyo doctorcito ahora estoy atado a vos por mi escritura tengo que ocultar que soy periodista para hacerte de niñera pero me la vas a pagar no te voy a dejar respirar tranquilo me voy a meter en tus pensamientos bajo tu piel ay rubito flojito tu pesadilla recién comienza y vos ni siquiera lo sospechás…

Fue en aquel viaje donde comenzaron a anudarse los tres destinos que solo desató la muerte. En nombre del odio o del amor, María, él y yo nos unimos más allá de lo que jamás hubiéramos deseado. Aprendimos tarde que el precio de la desmesura es la muerte y la destrucción.


Lo que habían juntado para ir al Paraguay se merecía muchos nombres, pero jamás el de «Ejército». Era un rejunte humano pobre y desorientado. La mayoría eran negros y mulatos que huían del hambre en busca de una comida diaria. El resto eran muchachos casi sin barba y milicianos todavía calientes por el fuego de las invasiones de los ingleses. Pero la algarabía que armaban era contagiosa y la vida estaba de su lado. Descalzos y harapientos, se sentían soldados napoleónicos. Estaban tan felices y seguros de triunfar, que sentí que contradecirlos era un pecado innecesario.

Lo último que supe antes de partir fue que Ignacio anunció como definitivo domicilio la ciudad del Vaticano, de donde no pensaba volver en los próximos cincuenta años. El pobre y débil Bernardo seguía sometido a la voluntad de mi padre que quiso convertirlo por la fuerza en el hombre que nunca pudo ser. Recibí también una carta feliz en la que me contaba los increíbles adelantos de su relación con Dolores Helguera. Al parecer, la proximidad de la muerte y el temor de que el apellido Rivas desapareciera bajo el peso de sus gordas hijas, habían ablandado a nuestro padre. Y una tarde inesperada, se sacó su bata, tapó el olor a alcanfor con agua florida, se puso por última vez su traje de terciopelo marrón, su camisa de holán de hilo y, del brazo de Bernardo, se dirigió a la casa de sus vecinos Helguera a pedir oficialmente la mano de Dolores. Por supuesto que fue concedida de inmediato, el capital de los Rivas era un excelente motivo para brindar por la felicidad de los novios. El compromiso y la suerte de mi hermano quedaron sellados para siempre en un brindis con champagne en el comedor principal del hogar de la niña novia. Así, Bernardo comenzó a recorrer el camino que lo llevó a convertirse en el ser más infeliz que conocí. No tuvo defensas contra el mal amor de Dolores que años más tarde lo destrozaría.

Hoy creo que lo que hice fue suficiente. Sé que nada me devolverá a mi hermano. Pero la venganza ayuda a continuar, aliviando el peso de la vida.

Estoy seguro de que, de saber Bernardo que aniquilé al hombre que lo mató en vida, algo parecido a una sonrisa se hubiera dibujado en su boca. Aunque desde hacía mucho tiempo el pobre ya había dejado de sonreír.

María Kumbá

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