Читать книгу María Kumbá - Ana Gloria Moya - Страница 17

Oggúm, fortaléceme. Oggúm el poderoso. El Fuerte de la Tierra. El Grande del otro mundo. El Protector de los afligidos. Oggúm, dame fuerza.

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Y como le iba diciendo, llegó una mañana en que mi mama no pudo levantarse del catre. Yo la venía notando media lenta para moler los granos de maíz, apenas podía alzar la mano del mortero y de puro orgullosa no dejaba que la ayude.

Ese día la dejé acostada y le hice tomar un tecito de ruda con valeriana para el desgano. Pero a la tarde le vino la fiebre y ni podía abrir los ojos de lo desforzada que estaba. Haciéndose la oración se puso peor. Ahí ya me asusté y fui a pedir ayuda a los amos. Ellos me mandaron a buscar a Don Ricardo, el médico de ellos. Ya sé que éramos esclavas, pero siempre nos trataron como de la familia. El doctor se volvía loco por las empanadas de vizcacha que hacíamos los domingos. Ya para las Navidades que pasé con el miliquerío allá en el Norte preparé parvas, no me pregunte cuántas, con la simbada la mano me quedó acalambrada por tres días y eso que me ayudaron unos comedidos medio desprolijos, pero con el hambre que había, no se imagina lo que se esforzaron. Si después de comerlas, me acuerdo que hasta me aplaudieron. Allá eso sí era un banquete, después de pasarnos días y días apenas a charqui…

Bueno, sigo. Lo que pasa es que doy vueltas, no quiero acordarme tanto… Don Ricardo me dijo que había que esperar y le dio un líquido marrón. Pero a mí me decía el corazón que no se podía esperar, que se me estaba muriendo. Y ahí mismito, entrada bien la noche la envolví con una manta, y como me contó que ella hizo conmigo cuando nací, cuerpiándola con dos de las mucamas, me la llevé al rancho de la mama Basilia. No bien nos vio llegar, la acostó en un catre y empezó a llamar a Ori y a la Virgen del Rosario… Le preparó con los ewes de Oggún un té, mezclando eucalipto, alfalfa, perejil, raíz de sangre y flor de madre. Yo bajito, para que no me escucharan los orishás, le rezaba a la Virgen, que siempre me concedía cosas. Pero esa noche debe ser que estaba ocupada porque mi mama se murió nomás.

Yo no me podía convencer, se lo juro. Hasta me acosté bien pegadita a ella para darle calor con el cuerpo y le canté canciones nagó. Para despertarla, pensaba yo, qué zonza ¿no? ¡Cómo me iba a dejar sola…! ¡Tan compañeras que éramos! ¿Quién me iba a dar la bendición y después decirme «m’ hijita, usté es mi tesoro…»?

Y bué, ya se sabe, ¿no?; así es la cosa nomás. Nadie le ganó a la muerte; apenas se la puede demorar con algún conjuro, pero tarde o temprano llega. Bien que lo aprendí con el tucumano…

A la mañana tempranito apareció el amo, cargando un cajón de finado en el carro grande para llevarla al camposanto de la Iglesia. Y qué quiere que le diga, cuando lo vi ahí parado, ahuyentándome los ojos y asustado de tanta muerte, me vino otra vez mi pálpito. Sí, no se ría, yo tuve corazonadas desde bien moza. Elegi da de los dioses, sabía decirme la mama Basilia que yo era. Por eso los pálpitos a mí me venían como sueños, a veces como un galope del corazón o un relámpago que me iluminaba y me hacía caer de rodillas. Pero eso sí, nunca me fallaron. Tantas veces me hubiera gustado equivocarme… Corazonada que me vino, corazonada que se cumplió…

Bueno, le contaba que cuando lo vi ese día al amo, me vino la seguridá que él era mi padre, si no podía ser otro. ¿Cómo había estado tan ciega todo el tiempo…? Y será pecado, pero me dio una rabia grande, grande… Que yo llevara su sangre y él, nunca nada. Ni un gesto como para que yo me diera cuenta por qué era más clara que las otras esclavas. ¡Si habrá sufrido mi mama, con el peso de semejante secreto! Y ahí mismito le pedí que se fuera por donde había venido, que a mi mama la íbamos a enterrar como una yoruba, como lo que era. Yo creo que se dio cuenta que descubrí el secreto. Será por eso que sin mirarme se fue calladito. Me costó después acostumbrarme a mi parte blanca, pero qué le iba a hacer, la sangre ya estaba mezclada.

Del velorio lo que más me acuerdo son los cantos y los tambores que no pararon en todo el día y después siguieron camino al cementerio. Adelante iba el cajón pulseado por los mozos de la nación nagó. Yo iba atrás, entre la mama Basilia y el babalawo de San Telmo, con un vestido que la niña Eloísa me había regalado, ese azul y negro tan elegante. Los demás venían de a ratos bailando y de a ratos llorando. La queríamos tanto a mi pobre finadita que nos daba pena ir a dejarla tan sola en el camposanto. En cada esquina parábamos a descansar y secarnos la transpiración que nos daba el ajetreo. Los mozos dejaban el cajón sobre las dos sillas que cargaba Luis, el mulato de los Cisneros, y los bailarines dale que dale, a la vuelta del cajón para agradar a Olorúm y pedirle que se lleve a mi mama con todos los orishás, a descansar de tanta fatiga…

Ya no volví a la casa grande… ¿Para qué? De ahí nomás pasé a vivir con la mama Basilia, que me necesitaba para los encanta­mientos. La pobre se estaba poniendo tan vieja y ciega que confundía los oris de la adivinación.

Capaz que fui ingrata, pero después de saber quién era de verdá el amo, no podía volver. Ahora vieja, me doy cuenta de que siempre lo supe sin saberlo. La verdad era tan grande que se había hecho invisible.

María Kumbá

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