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Pinceladas de historia aromática

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Las plantas y los aceites aromáticos se han venido utilizando durante miles de años como aplicaciones médicas y culinarias, en cosmética y para la elaboración de perfumes. Su uso ritual constituía una parte fundamental de las tradiciones de la mayoría de las primeras civilizaciones, en las que sus virtudes religiosas y terapéuticas motivaron el estudio y el descubrimiento de sus efectos sobre la mente y el cuerpo, entremezclándose de tal modo que se terminó perdiendo de vista el principal objetivo de su uso: los primeros auxilios de los primeros humanos. Durante el Neolítico, el hombre descubrió que algunas plantas como el olivo, el ricino y el sésamo contenían aceites grasos que podían ser extraídos mediante presión: con estos ungían sus cabellos y el cuerpo. Con el tiempo, se dieron cuenta de que los aceites se enranciaban y ahí llegaron a la conclusión de que si les añadían hierbas aromáticas y los perfumaban se conservaban mejor y, además, trataban ciertas molestias físicas a un mismo tiempo. Fue ahí donde se empezó a vislumbrar la simbiosis que hoy en día tenemos a nuestra disposición y que está «floreciendo» día a día: la “mezcla sinérgica” de los aceites vegetales y los aceites esenciales.

Si deseamos aportar historia, autoría y peso al uso de los aceites esenciales, hemos de remontarnos al año 2800 a. C. con el papiro Ebers, el documento médico más antiguo que nos muestra el uso de las plantas para tratar enfermedades oculares, cutáneas, ginecológicas, gastrointestinales… Y si buscamos una fuente que nos certifique las propiedades antibacterianas de las plantas aromáticas, nos fijaremos en un gran conocedor como fue Hipócrates (460 a. C.), que llegó a aconsejar su uso durante las plagas. Sus estudios dieron pie a que el padre de la botánica, Teofrasto (300 a. C.), recopilara y recomendara en su obra Enquiry into Plants un uso de las plantas aromáticas inusitado para aquella época, centrada por entonces en la unción de las plantas, ya que recomendaba usarlas al vapor; una pincelada de psicoaromaterapia, sin duda. Y finalmente, por resumir un poco tanta historia, el gran Dioscórides (90 d. C.), autor de De Materia Medica, recopiló el uso de setecientas plantas, entre las que incluía las aromáticas: albahaca, verbena, cardamomo, rosa, romero; sugiriendo el uso de la Artemisia dracunculus (estragón) para tratar la gangrena, el cáncer e incluso provocar abortos.

Llegó el s. XIV, y el primer paso del uso más actual de los aceites esenciales: Avicena, médico árabe que pasó a la historia de los aceites esenciales por ser el creador del primer aparato destilador de esencias, el alambique. Durante el Renacimiento, las sustancias aromáticas pasaron a un primer plano y los boticarios y galenos se sirvieron de ellas, convirtiéndose en el principal pilar de apoyo para la protección y lucha contra las epidemias que asolaron Europa. Los galenos que trataban a los enfermos de la peste negra, se protegían de los «malos efluvios» con unas máscaras que rellenaban con plantas aromáticas y portaban unos bastones a cuya parte superior ataban un pequeño brasero repleto de plantas aromáticas humeantes para mover los cuerpos.

Todos estos pasos previos fueron los cimientos para que, a mediados del siglo XX, una acumulación de datos sobre la farmacología de los aceites esenciales surgiera a través de métodos experimentales de la época. Hubo un fuerte énfasis en la actividad antimicrobiana y también en los efectos enfocados sobre todo en la medición de tono en el músculo o tejido nervioso. En los ochenta y noventa, a través de métodos clínicos, se reconocieron los efectos de los aceites esenciales sobre enfermedades crónicas, metabólicas y hormonales; y en los últimos años de la década de los 90, llegaron incluso a proliferar investigaciones sobre los efectos antitumorales de los terpenos y otros componentes de los aceites esenciales. Actualmente, todos estos estudios siguen avanzando.

Pero, de repente, en 2001, esta avalancha de información sobre investigaciones y resultados dio un frenazo, ya que los intereses económicos de las farmacéuticas no se veían recompensados. Los aceites esenciales no cumplen con los parámetros de «mayor beneficio con el mínimo coste»: imposibles de catalogar, imposibles de testar, imposibles de estandarizar. ¿Y por qué esto es así? Los parámetros y metodología de estudio para demostrar que una droga o principio activo es útil dentro del marco farmacológico, se han de basar en dos condiciones indispensables:

1. un experimento que conecte una sustancia específica a un efecto específico, es decir, la droga ha de constar de un solo componente que ejercerá un solo efecto;

2. un mecanismo de la acción observada a lo largo del proceso experimental.

En el caso de una aspirina, que se compone de un solo principio activo, ácido acetilsalicílico, es posible llevarlo a cabo; en un aceite esencial, donde existen un largo número de componentes, es imposible. Por tanto, si sabemos que la lavanda seda y tranquiliza, no podemos dividir, mutilar, el aceite esencial de lavanda en su variada composición bioquímica para saber a ciencia cierta cuál es el componente que ejerce ese efecto, ya que, si lo hacemos, deja de ser el aceite esencial original y el efecto no es el mismo…; pero sí sabemos que el aceite esencial de lavanda tal cual provoca esa reacción en un ser humano. Basar el estudio de los aceites esenciales en su composición química es reducir un elemento completo a unas letras y números que a día de hoy aún no se comprenden. Bien es cierto que la química nos indica hasta dónde podemos llegar con un aceite esencial y cuáles deben ser las precauciones que hay que tomar en su uso, pero sus efectos en el organismo son tan dispares como distintos somos los seres humanos en nuestra fisiología. Por ejemplo, entre todos los estudios que ahora mismo están en proceso, uno de los componentes químicos más estudiados es el linalol, alcohol monoterpénico (monoterpenol) capaz de combatir infecciones (bacterias, hongos, parásitos y virus) y especialmente las pediátricas; y también están constatadas sus propiedades ansiolíticas, neurotónicas y regeneradoras de la piel. Los recientes estudios realizados desvelan nuevas propiedades: el linalol ejerce una acción antiespasmódica y anestésica local, por lo tanto, es antiálgico; es anticonvulsivo, sedante, hipnótico, alarga la duración del sueño, regula el estado de ánimo, es hipotensivo y antinflamatorio. Se ha comprobado además que el linalol potencia la capacidad de aprendizaje, manteniendo un estado alerta y favoreciendo la concentración. A pesar de aparecer en la lista de los alérgenos potenciales, el linalol entra en la categoría de las moléculas exentas de toxicidad. Si después nos fijamos en los aceites esenciales con una concentración más alta de linalol, tenemos (Tisserand & Young, 2014):

Cinnamomum camphora qt linalol, palo de hô: destilado con hasta un 95 % en linalol. Actualmente sustituye al esquilmado palo de rosa. En el caso de una aspirina, que se compone de un solo principio activo

Aniba rosaeodora, palo de rosa: actualmente ya se destila el aceite esencial extraído de la hoja con más de un 80 % de linalol.

Coriandrum sativum, cilantro semillas: con hasta un 75 %.

Thymus vulgaris qt linalol, tomillo: con hasta un 80 %.

Ocimum basilicum qt linalol, albahaca: hasta un 60 %.

Lavandula angustifolia, lavanda francesa: hasta un 45 %.

Curiosamente los aceites más potentes en linalol, ganando el puesto a la panacea universal, la lavanda (Lavandula angustifolia), no son tenidos en cuenta para sedar el sistema nervioso o favorecer el sueño, sino que son considerados estimulantes inmunitarios y antibacterianos como el palo de hô (Cinnamomum camphora qt linalol), o por sus propiedades fungicidas, antimicrobianas o neurotónicas, como el tomillo quimiotipo linalol (Thymus vulgaris qt linalol).

Indiscutiblemente, todos estos estudios, los esfuerzos de muchos expertos en bioquímica, son un beneficio común para los usuarios finales de los aceites esenciales; pero debemos mantener la mente abierta y crítica para plantearnos si es verdad todo lo que se dice, todo lo que se ve y se huele o si hay algo más.

Desde un punto de vista integrador, la fisiología de cada ser humano, su estado de salud, tiene mucho que decir en cómo recibimos y cómo nos afecta un aceite esencial. La historia nos muestra, a través de importantes pioneros, mujeres y hombres, que el uso de los aceites esenciales nos puede ayudar tanto desde el punto de vista físico como emocional y espiritual. Cada uno de nosotros, decide cómo aplicarlos y para qué —objetivo y método—, y, dependiendo de todo esto, los resultados son tan dispares como sorprendentes.

La autora Elizabeth Anne Jones, en su magnífico y ameno libro Aromaterapia, despertando a las fragancias curativas, dibuja un camino exploratorio de los aromas a través de grandes mujeres. Por ejemplo, nos cuenta que la princesa Hatshepsut (Egipto, 1500 a. C.), hija mayor de Tutmosis I y Ahmose (princesa heredera y hermana de Amenofis I), fue una pionera en la técnica naturopática de la reflexología podal aromática: cuidaba su cuerpo a base de masajes con mirra en la planta de los pies. Me pregunto si quizás su propósito era doble, físico y emocional: estimular su sistema inmunológico, desinfectando y protegiendo los pies de hongos y bacterias gracias a las propiedades antifúngicas de la mirra, descansarlos gracias a su potente poder antinflamatorio y aromatizar todo su cuerpo —el olor del perfume asciende desde nuestros pies—; y, espiritualmente hablando, lograr un estado de paz y calma mental, algo muy necesario en su posición. La reina Esther (Persia, 500 a. C.), en cambio, nos trajo su método equilibrador a través de sus rituales de purificación emocional y espiritual a base de mirra, rosa damascena y nardo durante seis meses y, los seis siguientes, de sándalo e incienso; una comunión con el amor puro y una conexión con su yo superior.

Pero si buscamos unos fines más «políticos», hemos de fijarnos en la reina Cleopatra (Egipto, 69 a. C.), cuyo manejo de los aromas estaba enfocado sin duda al objetivo, loable o no, de controlar e influir sobre Marco Antonio y Julio César. Sabemos que se preparaba baños de leche perfumada a base de la dulce y sensual canela (Cinnamomum verum), el balsámico y leñoso cardamomo (Elettaria cardamomum), que tonifica el espíritu; la belleza exótica y aterciopelada del arquetipo de la apasionada feminidad del jazmín (Jasminum grandiflorum), la fragancia cálida y picante de la sabiduría emocional del sándalo (Santalum album) y unas gotitas de lima (Citrus x aurantifolia), el frescor que anima y disipa las tensiones. Lista para seducir.

Avanzando algo más, la reina Zenobia del Imperio de Palmira (Siria, 298 d. C.) fue otra mujer poderosa que se sirvió de los aromas para estimular y afianzar su fuerza y coraje con el clavo (Syzygium aromaticum), la canela de Indonesia y la nuez moscada de Ceilán; y también para desarrollar la calma, atenuar y conectar con su yo superior gracias al incienso de Omán, la mirra de Yemen y el sándalo del norte de la India; un aporte sereno y reflexivo necesario para combatir en un mundo dominado por los hombres. También se servía del enebro (Juniperus communis), un potente purificador del cuerpo y de los espacios, junto a la salvia (Salvia officinalis).

Si nos paseamos por la Biblia, Elizabeth Anne Jones nos cuenta la sorprendente reivindicación iniciada por el maestro Jesús con el Cuerpo de Mujeres Evangelistas (Palestina, 20 d. C.) en una época en la cual se les estaba vetado a las mujeres el acceso a la enseñanza hasta el punto de prohibirles tocar con sus manos «impuras» el Torá. Jesús vino a poner orden y equilibrio y comenzó con un gesto muy sencillo: permitió que María, la hermana de Lázaro, ungiera sus pies en público con aceite esencial de nardo diluido en aceite vegetal de oliva, un aroma tranquilizador y un puente de comunicación espiritual: «Entonces María, tomando una libra del costoso perfume hecho de más puro nardo, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Así, la casa se llenó con la fragancia del perfume» (Juan, 12:3). La influencia de Jesús llegó a dar sus frutos en la lucha por los derechos de la mujer y a la vez con la expansión de los aromas al crearse, gracias a él, un círculo de doce mujeres, conocido como el Cuerpo de Mujeres Evangelistas, autorizadas a entrar en la sinagoga y a convertirse en maestras del evangelio. Estas mujeres visitaban y cuidaban de los enfermos y tullidos con plantas, hierbas y alimentos. Es bastante probable que uno de sus remedios más utilizados fuera, por su reconocido poder astringente y cicatrizante, la rosa del boticario, la rosa damascena. Dioscórides, contemporáneo de Jesús, en su obra De Materia Medica nos detalla alguna de las plantas que estas mujeres utilizaban para socorrer a los enfermos: el hisopo (Hyssopus officinalis), muy útil por sus componentes moleculares, de la familia de los monoterpenos y sesquiterpenos, para tratar el sistema respiratorio (infecciones, mucosidad y congestión); la mejorana (Origanum majorana), tan útil para el sistema nervioso por sus propiedades vasodilatadoras y tranquilizantes como para dolores reumáticos y afecciones pulmonares y digestivas; el incienso (Boswellia carterii), importante inmunoestimulador y expectorante; la menta piperita (Mentha piperita), que facilita la digestión y actúa como antiálgico y estimulante cardiotónico, a parte de ser también muy útil en aquella época como antiinfeccioso, bactericida y viricida; y la mirra (Commiphora myrrha), muy socorrida en el tratamiento de infección en las encías y la piel, hongos, disenterías, y un buen estimulante inmunológico.

Avanzando por la historia, llegamos ante el declive del Imperio romano y el ascenso de la ciudad más untuosa y rica de entonces, Constantinopla, a donde se exportaban aceites como la mirra, el incienso y otros aromáticos de uso muy popular en los baños romanos; en estos, lugar de reunión social, los ciudadanos gozaban de un momento de reposo y limpieza corporal con la práctica de la unción de aceites a base de rosas, almendras amargas y narcisos. En esta época cambiante, nuestra siguiente protagonista, la emperatriz Teodora (Bizancio, 535 d. C.), continuó el camino de descubrimiento de los beneficios del aroma emprendido por sus antecesoras. Entre los aromas favoritos de Teodora estaba el sándalo (Santalum album) tanto por su acción estética, equilibradora sobre la piel seca y sensible, como por su efecto energético sobre el chakra corona, que lo acompañaba en la meditación sosegada y en calma. Entre sus otros más apreciados aceites estaban el romero, el sándalo, la rosa, el jazmín, la citronela y la lavanda.

Casi seiscientos años más tarde, Constantinopla pasó el relevo como centro cultural a Salerno, al sur de Italia, la ciudad que vio nacer y crecer como mujer culta de su abierta facultad de Medicina a Trota, la Magistra Mulier Sapiens, ‘la sabia mujer maestra’. Versada en Botánica, tenía un protocolo de actuación novedoso que consistía en tomar el pulso, analizar la orina y observar la postura física y oral. Se especializó en Obstetricia y Ginecología. Aportó conocimientos con de más de setenta y un remedios a base de plantas y aceites para tratar problemas tan dispares como un dolor de muelas, hemorroides, fiebre y disfunciones femeninas, recomendando el uso de hierbas frías o calientes con aceites, como el uso de la emoliente raíz de malvavisco, las violetas y las rosas frotadas por el cuerpo o pulverizadas en el útero para bajar las inflamaciones y el calor del cuerpo. También empleaba, en caso de frío, la fumigación de aceites esenciales como el clavo (Syzygium aromaticum), el nardo (Nardostachis grandiflora) y la nuez moscada (Myristica fragans). En disfunciones asociadas al sistema respiratorio y digestivo, así como a molestias menstruales, se servía de la salvia (Salvia officinalis) y el laurel (Laurus nobilis).

Y llegamos a la que fue, a la par que instruida, precursora del negocio del perfume que ha llegado a nuestros días: Catalina de Médici, reina de Francia (1533 d. C.). Sus dificultades para quedarse embarazada la empujaron a servirse de los baños y pociones a base de aceites esenciales y hierbas aromáticas como tratamiento de fertilidad; entre ellos: hisopo (Hyssopus officinalis), citronela (Cymbopogan nardus), orégano (Origanum vulgare), artemisa (Artemisia absinthium), enebro (Juniperus communis), laurel (Laurus nobilis), albahaca (Ocimum basilicum), tomillo (Thymus vulgaris) y romero (Rosmarinus officinalis). Su interés por el perfume la instó a traer al perfumista René le Florentin, personaje de moda, y a los artesanos italianos para confeccionar guantes perfumados y frascos de perfume, dando paso a la creación de la Asociación de Guanteros Perfumistas y erigiéndose así como la mecenas del primer laboratorio de perfumes en Grasse, actualmente centro neurálgico de la industria del perfume mundial.

No debemos olvidarnos de Hildegarda de Bingen (Alemania, 1150 d. C.), la primera mujer naturópata que tuvo presente en sus tratamientos enfocar al ser humano holísticamente, en equilibro o desequilibro, con los cuatro elementos: aire, tierra, agua y fuego; y dejar por escrito su sistema de sanación integral a base de plantas medicinales. Su visión de la medicina fue toda una revolución: llegó a desarrollar el circuito sanguíneo y el aparato reproductor femenino. ¿Y cuáles eran sus aceites esenciales favoritos? La refrescante lavanda (Lavandula angustifolia), de la cual escribió en su libro Liber Vitae Meritorum:

Soy un hierba relajante. Habito en el rocío, en el aire y en todo lo verde. Mi corazón se llena rebosante y doy ayuda a los demás. Elevo los corazones rotos y los llevo a la totalidad. Ya que soy el bálsamo para cada dolor con una mirada amorosa, observo las demandas de la vida y me siento parte de un todo.

Aprovechaba las propiedades carminativas, digestivas y antisépticas del hinojo (Foeniculum vulgare), que ayuda a la expulsión de toxinas acumuladas y facilita la circulación de la sangre, proporcionando, además, una piel sana y un olor corporal agradable.

Isabel I, reina de Inglaterra (1575 d. C.), en cambio, tenía un fin primordial para el uso de las plantas aromáticas: la higiene. Le tocó vivir durante el Renacimiento de las artes, pero también en un mundo con carencias tan básicas como el alcantarillado en las calles y el sistema de desagüe de aguas residuales adecuado en casas y castillos. La falta de drenaje de aguas negras y desperdicios generó la necesidad del uso aromático de hierbas, que eran esparcidas por el suelo y que, una vez se pisaban, desprendían su aroma: albahaca, citronela, manzanilla romana, lavanda, hisopo, salvia y tomillo, la reina de los prados. Gracias a ella, también se prodigó el cultivo de estas plantas y la proliferación de huertos aromáticos personales, la elaboración casera de ungüentos perfumados, las bolas de lavado, las aguas perfumadas y las almohadillas aromáticas. Las mujeres isabelinas contaban con una sala de destilado donde se dedicaba a producir hidrolatos y aceites esenciales para cosméticos y medicinas. Detestaba los olores fuertes y prefería el suave y dulce aroma de la mejorana (Origanum majorana), un magnífico remedio para articulaciones doloridas así como un alivio en caso de migrañas, calambres menstruales y enfriamientos. Se adaptó rápidamente al uso de los guantes perfumados y también a las almohadillas perfumadas con lavanda, ámbar gris y benjuí que portaban las mujeres de la Corte bajo sus enaguas. Aquellos años oscuros en los cuales Londres sufrió el azote de la peste, fueron en realidad los años luminosos de los aceites esenciales, los cuales ayudaron a combatir las infecciones, fumigando las casas con ellos y con las hierbas aromáticas. Fue el nuevo inicio de la aromaterapia; sin duda, el punto de partida para el primer estudio científico serio sobre los beneficios de los aceites esenciales. Una investigación realizada por el Instituto Pasteur de París, entrados ya en el siglo XIX, reveló que los microorganismos de la fiebre amarilla y tifoidea eran eliminados por los aceites esenciales de la canela, el tomillo y el limón en tan solo media hora.

Aceites esenciales en sinergia

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