Читать книгу La vida como centro: arte y educación ambiental - Ana Patricia Noguera de Echeverri - Страница 18

CAPÍTULO 4 Poesía y naturaleza: vasos comunicantes Raúl Bañuelos

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No hay camino hacia la paz

La paz es el camino

Ghandi

El arte nos permite reconocernos,

una dócil fibra del universo

Giuseppe Ungareti

La verdad os hará libres

Jesucristo

“Lo que amas te inspira”, escribe el gran poeta francés Paul Valéry. El poeta: amador, amante, hijo y espía de la naturaleza, es necesariamente un contemplador activo de los asuntos que necesita imperioso vivir profundamente.

Quien ama de verdad conoce aquello que ama. Pues le ha dado su tiempo –que es la vida– a lo que se le ha entregado en correspondencia mutua. El espíritu de la naturaleza ofrenda sus secretos (vivos en la Creación) a la creación viviente del poema haciéndose. Y brota en sus detalles: dando nombre, aromas, matices, texturas, sonidos, sabores y conformaciones al vocabulario y dicción de la escritura. Ritmo y espacio. Instante y oscilación. Pensamiento e intuición haciéndose al momento dado y captado desde la savia de la belleza perenne. Por la naturaleza y hacia la naturaleza.

En la experiencia poética que abarca el hecho de “incorporarse al ritmo del acaecer cósmico” (como escribe Paul Westheim sobre la pintura de Vang Gogh), el poeta mayor –cualquiera que sea lo es: Hölderin, Neruda, Paz o Pellicer– se convierte en sencillo transmisor dócil y exacto de lo que la Creación con mayúscula vuelca en su belleza. Poemas como “Esquemas para una ola tropical”, “Arte de pájaros”, “El río Rhin” y “La higuera religiosa”, orquestan una sinfonía de voces donde es la propia y misma naturaleza la que canta y entona las fibras y cuerdas universales del momento eterno expresado a ojos vistas.

En nuestro país, Carlos Pellicer y José Emilio Pacheco son referencias necesarias en su magistral obra referida a la naturaleza desde dos puntos de vista muy diferentes.

Carlos Pellicer es un cristiano y es un apasionado de la naturaleza. Y además es un artista minucioso, y cuidadoso del detalle: orfebre que trabaja hacia su ser de joya a la palabra, en lo que tiene de música y en lo que puede tener imágenes. Místico del paisaje, Pellicer ama a Dios con la vista de los ojos y de todo el cuerpo: con todos sus sentidos ama al Dios secreto y al Dios manifiesto: al secreto en sus misterios bíblicos y al público en su creación cotidiana del mundo. Su poesía es un canto a lo divino del universo y de todo lo que existe de maravilloso en el mundo cercano y natural. La vida lo salvó de su parte triste y le “lanzó el águila de su fuerza optimista”. Y él ha sacado su “mano del río y la ha puesto a cantar”. Tiene los ojos en las manos para tocar con todo su ser las cosas y dar fe de ellas, como el Tomás de la Biblia que tenía que tocar para creer. Pellicer tiene que cantar (ser un alto catador de la naturaleza) y los ojos no le bastan; y entonces:

El agua de los cántaros

Sabe a pájaros

Los colores están buenos,

Crecen y brillan

Y es horizontalmente el arpa de la sensación.

Pellicer conoce y sabe ver el paisaje porque tiene “los ojos dioses del paisaje” mismo. Y el paisaje total habla de sí por la boca del poeta luego de haberse filtrado hasta su íntima memoria por completo. Todos los sentidos (de ida y vuelta) están humedecidos –como la hierba por el rocío de las mañanas– por el paisaje, que se completa y se aflora a sí mismo a través de los poros del cuerpo general del poeta.

Todas las cosas muestran la huella digital de Dios en su momento o manera de alzarse a la luz. Desde el fondo de su reposo a la luz se mueven todas las cosas para ser vistas, tocadas y ser a plenitud.

Las cosas solas no son: son al ser para las otras. Dios es el concertista de las cosas del universo: concierta el universo consigo mismo desde dentro. La huella digital de Dios es la oscura luz del movimiento que se aquieta afuera y se mueve dentro. Pellicer llegó a decir:

El trópico entrañable

sostiene en carne viva la belleza

de Dios

Y Pellicer se sumerge en el trópico para poder conocerlo a fondo y de raíz y poder cantarlo. Sumergirse en el trópico para poder conocerlo da como resultado una transustanciación: la sustancia inicial sube a la altura de una nueva sustancia. Y todos los elementos comulgan entre sí: se aman, comparten lo que son y dan vida a nuevos seres. Todo se hace uno: se funden los elementos y las sensaciones. Los sentidos están intercomunicados. Y experimentan unos por otros y en sí: el sabor de los sabores es escuchado; visto, se huele al instante y se toca en la punta de los dedos; el olor tiene sabores que suenan en la retina del ojo vivo; y el sonido aparece en la punta del ser total en un grito. Esta necesidad de lo sinestésico fue absoluta para expresar su integración con la naturaleza y la íntima comunión de todo lo creado por el creador.

Como ejemplo:

El viaje

Y moví mis energéticas piernas de caminante

y al monte azul tendí.

Cargué la noche entera en mi dorso de Atlante.

Cantaron los luceros para mí.

Amaneció en el río y lo crucé desnudo

y chorreando la aurora en todo el monte hendí.

Y era el sabor sombrío que da al cacao crudo

Cuando al marcar lo muelen los dientes del tapir.

Pidió la luz un hueco para saldar su cuenta

(yo llevaba un puñado de amanecer en mí).

Apretaron los cedros su distancia, y violenta

reunió la sombra el rayo de luz que yo partí.

Sobre las hojas muertas de cien siglos, acampo.

Vengo de la montaña y el azul retoñé.

Arqueo en claro círculo la horizontal del campo.

Sube, sobre mis piernas, todo el cuerpo que alcé.

Rodea el valle, hablo,

y alrededor, la vida sabe lo que yo sé.

Su canto tiene origen en la divina sangre de la herida: en el amor a muerte de Jesucristo. La poesía de Pellicer está inmersa en la visión bíblica del universo. Pero el poeta se asume como cocreador (Hijo de Dios sabedor de sus potencias) que desde los cielos del aire, en un avión (como un Dios), dice, “desdoblé los panoramas / ataviado de luz leve de vuelo / y juré entre las nubes alzar una montaña”.

“Joven de eternidad”, “inaugura el mundo cada día”: “tiene vida para mil años, hoy”. Si el poeta es hijo de Dios, como todos los seres humanos, entonces es divino como Dios, casi igual. Comparte –en lo que cabe– la divinidad con Dios. Tiene dificultades para crear. “El poeta es un pequeño dios”, ya lo decía Huidobro. Y Pellicer juega con las casas de una ciudad como si fuera de juguete y juega con él completo, cambiándolo de sitio, poniéndose en el lugar del Dios Todopoderoso. Y como un mago cósmico “pinta auroras en los cielos” y “endulza las aguas del mar”. Dios niño en su estudio de pintar cósmico, dice:

Jugaré con las casas de Curazao,

pondré el mar a la izquierda

y haré más puentes movedizos.

El paisaje forma parte del cuerpo de Dios, decimos. Y está vivo. No es la naturaleza muerta de otras obras de arte. Y como tal: actúa. Pellicer ha visto a los árboles hablar sobre la vida cotidiana de la selva:

Los árboles conversan junto al río,

de nidos en proyecto, de otros en abandono,

de la nube servida como helado

en el remanso próximo,

del equipaje de las piedras

que acaso nadie ha dejado en la orilla,

de la avispa hipodérmica,

del aguacero y la joven vereda,

de las ramas deletreadas en su propia escuela,

del verso como prosa

y del viento de anoche que barrió las

estrellas.

Pellicer ha sabido penetrar en la naturaleza viva como un enamorado amante y ella se derrama a su vez como una cascada incontenible desde su cuerpo enarbolado:

Yo quiero arder mis pies en los braseros

de la angustia más sola,

para salir desnudo hacia el poema.

Busca naturalizarse, despojarse de lo que le sobra para ser naturalmente natural (cielo en el agua; agua del cielo) y encenderse verde y amarillo y naranja en el bosque de sus entrañas. Hasta que:

La oda tropical a cuatro voces

podrá llegar, palabra por palabra,

a beber en mis labios,

a amarrarse en mis brazos,

a golpear en mi pecho,

a sentarse en mis piernas,

a darme la salud hasta matarme

y a esparcirme en sí misma,

a que yo sea a vuelta de palabras

palmera y antílope,

cuba y caimán, helecho y ave-lira,

tarántula y orquídea, cenzontle y anaconda.

Entonces seré un grito, un solo grito claro

que dirija en mi voz las propias voces y alcance de monte a monte

la voz del mar que arrastra las ciudades.

¡Oh trópico!

Y el grito de la noche que alerta el horizonte.

Dios está vivo en su creación diaria.

Albert Camus escribe: “Frente a un mundo amenazado por la desintegración en el que nuestros grandes inquisidores están a punto de establecer para siempre los reinos de la muerte, nuestra generación sabe que debería, en una especie de carrera loca, con el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo trabajo y cultura y reconstruir con todos los hombres un arco de alianza”.

La historia no es sagrada, no es adorable; en lugar de propiciar la belleza está conteniendo la progresiva destrucción de lo humano y de la naturaleza. Aunque el paraíso conviva con el infierno en los tiempos del mundo que la mujer y el varón han compartido estos días sobre la tierra, el ritmo destructivo de la historia va llevando a la orilla del abismo histórico lo que se le pone enfrente, todo y cualquier cosa. Escribe José Emilio Pacheco:

Augurios

Hasta hace poco me despertaba un rumor de pájaros. Hoy he descubierto que ya no están. Han acabado estas señales de vida. Sin ellos todo parece más lúgubre. Me pregunto si los ha matado el estruendo, la contaminación o el hambre de los habitantes. O tal vez los pájaros comprendieron que la ciudad de México se muere y levantaron el vuelo antes de nuestra ruina final.

Pacheco está comprobando que se pueden hacer poemas de calidad hablando de circunstancias muy concretas, haciendo casi una crónica de sucedidos, levantando a un nivel simbólico elementos de la realidad.

Cito otro fragmento de lo que dijo Camus en la entrega del Premio Nobel en 1957: “Este [el escritor] no tiene otros títulos que los que comparte con los compañeros de lucha, vulnerable pero obstinando, injusto y apasionado por la justicia, que construye su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos, siempre dividido entre el dolor y la belleza y dedicado, en fin, a extraer de su ser doble las creaciones que él procura edificar tenazmente en medio del movimiento destructor de la historia”.

La vida como centro: arte y educación ambiental

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