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¡Cómo se mezclan los dioses y los hombres!

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Los habitantes de El Tambor tu­vieron la rara habilidad de mezclar las costumbres traídas de su tierra y las que quiso imponerles la religión que dominaba en el nuevo territorio, al que llegaron robados.

Orgullosos de sus ancestrales ritos y costumbres, habían acriollado a la perfección su Olimpo y, con intuitiva selección, habían tomado de la Iglesia solo lo que armonizara con sus dioses conocidos y cercanos.

Todos los días se desplegaba al sol la vibrante cacofonía de las lenguas africanas que utilizaban los más viejos como rebeldía final ante su destino.

Los hijos y los nietos, por respeto las utilizaban en su presencia. Pero, lejos de su alcance y entre ellos, hablaban en el criollo que se iba gestando y que masticaban desdi­bu­jando los filos, para penetrar con sus palabras en nagó, con­golés o bantú, en la nueva lengua de esta tierra a la que, sin saberlo, marcarían definitivamente.

Cualquiera que paseara por el barrio y que tuviera la mirada transparente podía ver, al lado del pardo Juan que trenzaba el maíz de Guinea de las escobas, a Okó cantándole al oído; o al lado del brujo que curaba a un enfermo, al sabio Erinle guiando su mano; o desde dentro del espejo que sostenía una adolescente estallante de sensualidad, a Oshún, aconsejándole las más viejas trampas de la seducción. Allí hombres y dioses, desdeñando la dimensión terrenal, vivían y ayudaban a vivir.

Para las fiestas de San Benito, todos los habitantes de El Tambor, San Telmo y Montserrat, eran convocados por el amor a su patrono, y salían a las calles principales de la ciudad en colorida y musical procesión. Y era tanta la devoción al santo, al que algunos veían con cara de Olorúm y otros de Obatalá, que hacían que la ciudad demorara su ritmo para verlo pasar envuelto en la música de las mazacayas y las rítmicas coplas de sus devotos fieles.

María Kumbá

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