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- DOS - Pidiendo mal se nos fue la vida

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Debo confesar que mi iniciación en los placeres de la carne fue distraídamente tardía. Cuando advertí que ya tenía dieciocho años y jamás había tocado ni visto una mujer desnuda, cerré el libro que estaba leyendo. Había llegado el momento de dejar atrás los placeres solitarios y comprobar si la geografía femenina coincidía con las ardientes descripciones de mis lecturas.

No debí buscar mucho. Estaba rodeado de candidatas deseosas de sentir en sus caderas calientes y generosas, las manos del hijo del patrón. Una siesta tucumana, un cañaveral y mi torpeza, ayun­taron dos cuerpos transpirados, urgidos por el deseo y la torpeza, que apenas si se miraron. No recuerdo su rostro, menos su nombre, pero desde aquel día hasta mi regreso a Buenos Aires, ella fue mi desayuno junto con el jugo de naranja y el café espeso que cada mañana llevaba hasta mi dormitorio.

Por supuesto, hubo otras mujeres de ganas tan atropelladas como las mías, que poseí en lechos húmedos y afiebrados. Pero pasó el tiempo y, pese a mi empeño por conocer la trama del amor y su follaje, solo sabía de él por mis lecturas, y eso no me alcanzaba. Todo cambió cuando María, tan tarde que ya estaba resignado a la ignorancia, irrumpió en mi vida. Jamás había desnudado los abismos y las cumbres que siempre me habitaron, y solo a ella me atreví a confesarle. Por ella supe que la falta del olor y el sabor del ser amado puede llegar a matar de orfandad.


Apenas llegué, Lima me atrapó entre sus dedos de colores. Ahí estaba la Ciudad de los Reyes, desperezándose lánguida a las orillas del Rimac. Entre los jóvenes tenía la fama de ser el Paraíso Terrenal. Una mezcla de Sodoma y Gomorra que prometía placeres prohibidos de la mano de hembras ávidas y lujuriosas. Se decía que estaba todo alegremente permitido, y ahí me dirigí, arrastrando mi condición de hijo pródigo sin intención de redimirse.

Me ajusté naturalmente al ritmo erótico y vital de esa ciudad pintoresca y atrevida. Llevaba una carta de presentación de mi pariente lejano y amigo del corazón, Cornelio Saavedra. Esta me abrió las puertas de la sociedad limeña, y pronto fui uno más entre aquellos jóvenes, universitarios en su mayoría, que ya comenzaban a cuestionar su centenario servilismo a los españoles. Los limeños presumiendo su mestizaje me fascinaron. Tan orgullosos de su estirpe, tan distintos a nosotros que siempre tuvimos la sangre desorientada. Eran pocos los que suspiraban por una piel más clara y mis nuevos amigos torcían las ramas de su árbol genealógico para llegar a rozar a Manco Capac. Los mayores, con ingenua vanidad ante su corte llena de oropeles copiada de Madrid, se paseaban vestidos de terciopelo por las calles en las que las carrozas doradas se topaban con montañas de bosta en cada esquina.

Me dieron una bienvenida tan concreta y solidaria que, en menos de dos semanas de haber llegado, y gracias a Saavedra y sus influencias, ya estaba mezclado con dos de los olores más embria­gantes que conocí: los de la tinta y el papel. Si bien mi ingreso a «El Mercurio Peruano», el periódico más importante del Virreinato, fue al desgano y urgido por la subsistencia, pronto su ritmo me succionó. Entonces, como en los viejos tiempos, estalló el viejo volcán, fusionando mi escritura con ese nuevo vicio tan parecido a la pasión: el periodismo.

Comencé a trabajar escribiendo en un oscuro rincón del edificio, y terminé siendo su director por casi diez años. Descubrí la erótica sensación de ser leído apenas días más tarde de parir las ideas. Su aparición muchas veces era irregular, pero armar ese contenido caótico y vital, en el que se mezclaban las sátiras al Virrey y al Obispo con las reseñas de las noticias que llegaban de Europa, fue un desafío del que nunca me arrepentí.

Mis amigos limeños fueron los idealistas y revolucionarios que años más tarde serían la clase dirigente de esta América desordenada y salvaje. Llenos de humo y alcohol en cualquier bodegón, nuestras discusiones sobre literatura y política rivalizaban en brillantez y fogosidad. Literatura y política, pensamiento y acción, principio y fin. ¡Quién puede sustraerse al estéril placer de, ya borracho como una cuba, ordenar el mundo frente a una mesa de café…!

Allí me fue creciendo el orgullo de ser americano, y perdí para siempre la oscura vergüenza por mi sangre india. No era necesario imitar a los europeos para ser. Teníamos nuestra propia identidad, solo debíamos perfilarla.

Por eso, cuando se enteraron de que mi eterno enemigo, Manuel Belgrano, se carteaba con la princesa Carlota Joaquina, declarándose su más leal súbdito, fui el hazmerreír de todo el mundo. ¡El muy patético, siempre soñando con monarquías! y envidiando linajes europeos se te notaba a la legua que te avergonzaba ser el hijo de un comerciante medio pobre y lleno de hijos tantas veces te escuché maldecir tu mala suerte por haber nacido aquí jodiste tanto a tus padres que se hartaron y juntaron las monedas para mandarte a Salamanca así te dabas el gusto de sentirte europeo menos indio más blanquito lacayo lacayito.

Los más temerarios, por unas pocas monedas de soborno, accedíamos a las publicaciones francesas revolucionarias, prohibidas por la Inquisición local, que clandestinamente entraban por el Callao. Gracias a mi cargo en «El Mercurio» pude burlar la censura, y acariciar aquellos «libros prohibidos» que llegaban de Europa. Pero cuando las monedas para los vicios escaseaban, las artimañas de las que nos valíamos eran tan ingeniosas como ridículas; solo urdirlas era una diversión tan recompensada, que no nos la perdíamos por nada del mundo. Un tonel de vino, una caja de sombrero, o una amplia sotana; todo era válido para burlar la vigilancia portuaria y darle de comer al alma.

Así llegaron a mis manos Rousseau, Diderot, Montesquieu. La palabra «pueblo» fue cobrando en mí una dimensión concreta y alcanzable. Y comencé a encontrar mi lugar de pertenencia.

Pasé en Lima los años más placenteros de mi vida. Mi exilio voluntario me sirvió, como sucede con la distancia, para profundizar odios y afectos. De vez en cuando recibía la visita de algún viejo condiscípulo del colegio, que llegaba con sus ideales o lascivia a cuestas, y cualquiera que fuera su equipaje, volvía satisfecho. Por ellos me ponía al día de los chismes del puerto del sur que, iniciado 1800, comenzó a hervir en contradicciones. Repelieron dos veces los intentos ingleses de invadirlos y comenzaron a acariciar la idea de sacudirse también de encima a España.

El único lazo que me unía a Tucumán era la correspondencia con Bernardo. Me escribía con la regularidad que late el corazón. Quedar como único depositario de las pesadas esperanzas de nuestro padre lo estaba asfixiando, pero su carácter débil y bondadoso no le permitía reclamar su espacio en la vida. Es más, creo que jamás supo que tenía derecho a uno. Melancólico, vivía en un mundo más allá de todo. La muerte de nuestra madre, horas después de parirlo, lo había dejado no solo sin un pecho que lo alimentara, sino también lleno de preguntas sin respuestas. El daño era mucho más profundo de lo que jamás imaginamos. Lo que aconteció después nos dio la medida, aunque ya fue tarde, de la herida de muerte que Bernardo recibió al nacer. Desde mi violenta partida, mi padre lo obligaba a llevar la contabilidad de la finca, y el pobre pasaba horas enteras sobre columnas de números que nunca le interesaron. Su verdadera pasión, si alguna vez tuvo alguna como no fuera Dolores, permaneció oculta hasta para él mismo.


La carta de Cornelio Saavedra, me fue entregada una noche sin estrellas, en la que yo escribía más allá de todo. Los golpes de un emisario misterioso que casi voltean la puerta, marcaron el final de aquellos años disolutos y felices. Pensé que me comunicaban la muerte de mi padre, y comencé a renegar pensando en la culpa que me daría su partida sin reconciliación. Durante todo ese tiempo Francisco Rivas me devolvió sin abrir la correspondencia. Era su forma de derrotarme. Había comenzado a escribirle la mañana en que, peinándome, descubrí mis primeras canas y decidí que ya no había tiempo ni espacio para el rencor. Los huesos se van haciendo débiles y cada vez es más difícil seguir sosteniéndolos.

Recuerdo que leí la carta a la mañana siguiente de recibirla, por las dudas no pudiera volver a dormirme quedando a merced de la noche y su impiedad para mis culpas. Pero aquella vez me equivoqué, cuando la abrí, una catarata de acontecimientos que convulsionaban aquel puerto tan lejano llenó mi habitación. En su larguísima misiva mi amigo Saavedra me urgía a volver a Buenos Aires. Grandes cambios se avecinaban, me decía, y me necesitaba a su lado. Se sentía solo y desconfiaba de los que se decían sus amigos. Presionado, aceptó encabezar una conspiración contra el Virrey Cisneros y ahora, asustado de su temeridad, requería de mi experiencia de viejo periodista para publicar elementos que sacu­dieran a ese puerto, contradictoriamente sumiso a Inglaterra, pero con ideas libertarias respecto de España.

No precisé más excusas, y con el mismo impulso que años atrás me había llevado a Lima, inicié el inevitable camino de regreso.

A pesar de las amistades que fueron mi sostén, y de un puñado de amantes que me calentaron la cama y el corazón sin pedirme demasiado, siempre supe que no moriría en Lima. Me pregunto por qué, pese a haber estado a punto de casarme en dos oportu­nidades con hermosas limeñas, dejé a las prometidas llorando sobre sus ajuares preparados y su segura soltería. Supongo que al final tuve un mínimo de conciencia y recapacité. Si apenas podía hacerme cargo de mis propias confusiones, mal iba a responsa­bi­li­zarme de una esposa gorda como la de mi padre y un montón de niños llorones parecidos a mí.

Así, dejé para siempre el lugar donde había despertado a la conciencia, donde aprendí de qué lado estaba mi propia historia. Hijo de india y español como tantos, sentía el tironeo entre dos sangres que no aceptaban mezclarse. Pero lo hicieron, yo era americano y, recién cuando lo descubrí, mi escritura alcanzó sentido y mi corazón la paz.


Bajando hacia Buenos Aires, me detuve en Tucumán. Me quedé el tiempo necesario para comprobar que Francisco Rivas no había cambiado. Estaba viejo y enfermo, pero su rencor seguía intacto.

Para mi sorpresa, el que estaba totalmente transformado era Bernardo. Enamorado perdidamente de una niña castaña y silenciosa que todavía jugaba a las muñecas, el amor lo había hecho luminoso.

Ella era Dolores Helguera, hija de una familia vecina a la nuestra, a la que nos unía una desatada proximidad. Lo entendí, pobre Bernardo. Ignorante de las dulzuras femeninas, ese amor que su imaginación y necesidad agrandaban, lo transportaba a espacios más gratos que la realidad. No quise desanimarlo advirtiéndole de los peligros que ello escondía, ya lo descubriría por su cuenta. Hoy, mientras escribo estas memorias, me culpo de haberlo dejado a solas con su corazón.

Sentados en la galería que da al Aconquija, en esas mañanas en las que hasta el aire es feliz, me dejé torturar escuchando sus planes de casamiento que incluían que la niña creciera. Los hacía a espaldas de nuestro padre, ya que estaba seguro de que no aceptaría un matrimonio que no significara una ventajosa transacción comercial. Con las deserciones de Ignacio y mía, nuestro padre había agotado su capacidad de tolerancia y estaba ya impaciente por ver nacer la próxima generación de Rivas, a sabiendas de que ni sus desapegados hijos mayores, ni sus dos rechonchas hijas, merecidamente solteronas, jamás se la darían.

Bernardo se atropellaba, intentando transmitirme con palabras su demorada felicidad. Lo miré con ternura. Tenía más de treinta años y recién estrenaba su corazón con una niña de escasos trece. Le supliqué que concretara sus sueños sin pedirle permiso a la vida y, por primera vez, intuí que mi hermano era dichoso.

La mañana de mi partida, cuando abracé a mi padre, supe que ya no lo vería vivo nuevamente. Envuelto en una bata de lana gruesa y oliendo a alcanfor, había perdido la ferocidad que yo le recordaba. Sentí pena por nosotros, pidiendo mal se nos fue la vida.

Por primera vez me dejó que lo abrazara. Todavía hoy recuerdo sus manos en mi espalda, acariciándome con torpeza en un tardío encuentro. Pero el problema con el tiempo es que no da marcha atrás.


Llegué a Buenos Aires en junio de 1810, cuando todavía no habían sido barridas de las calles las esperanzas y especulaciones de la pacífica revolución del mes anterior.

Después de tantos años de ausencia, la ciudad estaba desconocida. Se había ido extendiendo hasta lugares que antes eran un monte intransitable, y las calles estaban animadas por un incesante barullo. El alumbrado llegaba hasta la calle Montserrat y ya no había necesidad de poner guardias los días de lluvia para evitar que la gente se ahogara en zanjones hediondos. Lo que sí seguía igual era la peste de ratas que paseaba por todas partes. Más grandes que los gatos, cada dos pasos se las encontraba destripadas por felices hordas infantiles.

El lugar obligado de reunión y discusión política era el Café de Marco, una moderna confitería con mesas de billar y un increíble surtido de bebidas alcohólicas. Volví a encontrarme con mis viejos condiscípulos. Muchos estaban adormecidos bajo el peso de una gran barriga y la prosperidad lograda con el contrabando. Me sentí muy lejos de ellos. Suerte que también estaban otros, como Martín García que, al igual que yo, seguía buscando su lugar exacto en la vida. ¡Como si se lo reconociese al momento de encontrarlo, si es que alguna vez sucede!

La madrugada nos hallaba borrachos y llenos de fervor, jurándonos, entre mocos, amistad eterna, violar a la princesa Carlota Joaquina y matar al virrey, aunque también podía ser al revés.

A veces era tal el entrevero de sillas, parroquianos y vino, que los pobres negros que con un farolillo iban a buscar a sus amos, se llevaban al equivocado. Algunas esposas, agradecidas…

Mayo había desorganizado la vida de todos y nadie, ni siquiera las autoridades del puerto, sabían qué iba a pasar con el Virreinato. Habían cambiado la vergüenza de ser súbditos de una España agónica, por la libertad de comerciar con Francia e Inglaterra… No pasó mucho tiempo para que se dieran cuenta de que habían hecho un pésimo cambio de amos. Pero ya fue demasiado tarde.

María Kumbá

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