Читать книгу La vida como centro: arte y educación ambiental - Ana Patricia Noguera de Echeverri - Страница 6
CAPÍTULO 1 La Naturaleza: ese lugar común Carmen Villoro
ОглавлениеEl arte en general y la poesía en particular han abrevado siempre de las imágenes que otorga el mundo natural. Los criterios de belleza, en diferentes culturas, están basados en atributos propios de la Naturaleza: armonía, fuerza, equilibrio. Considerada por el hombre una obra de arte de Dios, la Naturaleza lo asombra, lo postra, lo inquieta. El hombre ve en ella una sublime manifestación de lo sagrado que rebasa su capacidad de entendimiento. Minúsculo y frágil frente a sus fuerzas, sobrecogido por su majestuosidad, el ser humano le ha rendido tributo dibujándola, pintándola, reproduciendo sus pautas en la música y la danza, describiéndola en la literatura, cantándola en la poesía.
La pintura paisajista, que surge con el Renacimiento, hace una apología de la Naturaleza como antes lo hizo el arte sacro de las figuras religiosas. El campo, el bosque, el mar, son tratados como escenarios donde se manifiesta la grandeza de la Creación. El gran reto de los pintores de academia ha sido retratar la luz, elemento natural relacionado en todas las culturas con lo divino. Cómo se han esforzado para poder plasmar los efectos del viento en pastizales y velámenes de barcos, en el oleaje y el vuelo de los pájaros. Qué rigor en la técnica para transmitir la consistencia del fuego en las hogueras y las temblorosas llamas de las velas, el colorido de la tierra y sus productos vegetales, la textura de las montañas y las transparencias del agua de ríos, mares y cascadas. Los naturalistas han capturado animales, árboles, frutos y flores en ese intento de transmitir su belleza y su gracia. En esta necesidad de registrar y mostrar a través del arte la grandeza de lo natural, se ha rendido tributo también al cuerpo humano como una más de sus formas.
La Naturaleza convoca nuestra sensibilidad de manera instantánea y apremiante. Nuestros sentimientos responden de inmediato a sus estímulos. Todos los seres humanos somos tocados por el dibujo de una flor. Todos hemos querido hablar de un árbol. Todos hemos aliviado nuestro dolor con el sonido del agua. No hay quien no quede prendado por el movimiento del fuego. Lo natural es el tema más común en el arte y el que con mayor facilidad despierta nuestra sensibilidad. Somos más proclives a escribir un poema sobre una rosa que sobre un cenicero o un armario. Por ello mismo, tendemos a repetir lo que ya otros han dicho, una y otra vez a lo largo de la Historia.
El ser humano tiene la impresión de no estar suficientemente equipado para comunicar lo que la Naturaleza le lleva a experimentar. Por ello ha depurado la técnica hasta niveles de excelencia, pero al darse cuenta de que ni a través de los más sofisticados recursos de que dispone puede captarla, ha optado por conformarse con rozarla tangencialmente, representarla simbólicamente, elaborar metáforas y analogías que permitan apenas vislumbrarla, atisbar en ella por un instante efímero, entenderla de manera parcial y siempre provisional e incompleta. La Naturaleza es demasiado grande pero el hombre la quiere poseer como el niño que se aferra al regazo de su madre.
Como todos los seres humanos, he estado en medio de un entorno natural que rebasa mi lenguaje. En Iguazú caminé imantada por el sonido cada vez más poderoso de las cataratas hasta que se volvió más fuerte que mis pensamientos. El agua mojaba mi cuerpo que se hacía pequeño a medida que la visión de la caída de agua crecía en majestuosidad y estruendo. Rendida ante la imponencia de aquel cauce colosal lloré todo lo que pude a falta de palabras, intercambié la mirada con mis compañeras de viaje que se entregaban, atónitas, al poder de lo inefable. Cómplices, unidas por la experiencia milagrosa, sólo atinamos a callar. El sentimiento religioso que despertó en nosotros al estar en medio de las cataratas de Iguazú es similar al que comparten los feligreses al interior de una catedral gótica, y similar es la comunión del sentido del ser como una partícula de un todo inconmensurable.
Un amigo platica la siguiente anécdota: cuando sus padres lo llevaron por primera vez a la costa, siendo un niño pequeño, al descubrir la inmensidad del mar, exclamó emocionado: “Mamá, ayúdame a mirar”. El ser humano será siempre ese niño inerme, desprovisto de recursos, armado sólo con su poesía para entender lo que sus sentidos le aportan cuando de la Naturaleza se trata.
En el arte, hay quienes se han obsesionado con un tema y han logrado comunicar a los demás mortales el carácter sagrado de un fenómeno. El pintor inglés William Turner dedicó su vida a pintar la luz. Los cielos de sus óleos y acuarelas doblegan nuestro espíritu como si estuviéramos ante un amanecer real. Es cuando nos sorprendemos del talento de ciertos seres privilegiados que son capaces de tales creaciones reservadas a los dioses. Los pintores impresionistas, como Claude Monet y Camille Pissarro, lograron reproducir, no el paisaje real, sino la vibración emotiva que él comunica, creando una técnica que revela la impresión subjetiva de lo mirado por el hombre. Desde las escenas bucólicas del Renacimiento hasta los paisajes mexicanos de José María Velasco y Dr. Atl en los siglos xix y xx, la pintura del paisaje reproduce una indecible felicidad una y otra vez visitada por los seres humanos.
Ahora bien, si la Naturaleza es, para el ser humano, ese objeto de respeto y devoción que la ha llevado a colocarse como el tema más visitado en el arte, el mayor de sus lugares comunes; si todo humano quiere pronunciarla, compartirla, registrarla, reproducirla, venerarla y exaltarla, ¿por qué la destruimos?, ¿por qué estamos acabando con ella? Además de admirarla, el ser humano ha tratado de controlarla imaginariamente a través de sus creaciones como si en ellas pudiera ejercer el dominio de un entorno que lo abruma y lo sobrepasa. La Naturaleza nos sorprende, pero también nos atemoriza. Nos recuerda que somos Naturaleza y moriremos. La escalada civilizatoria hacia el dominio de lo natural es una negación de la naturaleza personal. Hemos desarrollado un mundo sintético y tecnológico sujeto a leyes diferentes a las naturales: flores de plástico que no se marchitan; edificios que se elevan sobre las frondas de los bosques (nuevos bosques donde los humanos nos sentimos protegidos); sustancias y aleaciones que distribuimos entre la población como amuletos contra el inexorable deterioro paulatino de la vida individual. Sólo algunas culturas, las menos, conciben la existencia como una expresión efímera y honorable de lo amplio natural y otorgan una importancia primordial a lo colectivo sobre lo individual y a lo natural sobre el progreso. Otras sociedades, ciegas a la desgracia, tienen a sus poetas y a sus artistas que recuerdan cada tanto la gloria en la que fuimos concebidos. Los escuchamos, admiramos sus obras, pero inmediatamente olvidamos. En estas sociedades nos gusta lo natural, pero lo queremos encuadrado en un documental de televisión del Discovery Chanel; deseamos jardines ordenados, mascotas domesticadas, cantos enjaulados en un cd, casas libres de insectos y pesadillas.
Pero ¿no somos también Naturaleza? ¿Cómo huir de nosotros mismos? Por más que lo intentamos, no logramos ser los muñecos inmortales que quisiéramos ni las máquinas omnipotentes que abatirían el transcurrir del tiempo. Lo dijo el poeta Netzahualcóyotl con profundas y sencillas palabras:
¿Es que acaso se vive de verdad en la tierra?
¡No por siempre en la tierra,
sólo breve tiempo aquí!
Aunque sea jade: también se quiebra;
aunque sea oro, también se hiende,
y aun el plumaje de quetzal se desgarra:
¡No por siempre en la tierra:
sólo breve tiempo aquí!
Y retomando la misma tradición de respeto a la Naturaleza y pulcritud estilística, el poeta Octavio Paz consonó cinco siglos después:
Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
Porque somos Naturaleza, las imágenes de la Naturaleza funcionan como espejo de nuestro mundo interno. La laguna apacible muestra con su quietud la paz que en algunos momentos logramos o anhelamos. El fuerte oleaje es el movimiento de los impulsos que apenas contenemos, las tormentas y los huracanes representan con fidelidad nuestras pasiones. Cuando el poeta escribe un poema que refleja un fenómeno natural, o el elemento natural es el objeto de su asombro o de su disertación, de manera inconsciente está, al mismo tiempo, haciendo una descripción de su estado anímico, de los conflictos que lo habitan, de los deseos que lo mueven o de los temores que se ocultan de su propia consciencia. A su vez, el lector de un poema sin saberlo se asoma, como Narciso, a un estanque que refleja no sólo su rostro sino también un fragmento de su alma.
Tomo al azar el libro Alfabeto del mundo, de Eugenio Montejo; lo abro en una página cualquiera, la 31. Leo el poema Acacias:
Acacias
Estremecidas como naves,
acacias emergidas de un paisaje antiguo
y no obstante batidas en su fuego
bajo la negra luz de atardecida.
Yo miro, yo asisto
a este mínimo esplendor tan denso,
yo palpo
la intermitencia de las arboladuras,
su fuego girante, delirante;
enmarcadas en un éxtasis grave
como desposeídas lanzadas al abismo,
así de grande,
en un follaje poblado de sombras agitadas,
las miro
frente a la piedad de mis ojos
bajo los huracanes de la Noche.
Cierro la página y me quedo escuchando el eco de algunas palabras y sintiendo los efectos de la lectura en mi alma. Como si hubiera ingerido una sustancia que corre lentamente por mis venas. En mi disfrute o sufrimiento del poema intervienen el poema y mi alma, el alma del poeta está presente, el poema es su experiencia, él nombra una visión, recrea un suceso, pero no lo describe de manera objetiva, dice lo que su alma vivió en y con el suceso; el estímulo es externo, pero suscitó algo en el interior del poeta, lo estremeció; la poesía no está en la flor, no está en el poeta, está en el encuentro de ambos, y está de otro modo en el encuentro del lector con el poema.
Pude haber elegido otro poema y pude haber pasado de largo, sin embargo, éste me capturó. Lo hizo porque hay algo en su factura que alude a una verdad emotiva, y también porque en mi vida yo tengo mis acacias, es un decir metafórico, quiero decir que algo de mi propia experiencia se engancha a las imágenes que el poema me ofrece y en mí, lector, comienza una cadena de asociaciones múltiples, cargadas de sentido, una red de recuerdos, la evocación de huellas personales íntimas.
El poeta observa la Naturaleza y sabe que es parte de eso que ha estado siempre. Siente esa unidad con el mundo y se vuelve infinito, el tiempo desaparece; el paisaje antiguo nos remite a la presencia del mundo desde todos los tiempos, cuando el poeta todavía no estaba, pero ahora está para mirarlo. Y el paisaje antiguo es también el inconsciente del poeta de donde emanan emociones como flores.
Me detengo en el verso que dice: “Yo miro, yo asisto”. Es un poema escrito en primera persona y sin embargo se abre a la vivencia humana. “Yo miro”, es el Yo del poeta, pero es también mi Yo pues me apropio de inmediato de esa acción primigenia que conozco tan bien. ¿Qué miro? El mundo. La poesía es el puente entre el Yo y el mundo. “Yo asisto”, dice el poeta y detiene el tiempo porque el verbo asistir involucra no sólo la mirada sino el cuerpo todo, y más allá del cuerpo, el ser. Yo asisto a un suceso, me quedo quieta, me dejo envolver por lo que pasa afuera, me entrego a esa visión. Las acacias estremecidas del poema son flores, son árboles, tienen colores blanco o amarillo, verde claro y oscuro, pero también son mi existencia, mi fragilidad ante la Noche inmensa, por eso escrita con mayúscula. Las acacias son también el instante en plenitud, el esplendor tan mínimo y tan denso de la vida, su finitud, su presencia efímera al igual que la mía. El poeta anima a las acacias, les pone alma, las dota de sentimientos humanos, siente piedad por ellas porque siente piedad por sí mismo y yo siento entonces piedad por mí que fui desposeída y “lanzada al abismo”, pequeña y vulnerable.
El diálogo del poeta con la Naturaleza avanza en dos sentidos contrapuestos: Para hablar de sí mismo, utiliza imágenes que provienen de la Naturaleza; para hablar de la Naturaleza, utiliza imágenes que provienen de otro campo semántico, particularmente del comportamiento humano. José Juan Tablada escribe el siguiente haikú:
¡Del verano, roja y fría
carcajada,
rebanada
de sandía!
El hombre anima a la Naturaleza, la dota de atributos humanos, le otorga carácter, temperamento, personalidad, emociones, sentimientos, pensamientos, habilidades, gestos, lenguaje, para que la Naturaleza hable y entonces podamos, por fin, entenderla.
A continuación, comparto dos poemas de mi autoría que dialogan con la Naturaleza. El primero es una prosa poética en la que las imágenes de los fenómenos naturales y sus acciones sirven para describir los estados anímicos humanos. El segundo es un poema dedicado a la luz, ese fenómeno natural al que he animado con cualidades humanas; en los dos textos hay tal entrelazamiento de los campos semánticos que ya no pueden existir el uno sin el otro.
Te preguntas por qué bautizan a los huracanes con nombres de personas: Gilberto, Paulina. Después recuerdas el día aquel, no muy lejano, en que arrasaste puerto conocido, rompiendo sus pequeñas embarcaciones, tirando sus refugios, deslavando sus ilusiones, sepultando sus sueños. Y cómo después, arrepentida, lloraste durante varios días, sin que nadie pudiera consolarte, toda tú convertida en tormenta tropical.
La luz
Viaja la luz por su centro disperso,
reconoce su alma de partícula,
su crepitar silente, inobservable,
su adentro de fotones confundidos.
Se desliza en mi hombro y en mi mano
con pundonor de hormiga,
desteje en amarillo los hilos de mi suéter,
todo lo abusa, luz, homóloga al poema,
su bullanga de miel lo lame y lo seduce.
Bufanda atrabancada
se escapa por debajo de la puerta,
engaña al piso con su aceite tibio,
finge ser aire y polvo sobre el aire,
dice venir del sol
y viene, es la verdad
del furioso aletear
de su propio bramido.
Hórreo de granos impalpables
gravita, carga, se abandona,
yace intensa en la superficie del acero
y encuentra la supremacía
en la copa de árbol incendiado.
Llaga vieja, pasión sobre las calles,
aliento al mediodía se multiplica,
vuelve todo llanura, invocación, espejo.
Danza de estrella
se pierde en la ciudad,
maraña clara o laberinto
esculpe las ventanas
con su barniz de agua.
Yo escucho su blasfemia,
su dentera de ser como la fuente,
de andar desordenada por los camellones,
escucho al aire y sé que es la luz
que da vuelta a la esquina con vehemencia.
Se jacta, viciosa y libertina
de la tarde y su atavío inútil,
tan pasado de moda, tan ruinoso,
de la estación del tren entre la sombra,
del barco que se queja,
del veredicto serio de las horas.
Tuerce, extravía, lesiona los minutos,
se prende emocionada
de la última teja,
rasguña los tinacos,
suplica y se rebela,
llama al reloj “añejo, vetusto, carcamal”.
La lluvia de la noche
laquea los edificios
pero ella se emancipa con una carcajada,
pinta su rostro
de anuncio luminoso,
se desmiembra en las casas
bajo pantallas tenues,
se cuela por los cuerpos,
los toca y acicala,
los esculpe en arena,
los derrumba.
Vuelve a su viaje interno,
a su sabiduría,
a su propio y circular oráculo.
Y yo que miro todo esto
no la veo.
En un sentido o en otro, nuestro diálogo con la Naturaleza muestra el profundo sentido de desprotección, la orfandad que nos caracteriza como especie consciente de su irrevocable destino y la rendición necesaria ante las leyes cósmicas que nos incluyen, o bien, el denodado esfuerzo de negarlo. El arte en general, y la poesía como una de sus manifestaciones, son la expresión más legible de esa lucha pasional, el lugar común que todos habitamos.