Читать книгу María Kumbá - Ana Gloria Moya - Страница 14

Yemoja, madre de los peces, madre de las aguas sobre la tierra, nútreme madre mía protégeme y guíame, llévate los sufrimientos que padezco. Concédeme hijos, no dejes que me devoren los brujos.

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¡Cómo me gustaba escaparme de la casa grande y salir a vueltear por las calles! Le rondaba como mosca a la amita y cuando había que salir para un mandado era la primera en ofrecerme. Ella siempre me elegía a mí porque, de las cinco sirvientas que nos repartíamos el trabajo más pesado, yo era la más pícara y la de mejor cabeza.

Lo que más me divertía era ir a la playa a tirarme panza arriba sobre la arena para ver cómo bajaban a los pasajeros de esos barcos enormes, con marineros que hablaban a los gritos sin que nadie les entendiera. Primero los arriaban por una escalerita que colgaba del costado y que se movía como víbora para todos los lados. Después los sentaban quietos en unos botes atados a unas piolas largas que unos percherones tiraban desde la orilla. Así los acercaban a puro látigo. Al final los marineros los pasaban a unas canoas angostitas y, con el agua a la cintura, los empujaban como si fueran de juguete hasta la orilla. Yo ahí ya lloraba de la risa al verlos empapados y con caras de importantes. Las mujeres con sombrillas de encaje se tapaban la boca haciendo arcadas cuando olían los animales muertos tirados en la playa o los charcos de agua podrida. Yo pensaba qué distinto que llegan ellos de nosotros, los esclavos.

De estar de abriboca, se me hacía tan tarde que tenía que volver corriendo a la casa. La tierra se me metía entre los dedos de los pies, haciéndome pesadas las ojotas, tanto que se me salían cada dos pasos y tenía que volver a buscarlas. No me salvaba del coscorrón pero igual siempre me las arreglaba para salir de nuevo al día siguiente.

La verdá es que yo siempre me di maña para todito. Lo que se me ponía en la cabeza, como sea lo conseguía. De bien moza, mi sueño era aprender a escribir mi nombre. Y sola nomás lo aprendí.

Desde el segundo patio, ese que tenía las macetas llenas de begonias coloradas, se escuchaban las voces de los niños de la casa, dale que dale repitiendo las letras, y mientras daba vuelta con un palo de higuera la mezcla para el jabón del mes en la olla grandota, repetía y repetía como loro todo lo que escuchaba. No entendía nada, pero igual repetía. A la tarde, cuando la amita y los niños salían de visitas, entraba despacito a la sala y, con las manos bien limpias para no ensuciar, hojeaba los papeles que quedaban en la mesa. Ahí me paraba quieta, mirándolos fijo mucho tiempo, hasta que a cada letra le sacaba el mismo sonido que yo le machacaba en el patio. Y no me va a creer, pero una tarde pude escribir M A R I A . Usté se acordará que en ese entonces estaba prohibido para nosotros los negros aprender a escribir y leer.

Uno, que vivía cerca de la Plaza Mayor y que de metido aprendió, se ligó doscientos azotes. A mí, sabiendo eso, no me iban a embromar y guardaba bien el secreto; cuando me mandaban a alguna parte con un encargo, garabateaba a cada cuadra con un palito en la parte de tierra más seca: M A R I A, para no olvidarme, claro. Y después lo borraba con el pie. No soy tan tonta, no crea.

Cuando mi Ño General empezó a quererme un poco y se enteró de las ganas que yo tenía de saber, se hizo tiempo y me enseñó los números, para que supiera contar… Me decía que yo tenía cabeza para aprender…

¡Cómo no se iba uno a encariñar con él si tenía esas cosas! A él yo lo quise tanto como a mi mama… Con ella éramos tan unidas… La pobre no podía entender a quién salía yo tan revoltosa. Decía que capaz que a mi abuelo, al que mataron allá en el África, cuando salió a defender a su familia de esos hombres que un día llegaron en un barco enorme para traerlos aquí como a animales.

Ella me contaba todas esas historias cuando terminábamos con la cocina y daba gusto sentarse al fresco, bien juntas y abrazadas, llenas del olor a rosas que llegaba del jardín de atrás. Usté no me va a creer, señó, viéndome vieja y pobre, pero allá en África mi familia era importante, medio reyes. Eso fue hasta que llegaron esos hombres con rifles que le digo y que mataron a mi abuelo. A empujones cargaron a los más jóvenes de la aldea y, después de mucho viajar, llegaron aquí. Pero aguantaron los fuertes nomás. Dicen que los otros se fueron muriendo de hambre y enfermedades durante el viaje. Yo creo que los pobres se morían de tristeza maliciando que nunca volverían a su tierra. Si uno no quiere vivir, al final se da el gusto.

A los finados los iban tirando al mar. Por suerte allá abajo los recibía Yemoja, que nunca abandona a sus hijos. Mi abuela y mi mama tuvieron suerte. Las compró el amo y en la casa grande siempre las trataron bien. Pero mi abuela no aguantó la pena y prefirió morirse. Yo la entiendo, ¿sabe? Uno llama a la muerte cuando en la vida no le queda lugar. Y le aseguro que nunca se hace la sorda. Ahora me viene a la cabeza esa canción nagó con que dormía a mis hijitos… ¿Cómo empezaba?

¡Mi Agustín! ¡Vos también estás conmigo esta noche, hijito!

María Kumbá

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