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- UNO - Me perfeccioné en el difícil arte de sobrevivir siendo minoría

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Nací en el partido de San Miguel de Tucumán de la Provincia de Salta, el abril de 1770, cuando era una aldea de apenas cinco o seis cuadras mal trazadas. Mi padre, Francisco Rivas, en un arrebato de amor del que se arrepintió toda su vida, se casó con mi madre, producto ilegítimo pero perfecto de la unión de un español y una india.

Dije que se arrepintió muy pronto de su impulso, ya que sus negocios prosperaron con gran velocidad y, al querer escalar socialmente, el peso de la sangre de mi madre se lo impidió.

Fue para él un lastre tan gravoso que, en un acto de amor, ella decidió morirse en su último parto dejándole en los brazos a mi hermano Bernardo, su tercer hijo varón, el único que mi padre amó. Al menos eso dejaba entrever su mano, cuya textura no conocí, jugueteando en su pelo. Ni Ignacio, el segundo, ni yo, supimos de la debilidad de una caricia.

Por ser el primogénito, recayó sobre mí su mandato inapelable de continuar sus negocios y llevar el apellido Rivas tan alto como la rígida sociedad de entonces le permitiera a un mestizo. Ignacio, el menos comprometido con la sangre, encontró una incuestionable manera de burlar las exigencias paternas. Entró al Seminario sin más vocación que sus ganas de irse lejos, del que salió ordenado sacerdote con brillantes notas, directo al Vaticano. Así se liberó de la opresión paterna que se ensañó con Bernardo. El pobre creció sin madre, en una casa de hombres silenciosos y mujeres que a escondidas le dispensaban una caricia de lástima. Así nunca pudo armarse para la vida y sus zancadillas.

Francisco Rivas era dueño de las tropillas de mulas más grandes de la zona. Venían comerciantes del Alto Perú o del puerto de Buenos Aires a comprar los animales que criábamos. Pese a que muchas morían reventadas bajo el peso excesivo de las cargas, era el único medio que los comerciantes utilizaban para transitar las complicadas geografías desde los puertos del Callao hasta el de Buenos Aires. El negocio era excelente ya que las pasturas tucumanas eran generosas como la tierra y tanto en invierno como en verano las engordaban en diario y gratuito banquete. La única amenaza para el negocio de los troperos era el mal del bazo, una peste tan contagiosa que, si un solo animal se enfermaba, los arrieros, entre cuchillos y lágrimas, sacrificaban al resto. Cualquier sacrificio era poco para ir a buscar de las costas las anheladas mercaderías de Europa.

El patrimonio de mi padre aumentó de tal manera que, necesitando multiplicar sus ganancias, incorporó en Trancas enormes extensiones de cañaverales, que rezumaban azúcar con solo mirarlos. Tiempo después, los barriles llenos del alcohol sacado de la caña se consumían en la zona de manera que los Rivas fuimos culpables de más de un crimen en boliches y pulperías donde los odios y las pasiones eran dejados en libertad por el aguardiente.

Ante tanta prosperidad y la rápida deserción de Ignacio a Europa, de donde, estábamos convencidos, no pensaba volver jamás, Francisco Rivas decidió darme la mejor educación posible para sucederlo y, pese a tantas lágrimas furiosas y a mis escasos doce años, me envió al Real Colegio de San Carlos de Buenos Aires.

Durante cuatro años, me perfeccioné no solo en teología, filosofía y gramática latina, sino también en el difícil arte de sobrevivir siendo minoría. Una minoría oscura y burlada…

Desde el primer día de clase nos unió un odio intenso. Manuel Belgrano creyó que, por ser callado y provinciano, con los pies aprisionados en durísimos zapatos, me podía ordenar que me sentara en el último banco. Su ojo morado me valió la primera penitencia que pagué feliz y selló nuestra eterna enemistad.

Se daba cuenta de que yo sufría lejos de Tucumán; siempre tuvo habilidad para descubrir las miserias ajenas. Me despreciaba por la sangre mestiza tan intensamente como yo lo odiaba por su pelo rubio y sus ojos claros. No perdía oportunidad de humillarme delante de nuestros compañeros. «Indio de mierda», me gritaba y la furia me subía al rostro. «Rubito flojito», le gritaba yo, imitándole su voz aflautada. Y dejaba de ser blanco para ponerse rojo. Intentaba disimularlo, pero a mí nunca pudo engañarme con su papel sobreactuado de monaguillo melancólico te hacías el santo en las misas y todos te creían yo no a mí jamás me engañaste yo veía lo que hacían bajo las mantas vos y tus amigos por las noches en los dormitorios a oscuras chancho obsecuente chismoso siempre delatándonos para colmo disfrutabas y te reías de los latigazos que nos daba el Padre Anselmo cuando le contabas que fumábamos en los baños esos cigarros apestosos todavía tengo surcada la espalda de aquellas noches en que nos desvestía y nos azotaba en su celda mientras nos hacía rezar diez padre­nuestros y él jadeaba y jadeaba.

Al volver para las navidades a Tucumán, luego de quince días de ansiosa marcha en berlina, mi padre examinaba los progresos del año, de los que siempre se cuidó de no estar conforme. Nunca me perdonó mi rostro de indio que su sangre no logró aclarar como al de mis hermanos. Fui el más oscuro, el más fiel a la herencia materna. Él nunca supo que ahí residía mi fuerza.

Para el abril en que cumplí quince años, Francisco Rivas se había vuelto a casar, esta vez con la blanca y gorda hija de un comerciante andaluz, logrando al fin su anhelada condición de vecino notable. Con ella tuvo dos hijas con las que jamás crucé palabra, camino ni mirada.

Desesperado ante la invasión de tanta gordura femenina intentó tozudamente iniciarme en el negocio y me llevaba entre los surcos de caña a supervisar a los zafreros. Pero sus esfuerzos llegaron tarde, la escritura ya se había apoderado de mí con la misma intensidad de su rechazo, y ya jamás pude curarme. Había comenzado a hacerme su presa apenas aprendí a leer, guiado por el dedo oscuro y dulce de mi madre que me iba señalando las letras escritas con tiza sobre una pizarra que compartía conmigo sus rodillas. Así, las siestas tucumanas de la niñez abandonaron el duende de mano de lana y mano de fierro, para poblarse de palabras que, unidas a otras palabras, me encadenaron para siempre.

Después, sin orden ni concierto, comencé a escondidas a devorar los libros de la biblioteca paterna, que sacaba escondidos entre las ropas. Así dejé selladas con cebo de velas y sal de lágrimas, las páginas de Séneca, Virgilio y Petrarca. Se me hacían cortas las noches, y mis ojos, permanentemente colorados, delataban los vicios nocturnos que me desvelaban.

El volcán sucedió de repente. El ansia de escribir me surgía con tanta fuerza que se atropellaba en mi mano, siempre más lenta que los arrebatados universos que paría mi mente. La realidad no me bastaba y necesitaba ordenarla a mi antojo en la escritura. Así dolía menos.

Cuando salí para siempre del Colegio San Carlos, y durante más de tres años, mi padre me puso a dirigir la Sucursal de Rivas e Hijos en Buenos Aires. La excusa de los ideales de igualdad y fraternidad, recién llegados de Francia, nos reunían todas las noches alrededor de las mesas de café, de las que nunca pudimos ni quisimos levantarnos antes del amanecer, empapados de vino y sueños. Nadie en la ciudad pudo ver abierto nuestro negocio en horas de la mañana, como tampoco convencerme de que debía atender tras un mostrador. Tan luego a mí, que la madrugada anterior escribía con sangre de todos los borrachos presentes (de los que se dejaban pinchar un dedo, en realidad), manifiestos que, estábamos seguros, cambiarían el curso de la historia.

El pobre negocio no pudo resistir mi pasión por la juerga poética o por la poesía del juego, y lo llevé al borde de la quiebra. No sé si lo intenté seriamente o me esforcé por fracasar. No se puede torcer la naturaleza, esta siempre se impone, más allá de la razón.

Cuando Francisco Rivas descubrió que el espesor de mi sangre era superior a sus fuerzas, decidió que ya era hora de tener un hijo menos y, sin ceremonias fúnebres, me enterró en un rencoroso olvido.

No quiso oír explicaciones ni yo quise dárselas. Bernardo, acongojado, lloraba en un rincón al presenciar la violencia de los reclamos que cruzamos. Aproveché una caravana de mulas que salía para Lima, la ciudad de las delicias y, sin más equipaje que mi furia, partí del Tucumán.

María Kumbá

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