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Abismo

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Gritos silenciosos de la tierra, bocas inmensas que se abren para que sus entrañas sean arrancadas sin dejar rastro: la devastación es abismal y enigmática. Emerge la noche, no la sagrada, la que llama a los hombres al placer, la dionisiaca, la femenina, la lunática; emerge la noche del abismo insondable, donde el llanto de la vida, su dolor, su tristeza, no cesan. Los hombres, como la tierra de la que estamos hechos, no cesan de trabajar eficientemente para devastar y devastarse. ¿Qué nos queda luego de haber perdido la tierra que nos vio nacer? ¡Lo que le hagamos a la tierra, nuestra madre y maestra, se lo hacemos también a sus hijos ya que ellos –nosotros– estamos hechos de tierra; ¡somos cuerpos-tierra! Los pueblos originarios, sabios y sensibles al dolor de la tierra han dicho de muchas maneras que el humano moderno está devastando y desolando la tierra. ¿Qué pasa con los hombres que como tierra y en el suelo sin fundamento, son devastados por devastar, sin saber que devastan la tierra de sus afectos?

En consonancia con el grito de la tierra, que es el grito de lo humano no atrapado en las redes de la industrialización del planeta, urge pensar lo humano como aquello que ama la tierra, la respeta y cuida. Si somos hijos de la tierra, es urgente una reforma profunda del pensamiento y un cambio en la dirección de nuestra cultura, como lo han propuesto los pensadores de la complejidad y la ecología profunda.

Nietzsche, de nuevo y siempre, advirtió en la voz de Zaratustra: “Crece el desierto. ¡Ay de quien alberga desiertos!” (tomo 2, 2000: 731). Y en el desierto creado por la mano del humano moderno ¿qué puede florecer? La miseria se extiende. Tanto los Hopis, maravillosa comunidad originaria del Sur de los Estados Unidos, como Nietzsche, expresan su inquietud creciente, frente a una humanidad y a una concepción de lo humano escindido de la naturaleza, dominándola de manera cada vez más atroz y en esa devastación, creando desiertos. Volver a pensar el humano que somos, exige entonces abandonar la megalomanía del concepto de Hombre construido por la burguesía europea durante los siglos xvii y xviii; asumir con humildad que somos tierra, naturaleza, que somos solo una hebra en la trama de la vida, y que urge dejar que la tierra florezca.

Sin embargo, pareciera que la luz de la poderosa razón industrializada e industrializadora de la tierra ha sido más fuerte que el silencioso grito de la tierra. Edvard Munch sintió que el grito profundo y doloroso de la tierra lo atravesaba.


Figura 3.2. Edvard Munch, “El Grito” (1893). Galería Nacional de Noruega, Oslo.

Silencio tenso, denso. Más bien silenciamiento de un geocidio que no tiene nombre. Nombrar significa dar sentido a algo o a nada. Nombrar construye densidades relacionales entre lo innombrado que ahora se nombra, con las demás cosas nombradas. Han pasado más de ciento veinte años desde que esta obra emergió de la mano del pintor, guiada por el dolor infinito de la tierra herida. En estos años el clamor telúrico del poeta no ha podido superar la voz de la razón tecnológica y científica, la voz de la razón industrializadora de la tierra. El geocidio, en todas sus formas se ha convertido en la manera en que todos los días la humanidad (occidental-moderna) devasta la tierra.

El desierto sigue creciendo, el grito de la tierra no se escucha; la voluntad de crecer es más fuerte que la voluntad de permanecer. El crecimiento del desierto va en la misma línea del crecimiento del capital. El paisaje construido por éxito económico es el desierto agigantándose. Seguimos volando como Ícaro, eufóricos, irresponsables, embriagados por la luz de la razón. Si hay alguna esperanza no será para nosotros, como lo decía tristemente Kafka.

Recuerdo (escribía Benjamin) una conversación con Kafka, cuyo punto de partida fue la Europa contemporánea y la decadencia de la humanidad. Somos, dijo él [Kafka], pensamientos nihilistas; pensamientos suicidas que surgen en la cabeza de Dios” […] “Nuestro mundo es un mal humor de Dios, uno de sus malos días. ¿Existirá entonces esperanza, fuera de ese mundo de apariencias que conocemos? Él, Kafka, rió: Hay esperanza suficiente, esperanza infinita, pero no para nosotros (Benjamin, 1985: 141).

Si leemos las políticas ambientales encontraremos que la educación, y por supuesto la educación ambiental, no incluye a los humanos-cuerpos-entre cuerpos en el devenir de la tierra, ni en el tejido profundo de las tramas de la vida. Por el contrario, coloca a las infancias en eso que las nombra: sin voz, para que no digan nada sobre su tierra natal, sobre su lugar de origen. Igualmente, la preocupación por las juventudes no está cruzada por un retorno a la tierra-madre, educar en la recuperación y resignificación de la tierra que somos, sino en educar a las infancias y juventudes para continuar con el desarrollo del sujeto, que ha sido avasallamiento desolador de la tierra-objeto-mercancía, donde los humanos tambien somos avasallados y desolados, porque somos tierra, somos naturaleza.

Si la Educación en América Latina continúa siendo el lugar privilegiado seguir el proceso civilizatorio, es decir, colonizador, que comenzó Europa hace más de quinientos años en esta América-Abya Yala, los niños y niñas, jóvenes, adultos y ancianos que hemos sido educados y educamos permanentemente, tenemos que volver a pensar lo que somos y tal vez olvidar lo que nos han impuesto que debemos ser. Atrevernos a volver a pensar no sólo lo ya pensado, sino aquello que no nos habíamos atrevido a pensar, es un acontecimiento de jovialidad.

En este sentido, hay esperanza: no en las políticas sino en la potencia política de las poéticas del habitar, de la vida.

La vida como centro: arte y educación ambiental

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